Alfredo Staffolani - El buen destierro

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"No hay idioma ni forma de hilar todo lo de adentro" dice Manuel, el poeta místico de los basurales, protagonista de «El buen destierro», después de escapar de los abusos de su padre, para buscar la salvación. Y esa voluntad de intentar hilar todo lo de adentro, hacer con la palabra un idioma que dé sentido al mundo, a pesar de lo imposible, como una laica forma de salvación, podría ser también un camino para recorrer todo el teatro de Alfredo Staffolani. Hilar lo de adentro, la razón que reúne a los personajes en escena, que los lleva a conversar, a ir al pasado, a tratar de encontrar un sentido en el presente. La reunión, el tiempo y la memoria son tópicos que vuelven en todas las obras reunidas en este volumen. Personajes a los que el destino de la escena reúne, a veces en la intemperie, en el frío o en el matorral, que recuerdan, se cruzan y saturan la imaginación. Y esa forma de hablar, de pensar, de imaginar en escena, es lo que hace de la dramaturgia de este autor un lenguaje que no se le parece a nada. Un lenguaje pasado por la vida misma, por eso que es la vida cuando se fija en la memoria, que la palabra viene a hilar, como un hilo de salvación.Cynthia Edul

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MANUEL: Lo soy, amigo. Pero no hay para mí ningún signo de dolor en el relieve de su túnica. Al contrario. Yo creo que es la dicha de nuestra sangre corriendo a toda velocidad desde que nos encontramos. El hierro se afila con el hierro, y el hombre en el trato con el hombre 1 /

ALDO EL GRANDE: (Resignado). Sí, sí. Es palabra de Dios/

MANUEL: No hay temor, mi señor. Hay sólo agradecimiento.

ALDO EL GRANDE: Manuel, podría yo pedirle algo.

MANUEL: Lo que sea.

ALDO EL GRANDE: ¿Alguna vez imaginó mi cuerpo desnudo?

MANUEL: No, señor.

ALDO EL GRANDE: Y si yo se lo pidiera/

Manuel se encoge de hombros. Aldo le tapa los ojos.

MANUEL: Ya está.

ALDO EL GRANDE: (Con un nudo en la garganta, sigue sosteniéndole la mano sobre los ojos). ¿Qué imaginó?

MANUEL: Un Dios arrugado en las axilas y en el vientre. Todo su torso sostenido por la columna vertebral como si fuera un crucifijo. Las tetillas rosadas como las de una perra amamantando. Los genitales, un racimo de uvas recién cortadas. Frescas. Un Dios sin pies, que de tan bondadoso, levita, flota.

ALDO EL GRANDE: …Y si yo le diera permiso a establecer contacto con ese cuerpo, ¿Qué haría, Manuel?

MANUEL: Le pediría perdón por haberme dejado contemplarlo en silencio/

ALDO EL GRANDE: No, pero/

MANUEL: Sáqueme la mano de los ojos, por favor.

Aldo le saca la mano. Manuel se aleja.

ALDO EL GRANDE: Me refería a otro tipo de contac/

Manuel se angustia. Se golpea la cabeza con la mano.

ALDO EL GRANDE: ¿Está bien, Manuel?

MANUEL: Le pido perdón. Pero no me vuelva a tapar los ojos, por favor.

ALDO EL GRANDE: Dígame, Manuel, ¿qué vino a buscar acá?

MANUEL: No lo sé.

ALDO EL GRANDE: ¿Quién lo manda, Manuel?

MANUEL: Supongo que soy una encomienda de Cristo/

ALDO EL GRANDE: ¿Cómo dice?

MANUEL: Perdón. Yo/

ALDO EL GRANDE: ¿No lo sabe?

MANUEL: (Muy perturbado). No. No debería haber estado en la capilla fuera del horario de Misa.

Manuel se aleja. Aldo lo toma del brazo con violencia.

ALDO EL GRANDE: Quisiera que me explicara lo de las tetillas y la perra/

MANUEL: Con permiso. Señor. Necesito ir a mi habitación.

ALDO EL GRANDE: Manuel/

Manuel se deshace del brazo de Aldo, y sale corriendo. Aldo se queda inquieto. Refunfuñe.

ALDO EL GRANDE: (Casi para sí). Si existe castigo, Cristo misericordioso, que caiga sobre el lomo de este enigma que llegó hacia nosotros como una peste negra. ¡Usar metáforas para nombrar un cuerpo maduro no merece otro fin que una muerte dolorosa! Te pido –te ruego– que toda la fiebre que despierta en cada uno de nosotros retorne hacia sus células como un virus agudo que lo termine matando, y que cada una de las heridas que esconde se derramen sobre su pecho lampiño hasta infectar la tierra fértil que le facilitó el alimento.

II.

La suerte de un pájaro. Tercer Lamento

/

EL PADRE: La pesadilla de escuchar su voz, andar como un sonámbulo y creer que se acerca o que se aleja. Pero sigo camino, descubro un auto que me levanta y me lleva hasta el cementerio. Tengo en la bolsa solamente mis frazadas y un pájaro de alimento. Me dejan sobre el portón, y caigo a los pies de la tumba de un señor llamado Rainer. Te recuerdan tu mujer, tu marido, tus hijos y tus deudos. La viuda le pone flores, lo llora, le reza. Otra mujer la espera cortando los yuyitos. Busco a mi hijo , les digo. Pero ni la viuda que lloraba, ni la otra dejaron de atender a Rainer, el muerto. Entonces salí camino a una Iglesia para pedir un poco de agua fresca, mientras enumeraba todo lo que recuerdo del día en que mi hijo empezó a quererme menos:

Había puesto unos menudos de pollo a cocinar, lo líquido para sopa, y todo lo demás al banquete. Pero después de unos días sin comer, uno se vuelve insaciable. Yo festejaba la comida cuando aparecía, y todavía más el vino. Ay, Dios mío, qué felicidad. Me paré encima de un lavarropas enclenque, y le grité Manuel, la mesa. (Burlándose de sí). ¡La mesa! Fah, metió la cabeza encima de la olla como si estuviera dándose vapor. Mirarlo comer me daba cada vez más ganas de tomar vino, y así empezó la euforia. Cuando terminó la sopa yo le dije papá se quedó con hambre, y él que corre, pero trastabilla, y yo, que lo conozco, sé que primero tengo que taparle los ojos con la mano para que no me mire. Así es como más me gusta, cuando él no puede distinguir qué hago sino a través de mi propia fuerza. Después le mordí los brazos y las piernas saladas. Me enloquecí con el hueco que se le armaba entre la cadera y el nacimiento de las costillas y lo mastiqué hasta dejarlo violeta. Como una tiara de novia de cada lado, la huella de mis dientes amarillos y él con los ojitos húmedos y dados vuelta, temblaba como un motorcito. Me pongo así cuando tengo hambre, hijo. Tengo hambre porque sos vos el origen de mi miseria. Y yo pude convertir mi miseria en amor. Ya te vas a acordar de mí cuando hayas podido criar a tus hijos, o manejar una fábrica, o convertirte en rey, que sería mi sueño máximo. Yo no tengo oficio ni tengo ambición. Imagino para vos. A la mañana me doy cuenta de que respiro cuando abro los ojos y te veo trepado a un árbol. Para mí no queda otra cosa que tu cuerpo. Yo soy nada más que tu papá/

Y mientras llego a la iglesia muerto de sed y un poco descompuesto –cruzo juncos, pastizales, percibo el olor a cura mientras uno grita desde adentro: ¡ Jesús me mantiene en celo! ¿Alguien conoce a mi hijo? Si le miran la pantorrilla van a ver que, como el basto de la baraja española, está mordida. Una parte, le falta. Cicatrizó pronto, porque así es mi hijo de fuerte, que cada fibra se le junta a la otra y entre todas lo mantienen en pie.

III.

La fiesta del Corpus Domini no comenzó.

/

Aldo y Roberto, arrojan fruta y restos a El Padre, que está del otro lado del paredón, y les devuelve la comida.

ALDO EL GRANDE: ¡Cúbrase Roberto! Que se vaya. Esta es la casa de Dios/

ROBERTO: y de Cristo, su hijo directo/

ALDO EL GRANDE: Acá no recibimos gente. Esto no es un Ministerio/

“No tenemos más que cinco panes y dos pescados; a no ser que vayamos nosotros mismos a comprar víveres para toda esta gente y /

ROBERTO: Es palabra de Dios, pero ahora ¡qué remedio!

ALDO EL GRANDE: ¡Casi me pega en la cara con una manzana verde!

ROBERTO: ¡Sea pobre, pero digno! Siempre todo, con respeto/

ALDO EL GRANDE: Su incultura no me asusta/

ROBERTO: Ni su olor a perro muerto/

ALDO EL GRANDE: Váyase/

ROBERTO: ¡Fuera!/

EL PADRE: ¡Devuélvanme a Manuel!

ALDO EL GRANDE: Ya le dije que acá no lo tenemos. Esto no es una pensión de estudiantes, señor. No se deje llevar ni por la fachada ni por lo juvenil de nuestro aspecto.

ROBERTO: Mire mi caso/

ALDO EL GRANDE: Mire el caso de Roberto: místico, rengo, sin volumen en los músculos/

ROBERTO: Sólo con mis pensamientos/

EL PADRE: (Desde afuera). ¡Voy a romper la puerta!

ROBERTO: Fuera le digo, señor. Si no le gustan las manzanas, le tiramos unos huevos/

“Recuerde que el que coma de este pan, vivirá para siempre.

EL PADRE: ¡Tengo el cuchillo afilado!

ALDO EL GRANDE: Acá por la fuerza no, que le tiro un Evangelio.

Golpes a la puerta.

ROBERTO: Hermano, esta es la casa de Dios.

ALDO EL GRANDE: Un lugar de poco ruido, y casi nada para hacer. Dígale, Roberto, qué sensibles somos todos.

ROBERTO: Queremos morir como curas, gordos, tristes, tontos, rengos/

Silencio. Roberto para la oreja.

ALDO EL GRANDE: Parece que relajó.

ROBERTO: ¿Reclamar así a Manuel?

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