Ana Fernández-Caparrós - El teatro de Sam Shepard en el Nueva York de los sesenta

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El teatro de Sam Shepard en el Nueva York de los sesenta: краткое содержание, описание и аннотация

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Sam Shepard (1943) llegó a la ciudad de Nueva York en 1963, en un período de intensa experimentación y renovación de las artes escénicas. Tras estrenar sus primeras piezas teatrales en el Theatre Genesis de la iglesia de St. Mark's in-the-Bowery, el joven dramaturgo se entregó con fervor a la libertad creativa propia de la escena del Off-Off-Broadway neoyorquino durante toda la década de los sesenta. Este volumen estudia cómo sus obras breves de este período se trasladaron a los escenarios, con una viveza sin precedentes en la tradición dramática estadounidense, una sensibilidad contracultural y juvenil que tomaba como referencia el lenguaje musical del rock y los iconos de la cultura popular. En estas obras se encuentra el origen de toda una poética de la imaginación escénica: una apertura hacia lo posible.

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Desde sus primeras obras, como Chicago (1965), Icarus’s Mother (1965) o Red Cross (1966), Shepard estaba trasladando al teatro el talento de los grandes narradores para evocar imágenes vívidas, creando así eventos teatrales poco corrientes debido a su sobrecarga narrativa, que ponderaba entonces la mímesis perceptiva de la imaginación mucho más de lo que suele ser habitual en la dramaturgia realista. La cuestión sobre la que apenas se ha inquirido críticamente es sobre el modo en que esto se articulaba en escena: a través del exceso imaginativo de unos elocuentes personajes. Chicago puede que sea la obra en la que la escenificación de la acción imaginante pura es más hiperbólica y más evidente. Cómo se llevaba a cabo esa representación es crucial, porque no se trataba de una sofisticada representación de las fantasías del protagonista. Shepard se arriesgó a lo que es casi una osadía en términos de acción dramática, haciendo que Stu narrase sus extravagantes fantasías sin salir de una bañera, y que todo el evento dramático consistiera y girase en torno a ese relato dramáticamente estático. Lo que durante unos cuarenta minutos se mostraba a los espectadores era sencilla y llanamente a un joven fantaseando en voz alta y, por lo tanto, a lo que se les invitaba, en el teatro, era a compartir e imaginar ellos mismos las fantasías de Stu. Someter a los espectadores a un proceso de visualización inusual en el teatro, propio más bien de la narrativa, cautivó a varios críticos teatrales en los sesenta, aunque un análisis crítico pormenorizado de las implicaciones de esta predilección no se llevó a cabo hasta la década de los noventa, cuando se publicó el libro de Deborah Geis Postmodern Theatric(k)s: Monologue in Contemporary American Drama , que contiene un extenso capítulo dedicado al análisis y a la evolución de las formas monológicas en la obra de Shepard. Puesto que el lenguaje dramático de seductora evocación ya ha sido objeto de análisis crítico, el propósito de este libro es complementar y ampliar la literatura existente poniendo un mayor énfasis en algo cuya importancia parece haber pasado desapercibida: que aquello que estas obras estaban mostrando con tanta inmediatez y sencillez en escena era la capacidad de imaginar, con todo su potencial y todas sus limitaciones, y que el hecho de que el teatro de Shepard creara desde sus orígenes un encuentro diferente con la audiencia se debe, en gran medida, precisamente, a su interés por la imaginación de sus personajes y su consecuente escenificación.

Una mirada panorámica a la obra de dramática de Sam Shepard desde 1964, año en que se estrenaron sus primeras obras, nos permite percatarnos de la recurrencia en crear personajes construidos y definidos no por lo que hacen o por lo que piensan, sino por lo que visualizan, por lo que imaginan, por lo que sueñan: se trata de unos personajes que son, esencialmente, fantaseadores y soñadores. Aunque pudiera parecer que la preferencia por el placer de las ensoñaciones imaginativas es característica solamente de los fantaseadores/narradores compulsivos de las obras de la década de los sesenta, una lectura atenta permite corroborar que su obsesión por lo que diversos personajes en varios textos posteriores denominan como “[to] dream things up” 5 se perpetuaría como uno de los motivos recurrentes de la dramaturgia de Shepard. Como explica indignado el personaje recluido en su mansión, Henry Hackamore, a su sirviente Raul en la obra de 1978 Seduced – cuando este último intenta convencer al decrépito millonario de que le vendría bien subir las persianas y ver el mundo exterior– no es la decepción lo que mueve su pasión por la visualización y el diseño imaginativo, sino que se trata de una preferencia y, por tanto, de una elección premeditada:

HENRY: I’m always seeing things! The room’s got nothing to do with it. I was seeing things before you were born. Before I was born I was seeing things. I prefer seeing things to having them crash through my window in the light of day. It’s a preference, not a disappointment (Shepard 1984, 238).

La descripción que hace Henry Hackamore de su elección vital puede ser considerada imprecisa, como equívoca era la afirmación de Shepard en el artículo publicado en TDR ya mencionado acerca de su interés por un uso de las palabras para que éstas evoquen visiones “en los ojos” del público, en vez de en su mente . Lo que Henry Hackamore denomina como la preferencia por la visión es una predilección deliberada por la representación imaginativa, por el afán de conceder una posición privilegiada a las imágenes subjetivas surgidas de la interioridad, por la visión imaginada y por lo tanto creada a medida, antes que a la aceptación de la contingencia de lo percibido por los sentidos o de aquello que acontece en la realidad escénica circundante. La que podemos denominar entonces como la preferencia por la visualización o por las figuraciones de la imaginación es extensible, si la entendemos en un sentido amplio, a casi todos los protagonistas del teatro de Shepard. Se trata de una preferencia que pone en entredicho la tradicional distinción binaria entre visión y visualización, entre el orden de lo imaginario y el orden de lo real, y que llama la atención sobre el hecho de que aquello que vemos emocionalmente con los ojos de la mente es tan poderoso e incluso más pujante que lo que realmente llegamos a ver con nuestros propios ojos, en la forja de nuestras creencias: una preferencia cuyas implicaciones ontológicas, epistemológicas, estéticas, éticas y culturales han constituido una indagación recurrente en la dramaturgia de Shepard.

El talento de Shepard para “evocar visiones en los ojos de la audiencia” (Shepard 1977, 53) a través de un lenguaje verbal de extraordinaria vivacidad imaginativa es el modo más visible con el que Shepard inició su exploración intuitiva de la representación escénica de la acción imaginante pero, como veremos, no el único. El interés por la exploración de las imágenes de la interioridad se perpetuaría a lo largo de toda su carrera y al considerar el teatro del dramaturgo en su totalidad nos percatamos, en primer lugar, de que su interés por lo que podemos denominar como la topografía y la iconografía de la imaginación está estrechamente vinculado a la exploración de territorios emocionales. Esta inclinación intuitiva por la exploración y la representación escénica de las múltiples facetas de la vida imaginativa se fue renovando y transformando a lo largo del tiempo: la obra de Shepard es una obra profundamente experimental y la indagación adquiriría múltiples matices y connotaciones con el transcurso de los años, transformándose continuamente. Ella no emerge en todos y cada uno del medio centenar de textos teatrales que componen el corpus shepardiano, pero ha perdurado durante cinco décadas.

La década de los sesenta es el período en el que, si efectivamente podemos argumentar que hay en la obra dramática de Shepard una auténtica poética de lo imaginario, ésta se mostró con más intensidad. El presente volumen se centra en esta primera etapa de la indagación experimental y traza una suerte de genealogía crítica de la exploración y la representación de las formas de la imaginación, tanto lingüísticas, como corporales, visuales o metafóricas. A través de ella se puede apreciar la versatilidad del autor a la hora de renovar la búsqueda de formas simbólicas con las que expresar obsesiones recurrentes. Al usar como soporte crítico teorías contemporáneas de la imaginación presentadas en los capítulos cuarto y quinto –las de Kearney, Bachelard, Ricoeur, Sartre o Castoriadis, entre otras– comprobamos cómo el teatro de imágenes de Shepard estaba trasladando intuitivamente al escenario cuestiones que han preocupado a los pensadores de la civilización occidental desde sus orígenes, y cómo, en definitiva, estas obras corroboraban la naturaleza tremendamente contradictoria y ambivalente de la capacidad humana de imaginar. Si, por una parte, la innovación semántica propia de la acción de imaginar es un modo con el que unos personajes tragicómicos lograban dotar de sentido, al menos momentáneamente, a su precaria existencia, la aventura imaginativa, por otra parte, en su carácter ilusorio, tampoco podía llegar a erigirse en una estrategia dotada de transcendencia. Más allá de ello, la idoneidad de establecer los estudios sobre imaginación como marco crítico para la lectura de estas obras se debe a que es un paradigma cuya mayor virtud es su flexibilidad, su amplitud y su potencial de inclusión. Poner el punto de mira en la acción imaginativa desplegada en escena no sólo no impide, sino que permite incorporar con mucha libertad las aportaciones de la literatura crítica previa, complementarlas y revalorizarlas para además arrojar luz sobre las implicaciones de la acción dramática pura y sobre aquello que une obras aparentemente tan diferentes: su fascinación por el inmenso alcance de la función imaginativa.

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