Más allá de esta aproximación al repertorio tan distorsionada, el condicionamiento confesional de la disciplina musicológica también ha generado orientaciones sobre las que hasta hoy apenas se ha reflexionado en el ámbito metodológico. La imposición de una hermenéutica específicamente musical en Kretzschmar y Schering no sería imaginable sin el modelo de la hermenéutica teológica arraigada en la Reforma. En su atención privilegiada hacia los textos, el paradigma que aquí hemos llamado, exagerando un poco, «teológico» interfiere con el paradigma filológico. Precisamente a partir de la tradición de la teología reformada se puede explicar el ímpetu con el que numerosos historiadores de la música someten las partituras a una exégesis lo más matizada posible, a veces entendiendo la obra artística, en cierto sentido, como una manifestación divina. Aún más llamativo es que –según una estética de la «interioridad» de carácter pietista– la esencia (de contenido, formal) que debe ser transmitida por el texto de las composiciones pase a un primer plano de manera tal que casi no quede lugar para la percepción del aspecto «externo», sensual de la música. Aún hoy, la mayoría aplastante de los análisis musicales se orientan hacia el llamado «trabajo motívico-temático», mientras que casi no se toman en consideración cuestiones relacionadas con la sonoridad particular o con el ritmo.
Es también significativo el hecho de que durante el siglo XIX, en las regiones protestantes de Alemania, la idea y noción de «catecismo» se usara repetidamente en libros sobre música, siendo así secularizada de manera sorprendente. En 1851, Johann Christian Lobe (Weimar, 1797-Leipzig, 1881) publicó un libro de teoría musical general (disponible aún hoy en una edición revisada) titulado Catecismo de la Música ; por su parte, después de 1886, Hugo Riemann resumió los conocimientos de base de diversas áreas, desde la acústica al dictado musical y hasta el fraseo y la estética de la música, en más de una docena de catecismos . Su Catecismo de historia de la música confirma lo que se acaba de decir incluso desde el punto de vista del contenido: en esta publicación del año 1888 se habla raras veces y muy marginalmente sobre la música católica de época posterior a Palestrina. Esta desatención se explica cuando a la pregunta «¿Cuál fue el desarrollo de la música protestante en el siglo XVII?» se responde reconociendo como «rasgo distintivo» de la tradición protestante una superioridad estética; en concreto, el «avance de un sentimiento más intenso» y el «mayor énfasis en el aspecto melódico» (Riemann, 1906: 86-87).
A modo de contraprueba, la preferencia por las tradiciones protestantes en el estudio de la historia de la música posterior a 1517 se aprecia también, muy claramente, en un notable texto de perspectiva decididamente católica. Peter Wagner fue el primer musicólogo a quien fue concedido el honor, en 1920, de ser nombrado rector de una universidad. En su discurso «para la solemne apertura del año académico», hizo referencia solo de manera indirecta al carácter protestante de la disciplina, al resaltar su arraigo en el espíritu del idealismo alemán: «Lo mismo que la musicología moderna en general, también las cátedras modernas de la asignatura son obra del idealismo alemán, o, como también se puede decir, del romanticismo alemán y, hasta el presente Alemania ostenta, pese a los respetables logros de otros pueblos, la primacía en este terreno» (Wagner, 1921: 37).
Su argumentación es sin duda sorprendentemente defensiva; casi parece que Wagner hubiera tomado la inferioridad de los investigadores católicos como un hecho ya inamovible que solo pudiera modificarse en sus consecuencias, pero no de manera radical:
Sería deseable una participación más intensa de los católicos en la investigación de la historia de la música; ellos tienen el máximo interés en que de su pasado artístico únicamente se divulguen juicios justos y solventes. Constituye una importante exigencia actual que en estos tiempos de crecimiento de la musicología, no dañemos ni su prestigio ni su alcance, sino que nuestra contribución a ello esté a la altura de los logros de nuestros antepasados. La experiencia demuestra (y es para mí motivo de sincera alegría subrayar esto) que los mejores entre los investigadores no católicos se muestran sumamente agradecidos cuando llamamos la atención sobre los errores cometidos en la bibliografía hasta ahora existente y mostramos los caminos que se deben evitar (ibíd.: 45-46).
TELEOLOGÍA
En la transición del siglo XIX al XX, dos eminentes musicólogos en Austria y Alemania, Guido Adler y Hugo Riemann, intentaron imponer el método de la crítica estilística como procedimiento específicamente musicológico, o lo que es más, como «punto central de la labor histórico-musical» (Adler, 1919: 5). La tarea de la historiografía musical era, desde esta perspectiva, la «investigación […] del progresivo desarrollo de los productos compositivos» (ibíd.: 9). La convicción de que es posible reconocer una evolución autónoma de la historia de la música estaba en una particular tensión con el historicismo, que no había sido cuestionado por ningún historiador de la música, y se vinculaba, en última instancia, a las construcciones hegelianas de la historiografía. En cuanto paradigma teleológico, estas convicciones condicionaron la selección y, lo que es más, la valoración de los desarrollos histórico-musicales investigados, si bien solo pocos investigadores fueron tan lejos como el colaborador de Adler, Oswald Koller (Brünn [hoy, Brno, República Checa], 1852-Klagenfurt, 1910), quien quería subordinar también los desarrollos de la historia de la música a la teoría de la evolución de Charles Darwin (Koller, 1900: 33-50).
Estas orientaciones evolucionistas tuvieron efecto en parte también en ámbitos ciertamente inesperados, como cuando, por ejemplo, hasta bien entrada la década de 1980, se le impuso el sello de la «decadencia» a la historia de la música sacra protestante sucesiva a la muerte de Johann Sebastian Bach. Al gran éxito del paradigma teleológico contribuyó sobre todo el hecho de que en apariencia este podía vincularse directamente a la convicción nacionalista de una «hegemonía de la música alemana», tal y como se había ido formando desde el siglo XVIII. No fueron solo conservadores nacionalistas quienes se apropiaron de juicios similares, sino nada menos que el círculo de Arnold Schönberg –que se consideraba en la punta misma de la vanguardia musical–, cuando en 1924 Alban Berg declaró, en su aportación para el quincuagésimo cumpleaños del maestro, que «a través de la obra que él (Schönberg) ha regalado al mundo hasta ahora, parece asegurada no solo la superioridad de su arte personal, sino, lo que es más, la de la música alemana de los próximos cincuenta años» (Berg, 1924: 192). 2
Esta misma convicción está en la base de la idea de Adorno de un desarrollo autónomo del «material» musical, convertida en dogma por los exclusivos círculos de Darmstadt en las décadas de 1950 y 1960. El desprecio implícito, cuando no explícito, de todos los compositores de mediados del siglo XX que, como Bartók o Varèse, no se adhirieron al sistema dodecafónico, no solo se extiende por todas las publicaciones de Adorno, sino que se ha mantenido hasta hoy como la idea dominante de casi todas las descripciones de la historia de la música del siglo XX –bajo ningún concepto puede decirse que las consecuencias de esta grotesca unilateralidad estén hoy en día superadas.
Si bien Peter Wagner, al igual que la mayoría de los musicólogos de su generación, no deja entrever el menor interés por la música de su tiempo, al analizar el aquí resumido paradigma teleológico adopta una actitud contraria muy meditada y sorprendente para su tiempo, aunque la formule de manera extremadamente moderada. Al principio parece estar de acuerdo con la orientación generalmente aceptada:
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