Jorge Majfud - U.S.A. ¿Confía Dios en nosotros?

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U.S.A. ¿Confía Dios en nosotros?: краткое содержание, описание и аннотация

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Selección de ensayos críticos sobre la realidad económica, cultural y política de Estados Unidos y sus vastas implicaciones internacionales. Entre los temas centrales sobre los cuales el autor ha reflexionado en las últimas dos décadas se cuentan la cultura de las máscaras en el arte popular y en el inconsciente nacional, la hiperfragmentación del individuo, la construcción de la realidad a través de narrativas sociales, el dictado narrativo de los mayores poderes sociales, como lo son el dinero y las castas sociales que nos han llevado progresivamente a una nueva forma de feudalismo, ya no asentado en la propiedad de la tierra sino del capital y las finanzas. En todos los ensayos se puede ver la urgencia de responder al momento histórico, a sus eventos particulares con un permanente esfuerzo por contextualizarlos en un marco histórico mayor, entendiendo que el olvido es una de las principales armas de la violencia moral, social y, finalmente, militar.

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Ahora ¿qué rescato de esta metáfora llamada Nueva York? Muchas cosas. Nueva York es ejemplo de una gran diversidad cultural, política, económica, ética, religiosa, filosófica y artística. Y, no obstante, ni el barrio chino, ni el italiano ni el irlandés necesitan de ningún sentimiento patriótico para sobrevivir como comunidad barrial ni para salvaguardar la existencia pacífica de la ciudad entera. Lo único que necesitan es compartir unos pocos principios morales, muy básicos, como aquellos que anotamos más arriba. Principios que, por supuesto, no compartían quienes estrellaron los aviones en el World Trade Center en el 2001 ni aquellos higiénicos jefes y soldados que violaron prisioneros en Irak o suprimieron aldeas en Vietnam “porque molestaban demasiado”. Pero observemos que una confusión también criminal se produce cuando el mundo musulmán es identificado con este tipo de mentalidad intolerante, terrorista. De esa forma, identificamos al enemigo en el otro, en la otra cultura y, por lo tanto, justificamos nuestro pulcro, higiénico y estúpidamente orgulloso patriotismo, destruyendo la humanidad.

Por supuesto que el mundo no es Nueva York, y muchos lo festejarán. No obstante, con este ejemplo no me refiero a ciertos “valores nacionalistas” que deberían ser extendidos por el mundo sino todo lo contrario: la superación de estos valores arbitrariamente sectarios, tribales que amenazan a la otredad y, con ello, a la raza humana.

El ensayo en cuestión —La enfermedad moral del patriotismo— ha sido reproducido en muchos medios y ha sido recibido de muchas formas. Con elogios y con insultos, con comprensión y con “rabia y orgullo”. Mientras tanto, procuro repetir sobre el teclado lo que fue capaz de hacer el francés Philippe Petit, aquel francés que, con cierto aire delicado, caminando sobre el vacío, de una torre a la otra, nos dejó una lección para la posteridad: el equilibrio y el miedo, la serenidad y el vértigo desesperado, todo, está en la mente humana. De ella depende dejarnos caer en el imponente vacío o sonreírle a los pájaros.

(agosto 2004)

EL RECURSO DEL MIEDO

Robert Kagan, refiriéndose a la oposición de la “vieja Europa” al uso de la fuerza en Irak, escribió: “Cuando no se tiene un martillo, no se desea que nada se parezca a un clavo”. La referencia al martillo alude a la carencia por parte de la Unión Europea de un ejército poderoso (el cual será una de sus prioridades en los próximos años, como resultado del fracaso del Derecho internacional). La refutación ética y dialéctica puede formularse invirtiendo la metáfora: cuando se tiene un martillo —y se carece de escrúpulos— cualquier cosa se parece a un clavo, incluso los seres humanos.

Lo que queda claro, por lo menos, es que las relaciones internacionales continúan basándose, como hace miles de años, en la fuerza, ya sea económica o militar, es decir, en el poder. No quiero decir que en un futuro próximo la psicología de las naciones vaya a cambiar, sino que la unidad fundamental dejará de ser, predominantemente, el país o la nación, para atomizarse en grupos más pequeños hasta concluir en los individuos. Pero en este proceso existe una contradicción implícita: la dominación de las corporaciones y la liberación de los pueblos a través de los individuos. Probablemente estemos viviendo el ascenso de los primeros, y es de esperar su derrumbe a manos de los segundos.

Echemos una breve mirada hacia atrás y veremos parte de este proceso histórico, que no se debe confundir con una especie de neohegelianismo. Para el reformador religioso Martin Lutero, fundador del cristianismo anglosajón, si se me permite, la primera condición para ser amado era la sumisión. Si bien Lutero se había revelado contra la autoridad del Papa y de la estructura vertical de la Iglesia católica, condenó la rebeldía de aquellos que, a su juicio, eran incapaces de ser libres. A pesar de su manifiesto fatalismo, parecería que, muy en el fondo, Lutero hubiese sentido que la predestinación terminaba donde comenzaba el poder. Autoridad con los de abajo y sumisión con los de arriba, era su fórmula y la fórmula de los neoliberales.

En este sentido, para un artesano o para un campesino, era lo mismo someterse a la autoridad del Papa o de un emperador que someterse a la autoridad de un príncipe o del nuevo reformador religioso. Su relación con el poder no había cambiado substancialmente. De hecho, era la misma relación que se había establecido desde los orígenes de los monoteísmos religiosos, base espiritual y psicológica del actual mundo islámico y occidental. Hasta el advenimiento de Cristo, el temor a Dios era más importante que el amor. Abraham es un ejemplo moral en el Génesis porque teme desobedecer a Dios y, por lo tanto, no duda en matar a su hijo como prueba de su fe. Intento por el cual fue históricamente elogiado por la teología y sin duda hubiese sido condenado a prisión o a un manicomio por cualquier juez contemporáneo. Hasta el más ortodoxo abrahamista condenaría hoy a cualquier padre de familia que viniese con la misma historia.

Será Jesús, el eterno subversivo, el que pondrá en tela de juicio todas las reglas éticas y la nueva relación del hombre con la Ley. Entonces el individuo descubrirá, por primera vez, la libertad a través del amor. ¿Cómo es esto? Más allá de una reforma en la concepción de la naturaleza divina, Jesús operó un cambio ético, es decir, un cambio en las relaciones entre los individuos. De la obligación mosaica y sumeria de “no matarás” se pasa a su traducción al positivo de “amarás a tu prójimo”, especialmente si se trata de un pordiosero, de una prostituta o de cualquier otro ser humano marginado por el poder y la moral oficial. Amor, claro está, del todo utópico, si los hay, ya que la humanidad jamás pudo lograr la democratización de este sentimiento, el que se encuentra aún circunscripto a la vida privada y lejos de la vida pública. En el área pública, lo más que los individuos han logrado sentir es compasión por el extraño —probable reflejo del amor propio, ya que un extraño nunca lo es en valor absoluto; un extraño es una variación desconocida de nosotros mismos o de un familiar nuestro, y por ello sentimos dolor por su dolor—. La compasión pública luego se traduce en limosnas y, más tarde, en previsión social. Pero no en amor. Sin embargo, la utopía del amor democrático e indiscriminado es noble, aunque no haya impedido que en los sucesivos siglos los seguidores de Cristo lo hayan predicado con la persecución, la tortura y la muerte. El mismo amor que impúdicamente y sin arrepentimientos proclaman hoy en nuestros países aquellos que fueron cómplices o responsables directos de las violaciones a los derechos humanos más básicos.

Pero lo importante de su reforma —hablo de Cristo, pero no como religioso—consistió en introducir no sólo la libertad a través del amor, sino también a través de cierta racionalidad en la interpretación y en la reforma de las leyes inamovibles de las Sagradas Escrituras. Hecho que, por lo menos, resulta milagroso desde un punto de vista teológico: la posibilidad de cambiar una orden dictada por Dios usando la razón y el análisis ético, es decir, la libertad individual. Esta idea podríamos demostrarla citando pasajes bíblicos, pero no es el momento ahora.

Es interesante observar que hasta hoy la enseñanza de Jesús ha sido sólo un paréntesis en la historia de la humanidad. Por lo general, el espíritu autoritario y la orden de sumisión al Poder —al padre, al Estado— han prevalecido. Tanto como para que, desde tiempos faraónicos hasta Bordaberry, pasando por “reformadores” como Martin Lutero, se haya considerado el poder como un don de origen divino, sin importar si procedía de un rey sabio o de un tirano impiadoso. “Aun cuando aquellos que ejercen la autoridad fueran malos o desprovistos de fe —escribió Lutero—, la autoridad y el poder que esta posee son buenos y vienen de Dios” (Römerbrief).

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