Emilio Sales Dasí - Blasco Ibáñez en Norteamérica

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Blasco Ibáñez en Norteamérica: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1919 Vicente Blasco Ibáñez viajó a Estados Unidos, laureado por un éxito espectacular. ¿Fue acaso un inesperado golpe de fortuna lo que convirtió «The Four Horsemen of the Apocalypse» en todo un fenómeno editorial que iba a permitir a Blasco sumar un interesante nuevo capítulo a su hasta entonces novelesca biografía? Sea cual sea la respuesta, el triunfo del escritor en Norteamérica repercutió decisivamente en su trayectoria artística y personal, y al mismo tiempo contribuyó a despertar el interés hacia la literatura española al otro lado del Atlántico. Desde el estudio de la prensa de la época, este volumen se propone un reencuentro con el Blasco convertido en figura mediática, e incluso reclamo publicitario, en la república estadounidense, allí donde las traducciones y adaptaciones cinematográficas de sus libros o sus colaboraciones periodísticas fueron cotizadísimas. La reconstrucción de un itinerario que también tuvo escalas en México y Cuba se acompaña de diversos textos que afianzaron la imagen cosmopolita del novelista, y que, por haber sido redactados en inglés, fueron y siguen siendo desconocidos para muchos de los lectores en castellano.

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Como cabía esperar, la vocación republicana del escritor debía materializarse de un modo u otro. Contaba con un populoso auditorio con el que era fácil hacerse entender. Además, él por su parte siempre tenía preparado un guiño para despertar las simpatías de sus interlocutores. Como cuando manifestó que en España pocos se acordaban de la guerra con los Estados Unidos a raíz de la independencia de Cuba, una rivalidad que había sido promovida por los sectores conservadores de su país y contra la que él se rebeló hasta el extremo de ser encarcelado 77. Ahora bien, sus halagos hacia la república norteamericana y hacia la perfección del sistema de gobierno estadounidense no respondían a un mero deseo de agradar. Estaban basados en la creencia de que un régimen republicano era capaz de poner remedio a sus propias deficiencias, mientras que en las monarquías del Viejo Mundo los defectos se institucionalizaban y, con el tiempo, era necesario derrocarlas. A la vez que realizaba consideraciones sobre asuntos de elevado calibre, no obstante, Blasco no perdía la ocasión de poner en práctica sus dotes inductivas e intentar captar en determinados hábitos del individuo norteamericano el reflejo de su carácter genuino. Así, su peculiar forma de reír, abriendo estruendosamente la boca, era signo de su talante franco y sincero. Por otra parte, su modo de fumar, triturando el cigarro y lanzándolo cuando solo había consumido la mitad, remitía a la liberalidad con gastaba el dinero que, en teoría, había ganado de manera sencilla 78.

Todavía quedaba un amplio abanico de motivos sobre los que la prensa deseaba pulsar su opinión. Al fin y al cabo, el continente europeo había sido azotado recientemente por grandes convulsiones: la Gran Guerra, la revolución bolchevique; y, asimismo, el clima que se vivía en España por aquellas fechas se presagiaba bastante conflictivo. A esto último también se refirió Blasco, después de dejar bien sentado su rechazo hacia Alfonso XIII. De acuerdo con su orientación republicana, negaba la posibilidad de que este u otro monarca se definiese por su actitud liberal. Por momentos, el que había sido diputado, aunque se confesaba enemigo acérrimo del político profesional, recordaba con sus afirmaciones al joven agitador que escribía artículos furibundos en su diario El Pueblo . Ahora como entonces utilizaba argumentos muy similares. Era falso suponer que en España el régimen monárquico se mantenía gracias a la popularidad de Alfonso XIII. El país ansiaba despertarse republicano. Sin embargo, había un obstáculo insalvable. El rey se apoyaba en un ejército profesional desconectado de las aspiraciones populares e identificado con el tipo monárquico alemán. Ante el poder de las ametralladoras era imposible pensar en el estallido de una revolución 79.

En España aún no había democracia. En cambio se había entablado una lucha de clases, para la cual la única arma de la que disponía el obrero era la huelga. Ese era su único instrumento, nunca una solución, para reaccionar contra el sistema vigente. Además, en la agitación laboral de las dos primeras décadas del XX en España repercutió también el avance del movimiento obrero internacional. Blasco lamentaba la violencia desatada en Barcelona, en 1919, con huelgas, enfrentamientos y cierre de fábricas 80. En principio, esta agitación sindicalista estaba limitada a la Ciudad Condal y a Valencia, aunque amenazaba con extenderse por toda España. Tenía entre sus líderes a figuras como Pestaña y Seguí, quienes, sin haber sido estimulados por los revolucionarios rusos, defendían ideas bolcheviques y anarquistas. Con riesgo de caer en la generalización, Blasco identificaba como causa principal de las violentas protestas la negativa de los patrones a retribuir a sus trabajadores con la parte que les correspondía de las ganancias obtenidas durante la Gran Guerra. El gobierno español apenas podía hacer nada para solventar la crisis, porque, aparte de su debilidad, su conservadurismo era un obstáculo para emprender las necesarias reformas económicas. Mientras tanto, el papel de la Iglesia en el conflicto era mínimo. Su influencia se hacía sentir en las zonas rurales, pero en ciudades como Barcelona los obreros eran pensadores libres.

Si bien la problemática enunciada preocupaba al novelista, no por ello dejaba de reconocerla como una ramificación del gran peligro que se cernía a nivel internacional: «already may be heard the thunderous gallop of a fifth horseman, from whom there is no escape the Class War, the Social Revolution!» 81. Convertido en profeta, Blasco dedicó varias de sus conferencias a hablar de esta nueva amenaza que sacudiría a todo el mundo, un enfrentamiento entre capitalistas y trabajadores que, pese a derivar en una guerra diferente a las conocidas, iba a extenderse como una pandemia, con períodos violentos y períodos de tregua, implicando a muchas generaciones, sin que hubiera que culpar a ninguno de los bandos en conflicto, ya que la única responsable de la disputa era la naturaleza humana.

Ciertamente, como expresaría en más de una ocasión, Blasco interpretaba la situación mundial con evidente pesimismo. La civilización humana todavía se hallaba en uno de sus primeros estadios, quizá en su juventud, porque todavía no había logrado imponerse el sentido común como garante del progreso. Buena prueba de ello era el descontrol abusivo a que se había lanzado Europa en pos del lujo, la sensualidad y la extravagancia 82. Para poder sostener este derroche se emitía cada día papel moneda de escaso valor, con el riesgo consiguiente de que la inflación provocara una sonada bancarrota de la economía global, pues solo una Europa laboriosa y convencida de la necesidad del ahorro podía seguir asegurando las transacciones comerciales con los Estados Unidos y, por tanto, la estabilidad del sistema financiero.

La conmoción suscitada por la Gran Guerra había tenido unos efectos indeciblemente catastróficos, unas repercusiones cuya gravedad no podía cifrarse, en exclusiva, en el número aterrador de cadáveres o en las imágenes de destrucción difundidas por la prensa. A estas realidades ya de por sí espeluznantes había que añadirles la reacción desconcertante de los países involucrados en la contienda, que buscaban la paz sin encontrarla, porque cada gobierno enmascaraba con palabras vacías sus particulares intereses. Pero, sobre todo, subrayaba el escritor, la Gran Guerra propició el triunfo de la revolución soviética. En la Costa Azul, Blasco se relacionó con numerosos rusos que huyeron de su país tras la caída del régimen zarista y tenía una percepción, más o menos unilateral, de las transformaciones de todo tipo instauradas por el comunismo, en especial, de las actuaciones del gobierno liderado por Lenin contra la propiedad privada. Varios meses después de su llegada a Nueva York, el novelista desarrollaría más por extenso su hostilidad hacia las doctrinas bolcheviques en artículos que se reproducen en páginas posteriores 83. Antes de escribirlos es fácil especular con que sus comentarios sobre la peligrosidad de la revolución soviética chocaban frontalmente con su complacencia a la hora de ostentar su condición de fundador de pueblos, y de constructor y dueño de varias casas: «I have a house in Valencia, where I was born, a house in Madrid, a chateau in Malvarrosa in the Mediterranean, a villa in Nice and a house in the Rue Rennequin» 84.

En cierta forma, la predilección que Blasco sentía por el pueblo estadounidense residía en el hecho de que allí era posible consumar eso del «sueño americano», allí se le abrían las puertas para que tanto su economía como su reputación crecieran. Esto es, una versión en clave personal de la idea de progreso. En pleno otoño neoyorkino, con singular entusiasmo estaba dispuesto a emprender un periplo incesante, jalonado de desplazamientos, conferencias y actos públicos. Si acaso, por aquellas fechas, seguramente echaba en falta el sabor de la nicotina. Antaño fumaba más de veinte cigarros al día, también de los grandes. Pero el médico ya no le permitía tales excesos. Por eso se tenía que conformar con llevarse a la boca un cigarrillo de imitación, de color ámbar, hecho de madera.

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