Gladys Rosa Calvo - La formación en investigación en la universidad

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¿Cómo se forma un investigador? ¿Qué instancias se prevén en las carreras de grado para preparar en los quehaceres investigativos? ¿Qué características didácticas tiene la formación en investigación en la universidad? ¿Qué particularidad asume en las carreras de grado de las ciencias sociales y humanas?
Estas y otras preguntas orientan el desarrollo de esta obra que abre a respuestas y a nuevos interrogantes para los docentes y estudiantes preocupados por la formación en la universidad, dado que investigación, docencia y extensión se constituyen en los pilares de nuestra institución.
El rol de investigador se integra en las competencias a desarrollar en esa formación, y, a la vez, se constituye en un rasgo que distingue y caracteriza al profesional que desarrolla actividades académicas. La mayor parte de los planes de estudios universitarios explicitan la intención de formar profesionales capacitados para realizar investigaciones científicas, sin embargo, este interés no deriva necesariamente en el desarrollo de contenidos y estrategias tendientes al logro de esta finalidad.
El presente trabajo, parte de un estudio didáctico general para, posteriormente, profundizar en las modalidades de relación teoría y práctica que adquieren las distintas instancias curriculares dedicadas a formar en investigación, especialmente aquellas que se encuentran en el ciclo de formación general. El estudio tiene su anclaje empírico en las nueve carreras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Preguntarnos en torno a la formación de los investigadores en la universidad resulta de interés ya que problematiza y busca aportar conocimiento sobre un tema de relevancia académica y social, ya que no solo implica a la institución productora de ese conocimiento sino también a la sociedad que aparece como destinataria de ese conocimiento producido.

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Las casas de altos estudios desempeñaban una función importante como centro de socialización de elites y alguno de sus institutos, como su Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, cumplían un papel esencial como ámbito de reclutamiento del personal político en la década de 1880.

En esta época, las funciones profesionales de la universidad pasaron a un primer plano. El propósito cerradamente profesional pasó a ser considerado el primero y el casi único de la enseñanza universitaria. Esta función profesionalista generó varios cuestionamientos que se mantuvieron por décadas. Los mismos se centraban en la idea que orientar la universidad exclusivamente hacia su finalidad práctica constituía un verdadero atraso, pues contrastaba con lo que se consideraba era la esencia de la institución universitaria: formar en la cultura científica desinteresada y sin un exclusivo objetivo utilitario. Por este motivo la práctica y el ejercicio de las humanidades permanecían en manos de autodidactas, fuera del ámbito universitario, en círculos privados.

En este contexto la creación de la Facultad de Filosofía y Letras puede percibirse como la culminación de una serie de intentos por conformar un ámbito público para la práctica de las humanidades. Representaba una expresión de los nuevos rumbos, constituyéndose en un contrapeso del utilitarismo profesional propio de la enseñanza universitaria de la época.

El proceso que llevó a la fundación de la Facultad se vincula con la intención de transformar al sistema educativo otorgando a la enseñanza de las humanidades, del idioma nacional, y de la historia un lugar central en la educación primaria. Señala Buchbinder (1997, p. 27) que la creación de la Facultad de Filosofía y Letras no puede aislarse de la aspiración de generar un cuerpo de conocimientos sobre la realidad nacional. Asimismo, el debate sobre la función científica o profesional de la UBA impregnó la discusión en torno a la fundación de esta facultad y su rol en la sociedad.

A comienzos de 1888, una disposición del Consejo Superior de la UBA daba origen a esta facultad, pero finalmente la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA se fundó el 13 de febrero de 1896 por un decreto presidencial de José Evaristo de Uriburu. El decreto presidencial fundamentó la creación en la necesidad de completar el grupo de las diversas ramas que forman parte de la enseñanza superior, incorporando definitivamente a nuestra universidad un departamento de estudios destinado a mantener la más alta cultura científica y literaria. Se buscaba de ese modo, lograr un desenvolvimiento completo y armónico del país, en un momento de sensible acrecentamiento de los intereses materiales y cuando el pensamiento positivista dominaba los campos de la ciencia y la educación.

Su primer decano fue Lorenzo Anadón, por entonces senador nacional por la provincia de Santa Fe; en 1900 lo reemplazó Miguel Cané y en 1904, el cargo fue asumido por Norberto Piñero.

La primera ordenanza sobre plan de estudios fue sancionada en marzo de 1896 y dispuso que los estudios se distribuyeran en cuatro años, los tres primeros constituían el período de la licenciatura y el cuarto el del doctorado. El mismo contenía un núcleo esencial de asignaturas de Filosofía, Historia y Literatura, más algunas de Geografía, Ciencia de la Educación y Sociología. Este primer plan fue reformado en 1899, en el cual los cursos se dividían en generales o especiales. En el primer caso se respetaban básicamente los principios del plan anterior, agregándose un año de estudios para incluir la enseñanza de las Lenguas Clásicas y un curso de Arqueología. Los alumnos de los cursos especiales, en cambio, podían elegir un grupo de asignaturas en el área de Filosofía, Historia o Literatura, más el curso de Ciencias de la Educación. En todos los casos debían ser aprobados los exámenes generales y de tesis. Al finalizar los cursos los alumnos regulares accedían al título de Doctor en Filosofía y Letras, en cambio aquellos de los cursos especiales conducían a la obtención de un título de Profesor en el área elegida (Fernández S., 1996).

La Facultad fue definida, así, como el lugar central de las ciencias y la investigación desinteresada en la Universidad de Buenos Aires y como un sitio privilegiado para la formación de profesores para la enseñanza media. Esto generó tensión en la facultad, ya que las autoridades se resistían al creciente peso de la orientación docente en los estudios, debido a que, en cierta medida, esto equivalía a otorgar a la facultad una función profesionalista. Pero tampoco, en la cuestión referente a la formación de docentes de enseñanza media, la Facultad logró erigirse en la institución rectora en la materia como deseaban muchos de sus estudiantes. El 16 de diciembre de 1904, Joaquín V. González, Ministro de Justicia e Instrucción Pública, refrenda el decreto de creación del Seminario Pedagógico, base de lo que es hoy día el Instituto de Enseñanza Superior “Joaquín V. González”. En un principio, sólo ingresaban al Instituto Superior del Profesorado los profesionales universitarios que querían obtener el título de profesor. Al extenderse la formación a cuatro años, se permitió el ingreso a los alumnos que habían completado el nivel medio. Ya a mediados de la década del veinte, el Instituto ofrecía la mayor parte de las disciplinas que formaban parte de los planes de estudio del nivel medio. La disputa entre la Facultad y el Instituto para hacer prevalecer los derechos de sus egresados en la provisión de cargos en la enseñanza media duró varias décadas.

Los primeros tiempos no fueron fáciles para la Facultad recientemente creada. La precariedad de los recursos que contaba y de las instalaciones en que funcionaba, la escasez de alumnos y la indiferencia casi total del gobierno y de la misma universidad, perturbaron la vida de la Facultad desde su creación hasta el año 1913.

Como menciona el Doctor Rodolfo Rivarola en el discurso pronunciado con motivo de su designación como Decano en 1913,

“La Facultad luchó en otros tiempos contra muchos prejuicios, dentro y fuera de la Universidad. La exageración de lo que se llamó criterio científico y práctico no fue propicio para la designación de Filosofía y Letras. Encaminadas las otras facultades hacia profesiones lucrativas, no se descubría el rendimiento que pudieran dar la de filósofo y literato” (en Fernández S., 1996, pp. 8-9).

Así, Rivarola intentó definir nuevos perfiles y funciones para la facultad. Buchbinder (1997, p. 99) plantea que la Reforma Universitaria de 1918 generó transformaciones profundas en la vida y dinámica interna de la facultad. El crecimiento de la Facultad se puso de manifiesto en el aumento gradual, pero siempre continuo, del número de alumnos, en la adecuación cada vez mayor de los planes de estudio a los principios científicos y pedagógicos más avanzados de la época y a los requerimientos reales del país y de sus futuros graduados. También creció en el establecimiento de una organización más adecuada a sus ofertas educativas, científicas y culturales, en el afianzamiento de la investigación como quehacer ineludible del orden universitario, en la ejecución de tareas de extensión universitaria y en el prestigio nacional e internacional que alcanzó a partir de los años veinte.

En diciembre de 1920, el Consejo Directivo de la Facultad aprobó un nuevo plan de estudios que no introdujo grandes cambios. Sólo se incrementó el número de materias incorporándose un curso más de lenguas clásicas en todas las secciones. También adquirieron una importancia cada vez mayor las tareas de investigación científica en la universidad con posterioridad a la Reforma. Los Institutos de investigación que a partir de esa época fueron fundados en el ámbito universitario se proponían canalizar dichas tareas y contribuir a la difusión de sus resultados. En Filosofía y Letras, entre 1921 y 1942, fueron creados dieciséis Institutos a través de los cuales la Facultad se proponía canalizar la investigación y la producción científica (Fernández S., 1996).

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