Tras unos segundos de reflexión, Jesús Canido respondió:
—Es una pregunta muy dura la que me hace, cabo. Uno puede imaginar muchas cosas, puede pensar esto y aquello, pero soltarlo delante de la Guardia Civil es una barbaridad. Lo que uno pueda suponer o incluso desear no da derecho a acusar.
—¡Por supuesto, hombre! No me interprete mal. No le pregunto si sospecha de alguien en concreto. Es una pregunta genérica, rutinaria, que habrá escuchado mil veces en películas o habrá leído en novelas: ¿sabe usted de alguien que deseara la muerte de fulano?, ¿sabe si tenía algún enemigo?, etcétera. Compréndame, los investigadores tenemos que empezar a buscar por algún sitio. Las opiniones, aunque sean infundadas, de las personas que conocían a las víctimas son muy importantes. No son pruebas, claro, pero pueden dar pistas u orientar al investigador. Es en ese sentido en el que le hago la pregunta.
—Entonces, ¿descarta que haya sido un robo?
—No, no. Ya se lo he dicho. Esa hipótesis es de momento la principal. Solo que no puedo descartar ninguna otra y por eso le pregunto si se le ocurre que alguien pudiera estar interesado en esas muertes, si alguna vez Rosalía le hizo algún comentario, esas cosas.
—No —lo cortó sin dudarlo el decorador—. Ella nunca me dijo ni me insinuó nada. Yo puedo pensar lo que pienso, pero no se lo puedo decir a usted porque si todos dijésemos a la policía lo que pensamos de las personas que nos caen mal, sería el caos. Me comprende, ¿verdad? Usted también pensará en alguien, me imagino, pero no hará nada sin pruebas, supongo.
—Sí, claro. Pienso en alguien; en varias personas, realmente; también pudo haber sido alguien en quien no pienso. Por eso pregunto. —El cabo se quedó mirando a Canido un largo rato y le preguntó—: ¿Conoce usted personalmente a Marcelino García?
—Sí.
—Me refiero a si lo trata, si habla con él de vez en cuando.
—Sí. Coincidimos a veces cuando yo estaba trabajando en la decoración del chalé o del piso de Coruña.
—¿Qué piensa usted de él? ¿Qué le parece como persona?
—Hombre, cabo, no debería hacerme esa pregunta, sabiendo lo que sabe.
—¿Por qué?
—No me parece bien hablar de un hombre al que le estoy poniendo los cuernos, ¿no cree? No soy la persona más indicada.
—Pero tendrá usted una idea de cómo es ese señor, de la relación que tiene o tenía con su mujer, de cómo la trataba.
—Mire, cabo, no sé cómo quiere que se lo explique. —Canido se tomó un tiempo antes de seguir hablando—. Creo que no tengo derecho a comentar con nadie lo que sé de la vida privada de la que era mi amante. ¡Ningún derecho! Y, por otra parte, tampoco me parece decente hablar de su marido.
—Bueno, no se lo tome así, amigo. No me irá a decir, en cambio, que tenía derecho a acostarse con una mujer casada en la cama del matrimonio, cuando el marido no estaba, o que lo considera decente.
Jesús Canido se puso pálido y sus ojos se llenaron de lágrimas. El cabo Souto se dio cuenta y no quiso abusar.
—Compréndame, Canido, ya sé que no tengo derecho a meterme en su vida privada y le ruego que me disculpe si lo he ofendido. Pero tampoco tengo por qué aguantar que me venga usted ahora con sermones sobre decencia. Estoy investigando un crimen y hago las preguntas que me parecen necesarias. Usted es la última persona que vio a una de las víctimas con vida, aparte del asesino; por eso, tengo razones para incluirlo en la lista de los sospechosos, y no en el último lugar, ¿sabe? Si le pido su opinión sobre el hombre al que, como acaba de decir, le estaba poniendo los cuernos, espero que me la dé y no se ande con remilgos morales. No es usted la persona más indicada para presumir de decencia en su situación. Necesito saber si Marcelino García tenía problemas personales con su mujer y de qué índole. Necesito saber si discutía con ella de temas económicos, si la amenazaba o la maltrataba, si hay alguna razón para investigar a fondo su relación. Usted debería de poder ayudarme en eso porque se supone que estará al corriente de los problemas que pudiera tener Rosalía Besteiro con su marido. Es lo que se llama colaborar con la Justicia. No le pido que me cuente sus intimidades, sino que me informe de aquello que pueda ser útil a la investigación. ¿Me explico?
—Sí. Se explica muy bien. Sin embargo, quisiera que me comprendiera. No estoy orgulloso de acostarme con una mujer casada: sé que es algo que no está bien, en principio. Pero me parece que hablar mal de su marido es una canallada. No encuentro otra palabra para expresarlo. No se trata de moral ni de decencia, se trata de algo que me repugna. Me parece que es como si yo intentara que lo condenaran por el asesinato de su mujer, cuando no tengo ningún argumento ni prueba para demostrar que tenga algo que ver. Una cosa es lo que a mí se me ocurra o lo que se me pase por la cabeza, incluso lo que desee, y otra es decirle a la policía que ese hombre me parece sospechoso, que se llevaba mal con su mujer o que discutía con ella de dinero. En las actuales circunstancias, eso sería alimentar la hoguera de las sospechas sin más razón que la de desearle lo peor. No me pida que lo haga, cabo. No puedo. Además de quitarle a su mujer.
—¡Vamos, hombre! No creo que usted le quitara a su mujer. ¿Acaso la sedujo? ¿O se la arrebató a base de suntuosos regalos, joyas y esas cosas? No, amigo mío; más bien me inclino a pensar que fue ella la que lo sedujo a usted, ¿o me equivoco?
Jesús Canido no contestó. El cabo Souto estaba incómodo porque, aunque comprendía los escrúpulos del decorador, no quería perder una fuente de información sin duda valiosa. Era consciente de que se movía en un terreno enfangado y de que aquel pobre diablo tenía motivos para que le remordiera la conciencia; no obstante, la idea de que aquellos escrúpulos no fueran sinceros adquiría más fuerza en sus razonamientos que su natural tendencia a creer en la bondad de las personas. Un joven liado con una hermosa mujer, casada, rica y que no tenía reparos en acostarse con ella en el dormitorio conyugal aprovechando la ausencia del marido, no merecía ninguna consideración especial a la hora de ser interrogado en una investigación criminal. No trataba de juzgar al decorador, sino que intentaba no dejarse influir por la tolerancia que pudiera inspirar su pasión amorosa.
Tras la insistencia del cabo con sus preguntas, Canido acabó por reconocer que, en el fondo, creía que Marcelino García había podido asesinar o hacer asesinar a su mujer, basándose en algunas confidencias de Rosalía.
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