El detective embarcó para dar un paseo de una hora. Se sentó a popa muy tieso empuñando el mando del fueraborda con firmeza y avanzó por la ría a unos cinco nudos con la vista puesta en un punto del horizonte lejano. Se sentía algo así como Simbad el Marino, con la ingenuidad y la fantasía propias de la gente del interior en lo relativo a las cosas del mar. Su única experiencia en temas náuticos consistía en haber remado en su juventud un par de veces por el estanque del madrileño Parque del Retiro, al que Marimar Pérez definía como charco.
A las dos en punto, fue a recoger a su amiga al trabajo, una gestoría que estaba a la salida de Cee por la carretera de Santiago. Como de costumbre, ella lo recibió dándole un sonoro beso en la boca que casi lo hace caer de espaldas.
—¡Hostia, César! —le dijo después de mirarlo de arriba abajo—. ¿De qué vienes disfrazado? Pareces el capitán de un jodido submarino nuclear ruso.
—¿Por qué ruso?
—¡Coño!, porque los españoles no tenemos submarinos nucleares.
Santos, con sus exquisitos modales, soportaba estoicamente el lenguaje vulgar de su amiga y apenas exteriorizaba su desagrado para que ella no se sintiera incómoda. Marimar sabía que a su amigo le molestaban las palabrotas, pero no podía evitarlas porque era su forma natural de hablar.
—¿Dónde me vas a llevar?
—¿Dispones de mucho tiempo?
—No tengo prisa. Le he dicho a mi socio que seguramente no volvería esta tarde porque iba a salir contigo.
—¿Te apetece dar una vuelta hasta Muxía?
—Muy bien, vamos. ¿Sabes una cosa, César? Eres la única persona en mi vida que me invita a almorzar.
—No te entiendo —comentó Santos intrigado, mientras tomaba el desvío en Bermún—. ¿Nunca te ha invitado nadie?
—No. Nunca me ha invitado nadie a almorzar. Me han invitado muchas veces a comer, joder, pero nunca a «almorzar» —recalcó—. ¡Eres la leche!
—No veo qué tiene que ver la leche con el vocabulario apropiado. —Sonrió Santos—. Quizá nunca te hayas detenido a pensar que hay otro mundo, aparte de Cee.
Muxía es una pintoresca localidad situada frente al cabo Vilán, en la orilla sur de la ría de Camariñas, en un paraje de agreste belleza, a unos quince kilómetros del desvío que acababan de tomar. Allí, las rocas, algunas de curiosas formas, y el mar bravío ofrecen un espectáculo de confrontación permanente. César Santos, que había consultado varias guías de restaurantes, condujo a su amiga al que le pareció el mejor, como si lo conociera de toda la vida. Mientras compartían una gran fuente de percebes calientes, el detective le preguntó si sabía algo más de lo que decían los periódicos sobre el crimen de Corcubión.
—Sí, sé algo más. Conozco muy bien a Manuela, la criada de doña Consuelo. Está casada con Jacinto Sotillo. Jacinto es marinero, igual que su padre, que iba con el mío en el mismo barco cuando naufragaron. —Se quedó callada un momento, dejó de abrir con la uña el percebe que tenía entre los dedos y añadió con amargura—: Murieron los dos. Ya sabes por qué llaman a esta comarca Costa da Morte.
Santos asintió con la cabeza y no dijo nada. Observó el bello rostro de su amiga y esperó a que se repusiera de su momento de dolor. Él sabía que su padre había muerto en un naufragio; se lo había dicho Lolita cuando le habló de ella antes de presentársela, pero Marimar nunca lo había mencionado.
—Me preguntabas si sabía algo más del crimen —dijo finalmente mirándolo y reanudando su pelea con el percebe—. La verdad es que nunca se sabe exactamente lo que ocurrió cuando uno se entera de un crimen; ni siquiera muchas veces lo sabe el mismo criminal. Consuelo Pino era una señora muy rica. Eso debió de atraer al ladrón que la mató. La pobre mujer estaba ya a punto de morirse. Apenas podía hablar y no se movía de la cama. Hay que ser muy hijo de puta para dispararle un tiro a la cabeza a una anciana que está inválida en la cama. ¿Qué podía temer el ladrón? ¿Que la vieja lo hubiera reconocido? ¡No me jodas! Lo de su hija Rosalía es distinto. Ella pudo sorprenderlo y reconocerlo, pero… —se quedó callada.
—¿Pero?
—Nada.
—Estabas pensando en algo; venga, dilo.
—Era solo una idea de las que se le pasan a una por la cabeza. Una chorrada.
—¿No puedes ser más explícita?
—Rosalía era una mujer rara. También era muy rica y se ocupaba personalmente de sus negocios. A veces me pregunto si no habrá algo detrás de lo que parece un robo y un crimen accidental. Es una idea ridícula seguramente, pero nunca se sabe.
—¿Por qué te lo preguntas? ¿Se dedicaba a negocios raros?
—Tenía muchos negocios: madera; pisos; locales comerciales; discotecas, y bares de copas en Santiago y en Coruña. —Cambió de entonación—. Y también tenía un amante, una especie de gigoló mucho más joven que ella. Me lo contó Manuela cuando la acompañé, después del entierro. Fuimos a su casa y lo largó muy cabreada. Me dijo que el amiguito de la señora había estado la noche del crimen en el chalé, en su dormitorio, hasta tarde. Me preguntó si debía decírselo a la Guardia Civil.
—¿Y qué le dijiste?
—¿Qué coño quieres que le dijera? Que se lo contase si le preguntaban. De todas formas, Rosalía Besteiro tenía todo el derecho a follar con quien le diera la gana.
—¿Por qué lo dices? Estaba casada, ¿no?
—Lo digo porque el cabrón de su marido es un putero de cuidado. Eso lo sabe todo el mundo.
—¡Vaya! Qué familia más curiosa. Entonces, si he entendido bien, detrás del robo podría haber más de lo que parece. ¿Es eso lo que pensabas?
—¡Coño, César! No empieces a sacar conclusiones como un jodido detective. Yo no pienso nada. Solo que, a veces, una no puede evitar hacerse ciertas preguntas. Nada más.
Después de comer, regresaron dando una vuelta por la costa. Se detuvieron un momento al borde de la carretera para admirar la playa de Lourido, rodeada de altos pinos que proyectaban sombras caprichosas y alargadas sobre la arena, y continuaron luego por la pista que atraviesa en la penumbra, camino de Lires, los frondosos bosques entre los que el río Castro serpentea. De pronto, Marimar dijo en un tono malicioso:
—Este bosque me recuerda el cuento de la Bella Durmiente—. Bostezó y añadió con voz melosa—: ¿No te apetece una siestecita?
Santos captó la indirecta, sonrió complacido y se desvió hacia Vilarriba sin decir nada. Estaba deseando que las cosas rodaran en aquella dirección, pero no le había parecido delicado proponérselo el primer día, nada más llegar, como si la hubiera invitado a comer con aquel único propósito.
Las ocupaciones placenteras del detective madrileño y de su amiga no tenían nada que ver con la actividad que se desarrollaba en el puesto de la Guardia Civil de Corcubión. Allí se trabajaba. Poco antes de la hora de comer, llegó el informe completo de las autopsias. Una hora después, Souto recibió por correo electrónico un avance del informe de los técnicos del Área de Investigación de la comandancia.
El informe definitivo de las autopsias no le proporcionó al cabo José Souto mucha más información de la que ya poseía, adelantada por el forense, excepto por un detalle sorprendente: Rosalía Besteiro había tenido relaciones sexuales unas horas antes de su muerte, dato confirmado por el hecho de que, en su cama, se habían encontrado varios cabellos morenos que no eran suyos, así como restos de fluidos en las sábanas, que denotaban actividad sexual reciente, según los colegas de Investigación. Este detalle hizo levantar las cejas del cabo Souto.
En cuanto a los datos proporcionados por los técnicos de la comandancia, el cabo Souto encontró muchos elementos interesantes. Siguiendo cronológicamente el desarrollo de los hechos, podía establecer un guion provisional de lo sucedido. El ladrón o asesino, una sola persona según todos los indicios, llegó en coche; fue hasta el final del camino y dio la vuelta; acercó una caja de botellas de cerveza al muro, junto al portón, y la utilizó para escalarlo y saltar al interior. Los investigadores coincidían en la observación hecha anteriormente por el cabo sobre la existencia de marcas de calzado en la parte exterior del muro y su ausencia en el lado interior. Si el ladrón pasó por encima del muro y saltó al interior, debería haber dejado las marcas de sus pies tanto en el muro como en la tierra al caer. No daban ninguna explicación, simplemente constataban el hecho. Lo siguiente que hizo fue arrancar de cuajo con una palanca la cerradura de la puerta de la cocina para entrar en el chalé. Bastaba con seguir las manchas de barro dejadas por sus zapatillas deportivas, talla cuarenta y cuatro, para imaginar el recorrido. De la cocina pasó al recibidor, subió las escaleras y entró en el dormitorio de Rosalía Besteiro. Podría deducirse por las huellas en la moqueta que se encontró de frente con ella. Debió de ser en ese momento cuando le disparó a bocajarro un solo tiro en la frente. La mujer cayó al suelo. No había ninguna señal de contacto físico ni de lucha. El ladrón o asesino se dio la vuelta y se dirigió al dormitorio contiguo, el de Consuelo Pino. Se acercó a la cama y le disparó otro tiro a bocajarro en la cabeza a la anciana. En ambos casos el arma utilizada debió de ser un revólver, ya que no se encontraron casquillos. La munición empleada fue del calibre veintidós, que hace poco ruido. La postura del cuerpo permitía suponer que Consuelo Pino ni siquiera llegó a despertarse. Acto seguido, el asesino vació los cajones de las mesillas y las cómodas y registró de forma somera pero violenta los armarios de ambos dormitorios. Sin duda llevaba guantes, pues no se hallaron huellas dactilares ajenas a los miembros de la familia y la criada. De los dormitorios pasó a la sala de estar contigua, sacó y volcó los cajones de un escritorio y bajó después al salón principal. A partir de ese momento ya no aparecían más huellas de barro. Buscó sin ningún tipo de miramiento en los cajones de los aparadores, en las vitrinas y en otros muebles del salón y del comedor, descolgó cuadros y rompió cuanto objeto delicado se encontró en su camino tirándolo al suelo. Se notaba que había actuado con mucha prisa. Los investigadores calculaban que, para hacer lo que hizo, no necesitó permanecer en la casa más de media hora. Finalmente, salió por la cocina y corrió hacia la entrada de la propiedad. Casi con toda seguridad utilizó para salir la puerta pequeña que está al lado del portón para vehículos y que se puede abrir desde dentro sin llave.
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