Agustín Rivero Franyutti - España y su mundo en los Siglos de Oro

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España y su mundo en los Siglos de Oro: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro
España y su mundo en los Siglos de Oro. Cronología de hechos políticos y culturales propone dos tipos de lectura para el conocimiento de ese período: las introducciones a los siglos XVI y XVII, por una parte, son ojeadas panorámicas que se pueden leer de un tirón; las cronologías, por otra parte, ofrecen la información correspondiente a cada año (desde 1492 hasta 1700), distribuida en breves fichas que facilitan la consulta rápida para salir de dudas, en casos de incertidumbre, o para descubrir hechos o personas que ignoramos. Ambas partes (en conjunto con los anexos) buscan, pues, ser un apoyo seguro para los especialistas y los lectores interesados en esta época, para la investigación y la lectura curiosa.

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En lugar de esa república soñada por los hombres del Medioevo, surgió durante el siglo XVI el imperio colonial de Carlos V, que aglutinaba bajo su inmenso poder central diferentes territorios, razas, culturas e idiomas y que constituyó el modelo para los imperios modernos que vendrían después. La idea original –anacrónica– de Carlos V era revivir el antiguo ideal del Sacro Imperio Romano-Germánico, por eso fue el último de los grandes soberanos medievales. Pero a su proyecto de fusión católica se opusieron los sentimientos nacionalistas de las regiones y el deseo general de una reforma religiosa.

Este tipo de imperios modificaron de manera radical la vida de las personas durante el siglo XVI por los efectos políticos derivados de su acción: matanzas de pueblos, emigraciones, difusión de productos y técnicas antes accesibles a unos cuantos, y, quizá lo más importante, la unificación del planeta. Al tratar de poner en armonía a todas las fuerzas que bullían en su interior, los imperios provocaron el fortalecimiento de los distintos grupos sociales y la formación de una sociedad organizada que empezó a exigir mayor justicia. Este proceso fue dando lugar a los rasgos del Estado moderno.

Para administrar estos grandes imperios comenzó a requerirse la formación de personas especializadas, los burócratas, representados, en primer lugar, por los secretarios. Desde el punto de vista social, la emergencia de estos funcionarios causó una revolución, porque, aunque fueran de clases sociales modestas, una vez entrados en el servicio del Estado se convertían en personas poderosas. Como no recibían, en general, el salario que correspondía a la importancia de su trabajo, era frecuente que se corrompieran para ganar más. Los Estados contribuyeron a la corrupción de los puestos, vendiéndolos a personas que quizá no tenían la preparación ni la responsabilidad para desempeñarlos.

Monarquías absolutas

Si el imperio fue el poder que regía a grupos de personas con diferencias regionales y culturales, la monarquía fue el poder nacional –por excelencia– de los Estados renacentistas que, a causa de su patriotismo, hallaron en la figura de un rey el ideal de toda la nación. El patriotismo y la necesidad de unirse para enfrentar a los enemigos externos determinó casi siempre la lealtad de los súbditos hacia su rey.

En el desarrollo de la monarquía absoluta durante el siglo XVI fue muy importante el renacimiento del Derecho Romano, que difundía la idea de que un príncipe reuniera en su persona todos los poderes y que velara por el respeto de la ley. También influyó la necesidad de contar con un árbitro –el rey– para mediar en las querellas que surgían entre los diferentes grupos sociales, sobre todo nobles y burgueses.

Aunque en el siglo XVI el absolutismo no fue tan definitivo como lo sería en el siglo XVII, el rey tenía en sus manos la soberanía para legislar, para administrar la justicia, para cobrar tributos, para nombrar funcionarios y para mantener un ejército privado. Su poder, sin embargo, estaba limitado por la ley del reino, por la religión, por la cantidad de funcionarios que administraban las diferentes jurisdicciones regionales y por la dificultad de las comunicaciones entre los territorios de la corona.

Los mejores ejemplos de la monarquía absoluta en el siglo XVI fueron Francia y España. Quizá más que en ningún otro país, los reyes franceses tuvieron un poder absoluto que estaba reconocido en el derecho y fundado en la creencia de que Dios les delegaba directamente el poder. Sólo tenían que responder ante él. Además de los atributos mencionados antes, el rey de Francia era el jefe religioso, convocaba a los concilios, custodiaba los bienes materiales de la Iglesia y la defendía en contra de las herejías.

En España, con el ascenso de Carlos V al poder, los reinos peninsulares y las colonias americanas se unieron dentro de un poder central, aunque algunas regiones conservaban sus características individuales y su organización propia. El proyecto imperial absolutista de Carlos V se fundaba en un triple principio: la ordenación mundial, la concordia entre los hombres y la defensa de la fe católica. Este último principio se convirtió, bajo el reinado de Felipe II, en el eje de la monarquía española, que, de haber sido europeísta y abierta, se volvió hermética a las dos grandes fuerzas que surgían en ese momento –el racionalismo filosófico y la burguesía capitalista– y se aisló del resto de Europa.

La guerra

La guerra en el siglo XVI fue una consecuencia natural del individualismo renacentista que empujaba al soberano de cada región a fortalecer su territorio para destacarlo sobre los demás, siempre y cuando tuviera el poderío económico y bélico que se lo permitiera. Con frecuencia, la diplomacia, invento de los venecianos del Quattrocento, era el instrumento empleado para debilitar a los países enemigos mediante funcionarios que residían en dichos países y que, además de informar a su soberano y negociar para él, eran espías, con redes de informantes, y promotores de causas subversivas. Estos diplomáticos debían tener la sangre fría para asegurar una cosa y hacer inmediatamente la contraria, y la astucia para asegurar el éxito de su misión.

Fue Carlos VIII de Francia quien, al invadir las regiones italianas a finales del siglo XV y principios del XVI, cambió la naturaleza de la guerra en Europa. La artillería francesa, por primera vez montada sobre vehículos móviles, disparó tal cantidad de cañonazos que fue destruyendo las murallas de los italianos. Éstos, para proteger sus fortalezas, comenzaron a recubrir sus muros con tierra para amortiguar los impactos de las balas de cañón y construyeron caminos parapetados en lo alto de los muros para facilitar el ataque y la huída. Los cañones, antes reservados al ataque urbano, se llevaron a los campos de batalla, lo que obligó al enemigo a abandonar sus posiciones protegidas y a quedar a merced de la infantería. También en esta época empezó la combinación de fuerzas (caballería, infantería y artillería) que caracteriza a la guerra moderna. Importantísima fue la adopción de armas de fuego manuales –como al arcabuz– que, por ser más fáciles de manejar y más eficientes en la batalla, fueron sustituyendo al arco y a la ballesta.

En el mar las cosas también cambiaron mucho. Mientras que la galera llegaba a su apogeo a principios del siglo XVI y ya no evolucionaría, el navío siguió mejorándose hasta el ocaso del siglo: se le agregaron mástiles y velas de varios tamaños y formas, lo que hacía segura la navegación incluso en tempestades. La galera era una embarcación abierta, con una plataforma más ancha en la parte superior, que apenas rebasaba la superficie del mar y que era adecuada para la navegación sin viento; llevaba a los soldados listos para el abordaje de otras naves y para la lucha cuerpo a cuerpo, y tenía pocas piezas de artillería. El navío, por el contrario, sobresalía mucho sobre el nivel del mar, tenía altos castillos en la popa y en la proa, llevaba muchas piezas de artillería de diferentes tamaños para disparar a distintas longitudes y estaba hecho para impedir el abordaje. Esta disposición de las embarcaciones cambió la naturaleza de la guerra naval: de ser una lucha de infantería sobre el mar (en las galeras), se pasó, con los navíos, mediante la agilidad de movimientos y el fuego de la artillería, a la eliminación del enemigo con todo y sus naves. Este hecho quedó demostrado con la derrota de la Armada Invencible (1588), cuando las galeras españolas fueron abatidas por el mal tiempo y por los cañonazos de los navíos ingleses.

Europa domina al mundo

La expansión europea

Después del fracaso de las Cruzadas, los europeos observaron cómo los árabes se expandían por el mundo. Para el siglo XV, los europeos ya habían pasado de atacantes en Oriente a defensores de sus territorios a causa de la amenaza de los turcos, la última y quizá la más peligrosa oleada del Islam. La rivalidad con los árabes pronto se convirtió para los europeos en acicate de su propia expansión: hallar rutas que por el este comunicaran directamente con Asia fue una prioridad para Europa en su afán de restar poder a los turcos, que se enriquecían con el comercio de productos orientales.

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