VIÑETAS DE POSGUERRA
LOS CÓMICS COMO FUENTE PARA EL ESTUDIO DE LA HISTORIA
VIÑETAS DE POSGUERRA
LOS CÓMICS COMO FUENTE PARA EL ESTUDIO DE LA HISTORIA
Óscar Gual Boronat
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© De los textos, Óscar Gual Boronat, 2013
© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2013
Publicacions de la Universitat de València
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publicacions@uv.es
Ilustración de la cubierta: Flechas y pelayos , 136 (1931), de Avelino Aróstegui
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Fotocomposición, maquetación y corrección: Communico, C.B.
ISBN: 978-84-370-9219-5
Para mi padre, Mariano Gual ,
el principal responsable de que haya leído tantos tebeos
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
LOS LÍMITES
MARCANDO EL TERRITORIO
La narración en la historieta
La relación texto-imagen
Su (todavía corta) historia
EL CONTEXTO
LOS CUADERNOS DE AVENTURAS EN UN ESCENARIO CONTEMPORÁNEO: ROBERTO ALCÁZAR Y PEDRÍN
Roberto y Pedro
Entre diplomas y tubos de ensayo
«Maldito español»
Jarabe de palo
LOS CUADERNOS DE AVENTURAS EN UN ESCENARIO HISTÓRICO: EL GUERRERO DEL ANTIFAZ
Adolfo
El antifaz
Ana María
DESPUÉS DEL «CONTINUARÁ…». CONCLUSIONES
BIBLIOGRAFÍA
Desde la primera redacción de estos textos hasta esta que parece su presentación definitiva, han transcurrido alrededor de cuatro años, un periodo de tiempo en el que la situación del cómic en España ha evolucionado hasta encontrar una posición consolidada. Ahí está la reciente creación del Premio Nacional de Historieta, la celebración de salones y jornadas organizadas y promocionadas por universidades e instituciones públicas, así como seminarios y cursos de verano, el importante número de monografías y publicaciones dedicadas a su estudio y difusión, o la presencia cada vez más constante en los principales medios de comunicación (en el desaparecido Público , la sección de cultura de El País , el suplemento literario de los sábados del rotativo madrileño ABC o algunos programas televisivos y radiofónicos).
¿Tiene cabida, pues, en ese nuevo contexto, seguir definiendo un medio de expresión, un medio artístico como es la historieta? ¿Acaso los estudios sobre cine, pintura o teatro se molestan en conceptualizarlo? Normalmente no es así, sino que se da por hecho que el potencial lector ya conoce los términos básicos entre los que se va a mover el análisis, obviándose las definiciones, que pueden ser totalmente accesorias. Un riesgo, el de las parcelaciones teóricas, que se acrecienta en el caso de un medio tan vivo como la historieta, en evolución constante, pues en cualquier momento puede surgir un autor o grupo de autores que trastoque los cimientos de esas definiciones y las convierta en papel mojado.
No obstante, el trabajo que arranca con estas páginas –muy influido, para bien o para mal, por aquellas primeras aproximaciones que se llevaron a cabo en nuestro país entre finales de la década de los sesenta y mediados de los ochenta por autores como Javier Coma, Román Gubern o Luis Gasca, dirigidas a un público inconcreto, muy general– nació como tesis doctoral, y ante el temor a que algunos miembros del tribunal no estuvieran familiarizados con los tebeos se consideró oportuno dejar claras las ideas desde el principio. Y ahora hemos decidido mantener ese deseo por dos razones: porque buscamos, nosotros también, un amplio espectro de lectores y porque desde la óptica de nuestra investigación creemos que es útil describir qué entendemos por cómic para así delimitar los parámetros y, al mismo tiempo, distinguir la historieta de otras formas de expresión gráfica con características similares. Además, a partir de esa premisa, se comprenderán mejor determinados debates acerca del origen del medio, su terminología, sus relaciones con otras artes, que pueden considerarse superados dentro del ámbito de los tebeos pero que son ajenos a todos aquellos que no lo transitan a menudo.
Dado que el presente objeto de estudio, tal que artefacto cultural, puede entenderse, en palabras de Justo Serna y Anaclet Pons, como «un producto humano que nos distancia de la naturaleza», y que nuestro modo de proceder es similar a aquel que Peter Burke asigna a los historiadores clásicos de la cultura –« leían cuadros o poemas específicos como evidencia de la cultura y el periodo en el que se creaban»–, se podría ubicar perfectamente este ensayo dentro de la esfera de la denominada historia cultural. Es razonable hacerlo así. Sin embargo, preferimos definirlo más bien como una propuesta metodológica, como un ejemplo práctico acerca de cómo se ha de utilizar el cómic historiográficamente. Aunque pretendamos averiguar, a través de la lectura de esos cuadernos, cómo era la inmediata posguerra española (y en menor medida también la influencia de estos en la población o las características de su numeroso público), el centro del debate es dilucidar cuál es la mejor manera de utilizar los tebeos a modo de fuente en cualquier investigación sobre la sociedad, la cultura y la vida cotidiana.
Normalmente, la presencia de un capítulo introductorio en un trabajo de estas características es más que nada un ejercicio de explicitación acerca de las metas, el plan de trabajo, la metodología y los objetivos. En nuestro caso, la enumeración de todos y cada uno de esos puntos es tan extensa y está tan imbricada en el propio contenido del análisis, que hemos decidido incluirla en el cuerpo del ensayo como un capítulo más, ahí, confundida en la espesura.
Así que, aunque hayamos renunciado a una verdadera presentación, es de recibo dar las gracias a todos aquellos que de una u otra forma han contribuido a que el presente ensayo saliera adelante. Por un lado, a los coleccionistas privados que nos brindaron la posibilidad de estudiar sus viejos tebeos (en especial Pedro Santosjuanes y Adelaida Boronat) y, por otro, a los contados «lectores» (Francesc Gimeno, Juan Miguel Gual, María Teresa Martí) que este escrito ha conocido a lo largo de su crecimiento, y cuyas rectificaciones y sugerencias no han caído en saco roto.
Por último, debemos reconocer el interés y la dedicación del doctor Justo Serna, quien ha enderezado este libro convenientemente, así como la infinita paciencia de nuestro editor, Vicent Olmos.
La historia es una disciplina que debe mucho a la erudición y a la acción, a la reflexión y al trabajo de campo, al archivo y al laboratorio; una ciencia que a través de complejos procesos intelectuales ha evolucionado según sus necesidades, fuertemente influida por las corrientes ideológicas y las metodologías académicas. De entre las consecuencias de esa lógica maniobra destaca una bien evidente: no trabajan de la misma manera, o al menos no deberían hacerlo, los historiadores actuales respecto de los cronistas del siglo XVIII, por poner un ejemplo. Los objetos y los métodos de estudio, las fuentes y la manera de interrogarlas, el discurso y la forma de redactar o plantear las conclusiones, todo aquello que en mayor o menor medida conforma en la práctica dicha materia ha ido transformándose de forma paulatina y sigue haciéndolo a medida que se abren nuevos interrogantes y se le plantean nuevos retos. De hecho, existe un aspecto, un recurso útil, defenestrado en ocasiones y plenamente aceptado en otras, un «tema de polémica historiográfica entre escuelas e historiadores», según Pelai Pagés, 1 que ha logrado consolidarse en la historiografía actual más como una necesidad que como un vicio o una mala costumbre; se trata de aquello que se ha venido a denominar la periodización de los trabajos históricos.
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