Es importante tener en cuenta que Shepard era muy joven cuando llegó a la ciudad de Nueva York en los años sesenta, y que carecía de una formación académica específica para escribir teatro; también sus conocimientos literarios eran erráticos y desorganizados. La primera parte del libro pergeña el contexto sociocultural en el que surgieron estas obras: el auge de la contracultura de los años sesenta en los Estados Unidos, la alternativa al teatro comercial implícita en el movimiento Off-Off-Broadway (OOB), 6 así como la influencia de la escena experimental anterior. De hecho, este entorno tuvo más importancia que un posible propósito, por parte de Shepard, por indagar conscientemente en la actividad de la imaginación, aunque este aliciente, indudablemente, le posibilitó encontrar nuevos recursos escénicos para abrir la escena a lo posible. Shepard estaba creando sus textos intuitivamente, trasladando seguramente a sus personajes su propia pasión por la visualización de las imágenes surgidas del discurso, y afirmando, por otro lado, los valores de su generación, pero en ningún caso desde presupuestos teóricos o desde la pretensión de iniciar a los espectadores en unas determinadas ideas filosóficas o de otra índole.
A partir de la década de los setenta la escenificación de la vida imaginativa de los personajes dejaría de ocupar el centro de la acción dramática, o desde luego, no lo haría con la intensidad con la que lo había hecho en la década anterior. Por ello, cabe preguntarse si efectivamente seguiría siendo una cuestión relevante en la obra del autor. Hay una serie de obras intensamente experimentales y metadramáticas que permiten demostrar que, si bien el interés por la geografía de la imaginación sería, cada vez más, inseparable de otros temas, se perpetuaría como un recurso escénico transmisor de una óptica crítica. Es el caso de la meditación explícita sobre el proceso de creación en la romántica Geography of a Horse Dreamer (1974), obra en la que el hecho mismo de que los sueños de Cody sean motivo de su cautiverio los dota de transcendencia. Esto daría paso a reflexiones cada vez más sofisticadas como las que se plantean en Suicide in B-Flat (1976), en la que la imaginación emerge subrepticiamente como una herramienta epistemológica esencial en la búsqueda y la aceptación de una poética de la posibilidad pareja a la que representa la improvisación en la música jazz (Fernández-Caparrós 2008).
Obras como Geography of a Horse Dreamer, Suicide in B-Flat y Angel City
(1976) son muy diferentes entre sí, pero afines en el modo en que combinaron la reflexión metadramática con meditaciones sobre los procesos imaginativos desde puntos de vista muy diferentes. Por una parte, estas obras recuperan la indagación iniciada a partir de finales de los años sesenta sobre la influencia de las imágenes de la cultura popular y la constatación de la intrusión inevitable de un imaginario colectivo en la imaginación privada del individuo inserto en un mundo dominado por los medios de comunicación de masas. Si en la década de los sesenta los personajes jugaban libremente con sus propias fantasías –ya fuese a través del lenguaje o a través de la encarnación material de sus visiones en el escenario, como sucede en The Mad Dog Blues (1971)– una obra como Angel City plantearía justo lo contrario: la imposibilidad de escapar a la seducción y al control invisible ejercido por las imágenes bidimensionales creadas por la industria cinematográfica y televisiva y, por lo tanto, que la autonomía imaginativa es inconcebible dentro de lo que Fredric Jameson bautizó en 1984 como “la lógica cultural del capitalismo tardío”, en la que, tal vez, la única condición imaginante posible es, en vez de una autonomía imaginativa, una heteronomía imaginativa. Pero tal vez lo que resulta más atrayente de estas obras de los setenta son las reflexiones que generan a partir de su discurso metadramático.
El proceso de autorreflexión llevado a cabo por el dramaturgo sobre su propia obra, iniciado desde el exilio londinense a principios de los setenta, le llevaría a una provocativa experimentación que alteraría radicalmente las estructuras dramáticas convencionales, así como a una apertura total hacia posiciones epistemológicas radicales y transgresoras, típicas, por otra parte, de las narraciones posmodernistas. Lo que este proceso llegaría a plantear entonces es que, tal vez, el sentimiento de libertad para abrir la escena a lo posible propiciado por el juego de la imaginación es sólo efectivo en términos receptivos y dirigido inevitablemente hacia el espectador, pues los personajes dramáticos no parecen ser capaces de aprehender las posibilidades que ofrece esa libertad.
Las obras teatrales de Sam Shepard no son resolutivas, raramente proporcionan la satisfacción autocomplaciente que supone atar todos los cabos de los conflictos dramáticos presentados en escena: plantean muchas más preguntas, a menudo, que las respuestas que son capaces de proporcionar. “Ideas emerge from plays, not the other way round” (1977, 50), asevera Shepard. La exploración iniciada en la década de los sesenta plantea ya cuestiones como si el aunar la viveza figurativa del lenguaje poético y la escenificación del acto de imaginar en su faceta más común pueden producir una alteración subrepticia del potencial de nuestra capacidad de imaginar: si la acción de imaginar es una actividad liberadora para los personajes o lo es solamente para la audiencia. La exploración autorreflexiva llevada a cabo en las obras más experimentales parece apuntar a que tal vez sea sólo en el proceso de recepción donde esta libertad pueda tener un sentido pleno, o al menos, llegar a su máximo desarrollo.
El rumbo tomado a partir de la segunda mitad de la década de los setenta en la representación y la valoración de la actividad imaginativa de los soñadores shepardianos parece confirmar que, en efecto, ésta no sólo era una mera preocupación del dramaturgo sino que Shepard llegaría, con sus obras de los ochenta, si no a adoptar una postura moral sobre ella, sí a la necesidad de cuestionarla de un modo que antes había sido obviado. A partir de la década de los ochenta, y sobre todo con el estreno de A Lie of the Mind en 1985, parece producirse un punto de inflexión en la carrera dramática de Sam Shepard, un cambio que comportaría una transición hacia la necesidad de explorar otros territorios dramáticos, y cuestiones éticas hasta entonces no contempladas. La propensión a fantasear que había distinguido a los personajes masculinos durante dos décadas, no sólo se pondría en cuestión, sino que se intentaría soslayar y juzgar para dar paso a nuevos planteamientos dramáticos. En esta mutación fueron determinantes tanto la aproximación a las convenciones dramáticas del realismo para la exploración de la herencia genética que emergió en las denominadas “obras familiares” del autor – Curse of the Starving Class (1977), Buried Child (1978), True West (1980), Fool for Love (1983) y A Lie of the Mind (1985)– como el importantísimo calado que tendría el deseo de explorar “el lado femenino de las cosas” (Shepard en Rosen 1993, 7-8) y la creación, por primera vez, de personajes femeninos dotados de una voz propia y muy crítica con la imposición de una oprimente mirada masculina. La figura del fantaseador –el narrador compulsivo que en las obras de la década de los sesenta había construido sobre sus ensoñaciones su propia supervivencia– se fue transformando en un “willing fantasist” (Fernández-Caparrós 2014, 261), un fantaseador obsesivo atormentado por creer en imágenes fuertemente connotadas emocionalmente, imágenes que serían finalmente identificadas como “mentiras de la mente”, poniendo un mayor énfasis así en el carácter ilusorio, delusorio y potencialmente dañino de la capacidad de imaginar, más que en su capacidad creativa. Si a partir de A Lie of the Mind se produjo una deflación en la valoración y la exploración de los procesos imaginativos, es importante recalcar también el lirismo con el que el dramaturgo fue componiendo una alternativa para explorar una discreta poética de la conciliación en obras como When The World Was Green (1996), Eyes for Consuela (1998), Ages of the Moon (2009) o la más reciente Heartless (2012).
Читать дальше