Pero en El fugitivo (Richard Kimble) la máscara y el desdoblamiento sobreviven. El accidente es doble: primero el asesinato de su esposa que cambia su vida; segundo el accidente del tren que le permite escapar y lo salva de morir en manos de una “justicia ciega” (“an innocent victim of blind justice”). El fugitivo se cambia de identidad (nueva mascara) y huye de la policía. El fugitivo es un doctor honorable/convicto, un perseguido/liberado, etc. Es decir, es el correcto ciudadano que realiza el sueño de la clandestinidad, la dualidad que está en la fundación misma de Estados Unidos: la legalidad y la desobediencia, la justicia propia e irracional del oprimido y la justicia formal, “políticamente correcta” del opresor.
La creciente secularización que sigue a la revolución francesa y a la revolución industrial (ver Eric Hobsbawm) significó una lucha contra los poderes teocráticos que dominaron las sociedades occidentales. Pero al mismo tiempo el vacío es ocupado por una naturaleza científico-tecnológica que suplanta la antigua función de las iglesias en la articulación de un discurso mítico. Superman siempre aparece del cielo cuando la víctima lo necesita —en ocasiones la víctima ruega su ayuda—, lo cual es un claro sustituto de Dios, sobre todo del Dios del Antiguo Testamento que promete justicia aquí en la tierra, no en el más allá de cristianos y musulmanes.
En la dislocación, el discurso y la acción no coinciden o son, con más frecuencia, contradictorios. Razón por la cual Superman no habla, actúa. Como la tormenta que cambia el rumbo y el destino de los peregrinos del Mayflower en 1620, el destino de un individuo, de un grupo y de un pueblo está definido por la doble dinámica del desdoblamiento que ocurre a partir de un accidente, real o imaginario.
Perros, gatos y ratones
También los personajes centrales del mundo de Walt Disney o de Hannah Barbera son tanto más reales —más centrales— cuanto más híbridos, mutantes o transvertidos. Esta naturaleza central, esta híper realidad está rodeada y enmarcada por seres secundarios: animales que parecen animales y humanos que parecen humanos.
Si la milenaria historia del arte ha insistido que los seres humanos se pueden retratar de la cintura para arriba, aquí los humanos aparecen de la cintura para abajo. Aun cuando se ven, sus rostros no son los rostros de dioses sino de seres ingenuos, casi tontos e incautos de las tramas que los astutos personajes híbridos — los nuevos reales— están desarrollando. Igual de torpes e incautos son los animales que parecen animales.
En el “mundo real” de los humanos, los perros representan la autoridad, la amistad y sobre todo la fidelidad. Por esta razón, y porque no surge del mundo latino sino del anglosajón, al ingresar al “mundo real de la ficción” los perros generalmente asumen profesiones de guardias y de policías. No es paradójico que estos roles no representen la astucia sino la ingenuidad. Para la tradición cristiana —no para el Iluminismo—, la ingenuidad y la inocencia son virtudes; la astucia es un atributo del ángel caído. La ley —la obediencia— es ingenua; el delito es astuto. La “ingenuidad del guardián” permanece como un valor ético positivo. No obstante, esta es otra máscara de la realidad.
Los ratones comparten con los gatos el centro del “mundo real de la ficción”. Son tanto más reales cuanto más híbridos. Las asociaciones temporales de ratones y perros se realizan por la astucia del ratón, no del perro. De esa forma los más débiles del grupo (los ratones) obtienen seguridad y protección de los más fuertes (los perros) contra la persecución de los poderes intermedios (los gatos).
En el tablero internacional, estos estamentos del poder tienen su paralelo en la serie poder imperial/gobiernos periféricos/resistencia marginal.
La dislocación y la máscara consisten en atribuirle a una realidad valores inversos para crearla y reproducirla. No es el poder la fuerza ingenua sino quien actúa con astucia o, más bien, con la lógica de construcción/destrucción que poco o nada tienen de obra personal.
El poder hegemónico es presentado con un atributo contrario al real: la ingenuidad y la bondad, la defensa del más débil en lugar de la agresión mientras que las segundas categorías de la jerarquía son los depositarios de toda la maldad del sistema de poderes.
Este modelo no es exclusivamente anglosajón. Se ha repetido a lo largo de la historia. En la España imperial, desde la ensayística política de Quevedo ( Política de Dios , 1626), la literatura de ficción de Cervantes ( El Quijote , 1605), el teatro de Lope de Vega ( Fuente Ovejuna , 1619) hasta las denuncias de Bartolomé de las Casas ( Destrucción de las Indias , 1552) y las crónicas de Guamán Poma de Ayala ( Nueva crónica y buen gobierno , 1615), lo que se consideraba el máximo poder político y moral, los reyes, nunca son puestos en tela de juicio ante un reclamo. Es más, todos los reclamos por las violaciones, las opresiones, las injusticias y las explotaciones son dirigidos a los reyes como reclamos contra los virreyes o los gobernadores.
La historia de la guerra de independencia de Estados Unidos no es diferente a esta historia ni es diferente a la historia embrionaria de las independencias hispanoamericanas. Hasta el célebre Common Sense (1776) de Thomas Paine, todos los argumentos y probablemente todas las intenciones de los americanos alzados en rebelión contra el imperio británico —incluido G. Washington— no iban dirigidos al rey George III sino a los mandos medios de la estructura jerárquica: el parlamento y sus ministros.
Los reyes —los perros— representaban un poder legal, legítimo y más bien ingenuo. De hecho, solían ser la encarnación de todo esto, como Carlos II, el rey idiota. Los mandos medios, los ministros y gobernadores, los recaudadores de impuestos y correctores, eran los verdaderos déspotas gatunos.
Para el posterior análisis marxista, el rey ni siquiera era el perro que sostenía el monopolio del poder sino un instrumento más de opresión y explotación —junto con los gatos— de un sistema impersonal, el capitalismo. Para nuestro análisis, el poder necesita ejercitar un permanente ejercicio de travestismo ya que su fuerza radica siempre en su “ostentosa invisibilidad”. El poder puede llegar, incluso, a travestirse de crítico; pero en este caso de alto riesgo solo enfocará su crítica a los mandos medios desplazando la atención de sí mismo.
Cuando el capitalismo industrial evoluciona a un capitalismo de consumo — consumo de bienes, consumo de símbolos—, sus expresiones populares cambian. La expresión mediática toma una voz crítica y paródica. En los años noventa Los Simpson realizan una importante variación al evitar el hibridismo animal y presentar el “mundo real de los humanos” sin el desdoblamiento esperado, por lo cual se constituye en un ejemplo de crítica. Pero es una especie de Lazarillo de Tormes (1554), un testimonio histórico y una parodia social realizada de arriba hacia abajo —los pobres siempre son graciosos— sin la voluntad de ningún cambio.
Al recurrir a la diversión, más que al humor, se neutraliza cualquier posible crítica, convirtiendo un drama real en una comedia fantástica. El objeto de crítica, con sus rostros (demasiado) visibles, desplaza del centro a todo un sistema político, económico y cultural. Homer Simpson es el ejemplo del obrero ingenuo y decadente con una hija inteligente, eterna promesa de un futuro cambio y con un jefe capitalista explotador, a todas luces el (nuevo) chico malo. Pero aquí también el jefe, ambicioso, corrupto y millonario, es un mando medio —uno de los gatos—que concentra todo el mal del sistema que representa. El sistema —no el peor de todos los que ha parido la historia—, como el buen rey, se lava las manos y justifica cualquier dolor, injusticia, realidad mediocre o realidad opresiva ante la existencia de malos mandos medios, por la existencia de los gatos que juegan con los ratones. La relación perro/gato/ratón no está en tela de juicio ya que ha sido establecida por una supuesta naturaleza. Lo que equivale a decir, por un presente sin historia. Un presente incuestionable del cual solo podemos reírnos a carcajadas y soportar en silencio.
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