Otros autores, en cambio, como es el caso de Ian Shapiro, entienden el dominio como el resultado de un ejercicio ilegítimo del poder (Shapiro 2003: 53). Este ‘ejercicio ilegítimo’ conlleva en numerosas ocasiones “advertencias, amenazas, intimidación y, en casos extremos, el empleo de la violencia” (Hunter 1953: 247). El uso del poder para someter a otras personas ha sido muy estudiado por los filósofos sociales y políticos, pero ya Spinoza proporcionaba, casi cuatro siglos atrás, una precisa disección de los métodos por medio de los cuales los quienes tienen poder someten a quienes no lo tienen:
Un hombre tiene a otro en su poder cuando lo tiene sometido, cuando lo ha desarmado y privado de los medios necesarios para defenderse o escapar, cuando provoca temor en él o cuando ha conseguido ponerlo a su servicio de tal manera que prefiere complacer a su benefactor antes que a sí mismo y prefiere guiarse por el juicio de su benefactor antes que por el suyo propio. Quien tiene a otro en su poder por medio de la primera o segunda vía, controla su cuerpo tan solo, pero no su mente; mientras que quien emplea las vías tercera o cuarta ha puesto bajo su dominio tanto su cuerpo, como su mente, pero solo mientras se mantenga el temor o la esperanza. Una vez que uno u otro han desaparecido, el segundo hombre toma posesión se sí mismo. (Spinoza 2007 [1677]: 273-5)
Spinoza añade, además, que una persona puede verse sometida a otra cuando la segunda influye en las opiniones y preferencias de la primera, hasta el punto de impedirle razonar correctamente. Esta idea, la de que los actores sujetos a sumisión pueden no solo no ser conscientes de su situación, sino llegar incluso a considerarla como el estado natural de las cosas, fue desarrollada por la ideología marxista y en especial por Antonio Gramsci, dando forma al concepto de hegemonía (Gramsci 1971). Gramsci explicaba de esta manera el hecho de que la revolución no hubiese arraigado en Occidente como lo había hecho en los países del Este: la clase trabajadora había interiorizado hasta tal punto los valores burgueses, que había llegado a considerar que beneficiaban sus propios intereses. La clase dirigente había logrado la ‘complicidad’ o aquiescencia de los sujetos dominados mediante una serie de ‘aparatos ideológicos’ que abarcaban e influían en todas las instituciones, familia, escuela, iglesia, medios de comunicación, artes…
Esta capacidad insidiosa del poder para imbuir en las personas determinadas ideas, preferencias o deseos constituiría el ejercicio último de control. Los individuos no solo estarían actuando de acuerdo a los deseos de agentes ajenos a ellos mismos, sino que además lo harían de forma inadvertida y en el convencimiento de que siguen sus propios impulsos. Ya a mediados del siglo XIX, el pensador inglés John Stuart Mill daba cuenta, en su libro La esclavitud femenina ( The Subjection of Women , 1989 [1869]), de las formas en que la personalidad y el carácter de las mujeres es condicionado desde la infancia para que asuman como natural un papel subordinado con respecto al hombre. También Pierre Bourdieu, en La dominación masculina ( Masculine Domination , 2001 [1998]), destaca el efecto que una ‘socialización adecuada’ tiene en la percepción de las mujeres de sí mismas y en el código de valores que llegan a internalizar:
El sometido aplica categorías elaboradas a partir del punto de vista del dominante a las relaciones de dominio, lo que las hace parecer naturales. Esto puede llevar al auto-desprecio sistemático, visible en particular . . . en la representación que las mujeres Kabyle tienen de sus genitales como algo deficiente, feo e incluso repulsivo (o, en las sociedades modernas, en la percepción que algunas mujeres tienen de que sus cuerpos no se ajustan a los cánones estéticos impuestos por la moda) y de forma más general en su adhesion a una imagen que menosprecia a la mujer. (Bourdieu 2001[1998]: 35)
Wolfe dedica en sus novelas buena parte de sus dardos satíricos a burlarse de la forma en que las mujeres de las clases altas, durante los años ochenta y noventa, han sucumbido a una sumisión interiorizada que las impulsa a buscar cánones de belleza arbitrarios y a mantener una delgadez extrema y antinatural. En sus descripciones de las esposas de los altos ejecutivos que asisten a las fiestas, cenas o celebraciones donde se da cita la alta sociedad, es posible observar el efecto que estos cánones han tenido sobre su apariencia física. Sin embargo, para estas mujeres, no existe otra alternativa que la de aceptar la imposición del entorno social, si desean ser admitidas en este. Renuncian voluntariamente a todo ejercicio de poder personal que implique la más mínima rebelión contra unas normas que ni comparten, ni les proporcionan otro beneficio que no sea el de su reconocimiento como miembros del “grupo”. Su exclusión sería el mayor castigo al que podrían verse sometidas, tal y como le sucede a Martha Croker, la ex esposa del protagonista de Todo un hombre , y harán lo que sea preciso para volver a integrarse. Esta internalización de las normas de conducta que el poderoso imbuye en el carácter de los sometidos constituye una forma sumamente eficaz de desempoderar a un colectivo concreto.
Otro ejemplo palpable de la manipulación del comportamiento se halla en la asociación entre la psicología social y las técnicas de ventas. Los publicistas hace ya tiempo que descubrieron la rentabilidad de aplicar las teorías conductistas para inducir a los potenciales clientes a consumir determinados productos. Tal y como Spinoza aseguraba, el poder actúa de forma más efectiva cuando impide a los sometidos razonar correctamente.
La idea de que el poder actúa en la sociedad a gran escala mediante vehículos no coercitivos para obtener el dominio a la vez que el consentimiento de los dominados prendió en buena parte de los intelectuales y pensadores a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Michel Foucault, con Vigilar y castigar ( Discipline and Punish: The Birth of Prison , 1995 [1975]) e Historia de la sexualidad ( The History of Sexuality , 1980b [1976]), ha influido durante décadas en los estudios sobre el poder, el dominio y la sumisión en la sociedad moderna y ha generado el debate y la reflexión sobre estas cuestiones en disciplinas muy diversas. Para Foucault el poder, que él vincula estrechamente con el conocimiento, “no se posee, sino que se ejerce”, no pertenece a una clase social determinada, ni a individuos concretos, sino que más bien actúa en la sociedad a través de un conjunto de formas de dominación y sumisión que regulan la actividad social, estableciendo una distribución asimétrica de fuerzas. El poder permea las relaciones humanas y penetra en la misma esencia del individuo, convirtiéndolo en su ‘vehículo’, forjando su carácter y ‘normalizándolo’. El poder es así, para Foucault, ‘productivo’ antes que ‘represivo’: “Al pensar en los mecanismos de poder, pienso más bien en sus formas de existencia sutil, en el punto donde el poder alcanza la esencia de los individuos, toca sus cuerpos y se inserta en sus actos y actitudes, en sus discursos, en sus procesos de aprendizaje y en su vida cotidiana” (Foucault 1980a: 39). Para Foucault, además, el poder debe mantenerse oculto, ya que su eficacia es proporcional a su capacidad para permanecer en la sombra (Foucault 1980a: 86). Esta capacidad para pasar desapercibido y hacer indetectables sus efectos, sumada a su presencia ubicua en la sociedad, anula toda posibilidad de resistencia por parte del individuo: “Las relaciones de poder están manipuladas de tal forma que sean perpetuamente asimétricas y el margen de libertad extremadamente limitado” (Foucault 1987: 12, 18).
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