José carlos Rueda Laffond - Memoria Roja

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Este libro propone un recorrido sobre la cultura comunista entendida como lugar de memoria. Se aproxima a las narrativas históricas producidas y manejadas por el Partido Comunista de España entre el 14 de abril de 1931 y el 15 de junio de 1977. La II República y su legado. La Guerra Civil y la reconciliación nacional. La bolchevización y la desestalinización. El franquismo y la Transición democrática: unos contextos que sirvieron de eslabones para situar un pasado que no pasaba y que actuó como espacio de identidad tanto en el exilio como en el interior. La hipótesis esencial remarca la flexibilidad de la memoria comunista y la capacidad de adaptación de unas profundas huellas de recuerdo y reconocimiento que actuaron como hilos conductores durante décadas. Para entender ese fenómeno, el libro explora la singularidad de la memoria de partido, sus derivas generacionales, el peso de los relatos orgánicos o la diversidad de declaraciones autobiográficas propias del sujeto comunista.

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La experiencia de 1936-39 proporcionó, además, un vector discursivo y sentimental que acabó por erigirse en columna vertebral y gran aglutinante del relato de memoria comunista: el antifascismo, cuya formulación seminal tomó forma, y fue objeto de primera socialización, antes del verano de 1936. La perspectiva adecuada para comprenderlo es la que sitúa a este vocablo en términos de una metanarrativa –o una «sobrecultura» o «supercultura», según los conceptos sugeridos por Gilles Vergnon– con gran recorrido temporal. La noción de antifascismo se articuló y desplegó durante decenios como gran marchamo con implicación y reconocimiento transversal en el heterogéneo espacio de la izquierda y estuvo dotada de notable sesgo transnacional. Todo ello facilitó un compendio de estrategias apelativas nutridas de imágenes, liturgias, repertorios de acción y registros de evocación que, no solo en España, regresaron una y otra vez a los años treinta entendiéndoles como escena primordial y núcleo histórico ante diversas situaciones de presente. En ese escenario siempre figuró la guerra de España en una posición sobresaliente.

Dicha relevancia estuvo asociada desde 1936 con la lectura comunista sobre la esencia sustancialmente antifascista de la Guerra Civil. Sus narrativas insistieron en una pronta cualificación del conflicto como lucha dotada de cualidades morales y épicas inexorablemente ligadas a una lógica explicativa de la violencia (una guerra justa), del patriotismo (una guerra de independencia nacional contra el invasor) y del empoderamiento popular (una guerra con naturaleza revolucionaria susceptible de alterar el orden socioeconómico). 15 Esa visión se proyectó durante décadas posteriores, extendiéndose a la hora de categorizar la esencia del franquismo o sus rasgos estructurales como régimen político y como entramado de poder social y económico. En paralelo, la lucha contra la dictadura se definió como preámbulo y versión local de la épica de las Resistencias europeas cristalizadas durante la Segunda Guerra Mundial. También desde mediados de 1936 se llenó de contenido una categoría explicativa –república de nuevo tipo–, derivada de aportaciones de Georgi Dimitrov y Palmiro Togliatti. Dicha etiqueta, que aludía a las especificidades de las transformaciones vividas en zona republicana, presentó una dilatada genealogía como lugar de memoria que alcanzó, con distintas inflexiones de sentido y significación, el año 1977.

La huella de la Guerra Civil, entendida como alusión explícita o presencia ausente, compuso un hilo de largo recorrido entre los años de la dictadura y la Transición. Sin embargo, sus claves de comprensión estuvieron sometidas a inflexiones y modulaciones ligadas a los cambios de táctica política y a otros vaivenes coyunturales. Durante la Guerra Civil se generaron poderosas visiones mnemónicas de rango fundacional, mientras que el trauma de la derrota y las duras polémicas vividas en el antiguo campo republicano agudizaron el peso de las sombras del enfrentamiento.

Pero, según pasaba el tiempo, el presente se convertía en pasado e iba incorporando otros elementos de significación que tendían a matizarlo o redefinirlo. En esta lógica, el cariz otorgado a la Guerra Civil se fue reformulando en virtud de la conversión de las prácticas del antifranquismo en elemento de reflexión donde se entrelazaban la legitimación histórica y las implicaciones derivadas de diagnósticos de presente o expectativas de futuro. En paralelo, entre 1939 y finales de los años sesenta diversos dirigentes actuaron como historiadores oficiales. Ese rol de autoridad –reforzado por sus intensos atributos simbólicos y emotivos– fue jugado por Dolores Ibárruri, pero también por Vicente Uribe, Antonio Mije o Santiago Carrillo, así como por figuras de segundo nivel o que podrían definirse como intelectuales orgánicos del partido (Federico Melchor, Jesús Izcaray o Eusebio Cimorra, entre otros). En la codificación e interpretación de la guerra, la experiencia republicana o la del franquismo jugaron un papel esencial como voces autorizadas encargadas de fijar y modular claves de valoración desde un apabullante corpus de escritos en forma de informes, ensayos o artículos de divulgación política.

La inflexión interpretativa es uno de los rasgos tradicionalmente atribuidos a la política de reconciliación nacional formulada entre la primavera y el verano de 1956. En ella la dirección del PCE realizó una relectura de la Guerra Civil y de sus efectos actualizando los diagnósticos sobre la dictadura y las vías para lograr su superación. Pero esta misma política, que surgió con nítidos objetivos de corte táctico, también acabó adecuándose a los nuevos escenarios de presente. El vocablo reconciliación nacional sufrió una cierta hibernación durante la segunda mitad de la década de los sesenta hasta resurgir con fuerza en el entorno inmediatamente posterior a la muerte de Franco, en particular entre los últimos meses de 1976 e inicios de 1977. A finales de enero de ese año, tras la matanza de los abogados laboralistas de la calle de Atocha, las alusiones a la reconciliación nacional se multiplicaron en el discurso público del PCE, si bien su sentido preciso no reflejaba un calco exacto de lo afirmado, ni menos aún de lo planificado, en 1956.

En el contexto de la Transición la elusión selectiva, e incluso la amnesia, afectaron a determinados aspectos del viejo discurso institucional del PCE. El más evidente fue el silenciamiento paulatino de la reivindicación republicana. Pero incluso antes de noviembre de 1975 se fueron neutralizando otros aspectos. El partido no abordó, por ejemplo, el análisis sobre el peso que tuvo en los años treinta el relato antitrotskista, la cuestión de la represión del POUM o el impacto en el movimiento comunista del acuerdo ger-mano-soviético de agosto de 1939. En cambio, durante el tardofranquismo y en la Transición continuó retroalimentándose el relato crítico engarzado con la tradición de exaltación poumista, una narrativa que también procedía de la Guerra Civil. Esta visión figuró a finales de los años setenta incluso en forma de best seller divulgativo con declarado tono anticomunista ajustado a los esquemas interpretativos de la Guerra Fría. 16

En dicho escenario el PCE ni revisó ni reivindicó algunas de sus afirmaciones más polémicas, como la visión aparecida en el verano de 1940 en España Popular , una de las cabeceras más importantes de su prensa del exilio. En un mismo número se glosaron la muerte de Trotsky y el pacto germano-soviético. El asesinato del dirigente bolchevique fue imputado a las «manos de uno de los aventureros de su banda, (puesto que) entre gánsteres caen los gánsteres». En la página siguiente se reprodujo un artículo de Izvestia que justificaba el pacto con Berlín como muestra de «que las diferencias ideológicas y la diferencia del sistema estatal no (son un) obstáculo infranqueable para el establecimiento de relaciones amistosas». 17

La principal polémica respecto al POUM vivida en los últimos años no tuvo ya un carácter explícitamente político, sino historiográfico. Tomó forma a inicios del siglo XXI como reacción al análisis propuesto por Antonio Elorza y Marta Bizcarrondo en su obra Queridos camaradas . Ambos autores exploraron las consignas precisas llegadas a España desde la élite ejecutiva de la IC, aunque partiendo de la consideración de que los «poumistas dista[ron] mucho de ser esos ángeles de la revolución que [han descrito] sus apologistas». A continuación repasaron críticamente el coste del revolucionarismo del POUM entre julio de 1936 y la primavera de 1937. A la durísima reacción inicial de Pierre Broué, erigido en explícito defensor de aquel partido, le siguió toda una cascada de desestimaciones contra el marco de interpretación de Elorza y Bizcarrondo por parte de otros historiadores o publicistas que les acusaron de falseamiento de la historia, criminalización del POUM y de reproducir los mismos argumentos de «los estalinistas» de finales de los años treinta. 18

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