Carlos Laredo - Doble crimen en Finisterre

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Doble crimen en Finisterre: краткое содержание, описание и аннотация

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Descubre por qué llaman Holmes a un guardia civil de las Rías Bajas.Doble crimen en Finisterre es la octava novela de la colección
el cabo Holmes, con una nueva trama basada en un crimen que llevará al inteligente y metódico guardia, no solo hasta quien lo cometió, sino también hacia el complejo mundo de la trata de blancas. Como de costumbre, Carlos Laredo, con su lenguaje sencillo, fluido y culto, cuenta algo más que un doble crimen y la correspondiente investigación.Los hechos y los personajes son el soporte de una historia de intereses, sentimientos y circunstancias que muestran el lado más humano de los protagonistas, situados en el decorado mágico de la Galicia más recóndita, la Costa de la Muerte. La presencia casual del millonario y caprichoso detective Julio César Santos, amigo del cabo Holmes, que se mueve por los prostíbulos de lujo con soltura, aporta un toque irreverente de humor y colorido a la trama y acompaña al lector hasta el final sin hacerle perder su interés e intensidad.

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El cabo Souto miró su cuaderno de notas y unos segundos después le dijo a Aurelio Taboada:

—Tú, Aurelio, mira a ver lo que puedes averiguar sobre los negocios y las empresas familiares de los Besteiro. Tienen dinero, sobre todo la familia de ella, según tengo entendido. No es que sospeche que haya nada extraño en sus negocios, pero necesitamos saber por dónde nos movemos. ¿De acuerdo?

—Vale, jefe. Me pongo a ello.

—Gracias. Tú, Orjales, investiga a Manuela. Habla con ella y averigua también lo que puedas sobre su marido, su situación en general y todas esas cosas. Y no te emociones consolándola; ya me he dado cuenta de que es una mujer guapa.

—¡Que dices, Holmes! Si es una tía mayor.

—¿Estás de broma? ¡Una tía mayor! Tendrá treinta y pocos años —contestó el cabo molesto, pues era evidente que su criterio sobre lo que eran personas mayores no coincidía con el de Orjales, unos cuantos años más joven que él.

—¡Por eso! A mí no me van tan talludas —sentenció Orjales.

—Vete a… —Souto miró a Verónica Lago y se contuvo.

—¿Y yo? —preguntó ella.

—Tú te quedas conmigo. Llama a Marcelino García. Quiero que estés delante cuando lo interrogue y que tomes notas. No le pidas que venga. Es mejor que vayamos nosotros al chalé.

El cabo José Souto se quedó solo. Le había hecho gracia que Orjales considerara «talluda» a Manuela, una aldeana muy guapa y que a él le parecía joven. El guardia tenía veintiséis años y Verónica Lago veintidós. Eran de otra generación y veían las cosas de otra manera. Este pensamiento le hizo olvidar momentáneamente la sordidez del crimen que tenía entre manos.

3

Marcelino García Lameiro tenía cincuenta y dos años, era alto, lucía un moreno de yate y estaba completamente calvo. Vestía con buen gusto y tenía las maneras propias de un veterano vendedor. Dirigía una sociedad propietaria de tres talleres oficiales de concesionarios de las marcas Seat, Volkswagen y Audi, situados uno junto a otro en un polígono industrial de A Coruña. Había montado el negocio con dinero de su mujer, Rosalía Besteiro, que era quien había aportado prácticamente la totalidad del capital social.

García recibió al cabo José Souto y a la agente Lago en el salón del chalé de su difunta suegra, donde aún se apreciaban los desperfectos causados por el allanamiento, a pesar de haberse efectuado ya algunos arreglos superficiales.

Como se habían visto anteriormente y hablado por teléfono, el cabo Souto no se sintió obligado a dedicar más tiempo a nuevos pésames y lamentaciones. Tras saludarlo e intercambiar algunas fórmulas de cortesía, fue directamente al grano.

—Le agradecería mucho que me explicase, solo por encima, cómo eran sus relaciones con su suegra. Intento situarme en el contexto familiar de su matrimonio y de la madre de su señora. —Souto, que era tímido y sensible en lo tocante a las desgracias de los demás, bajó la cabeza y añadió en un tono apenas perceptible—: Que en paz descanse.

—Comprendo. —Marcelino García se mostraba muy serio, pero sin caer en ningún tipo de exageración—. Vamos a ver, cabo Souto; no sé si conoce usted a la familia de mi mujer. —El cabo hizo un gesto impreciso y García continuó—. Mi suegro, Armando Besteiro, era un hombre emprendedor que se hizo rico en los años ochenta con el negocio de la construcción. Procedía de una familia de madereros de Corcubión. Como quizá sepa usted, el hombre murió hace doce años y dejó una considerable fortuna a su mujer y a su única hija, Rosalía, con la que yo me había casado dos años antes. Yo me ganaba bien la vida como vendedor de coches en Coruña, aunque no habría podido vivir como vivo ahora ni montar los negocios que tengo si no fuera por el dinero que heredó mi mujer. Al casarnos, mi suegro nos regaló un magnífico piso en la plaza de Pontevedra, que es donde vivimos actualmente. Mis relaciones con mis suegros fueron siempre muy buenas y mi suegra me apreciaba mucho, como yo a ella, puedo asegurárselo, sobre todo desde que enviudó.

—Sin embargo, usted vive en Coruña y su mujer vivía aquí, en Corcubión. ¿Estaban separados?

—¡No, no, en absoluto! Rosalía se vino a vivir aquí hace cuatro meses para cuidar a su madre. A Consuelo, mi suegra, la operaron de un cáncer a primeros de año. Pero en verano empeoró. Los médicos nos dijeron que el tumor había sido detectado demasiado tarde y tenía metástasis en la médula. No se la podía volver a operar. Estaba muy mal y sin esperanza de curación. Le quedaba muy poco tiempo de vida. Mi mujer me dijo que quería estar con ella y lo comprendí. Nos vinimos a vivir aquí, a esta casa, en verano. Yo suelo irme a Coruña los lunes por la mañana y vuelvo generalmente los sábados.

—Ya —murmuró el cabo Souto haciendo un discreto gesto a la agente Lago para que no dejara de tomar notas—. ¿No tienen ninguna medida de seguridad en el chalé?

—Pues no. No es normal tenerlas por aquí. Nunca ha habido robos en las casas de esta zona. Usted lo sabrá mejor que yo.

—Sí, claro. Solo quería comprobarlo. ¿Tienen contratado algún tipo de seguro de vida, usted y su señora?

—No, cabo. Ni mi suegra, que yo sepa, ni mi mujer ni yo los tenemos, aparte del seguro de accidentes de los coches.

—Dígame, ¿ha podido verificar si robaron más cosas, aparte de las joyas de las que me habló el otro día y el dinero del bolso de su señora?

—No he echado en falta nada más. Pero las joyas eran muy valiosas. Mi suegra tenía muchas, creo que bastante buenas, y mi mujer también tenía algunas muy caras que le regalé yo. Están aseguradas y tengo fotos de todas. No de las de mi suegra; solo de las de Rosalía. Lo que no entiendo es cómo las encontraron, pues el doble fondo que fabricamos en un cajón de la cómoda de nuestro dormitorio era prácticamente imposible de descubrir y también el cajoncito secreto del escritorio. O eso creíamos. Aparte de eso, creo que mi suegra guardaba en algún sitio bastante dinero en metálico, pero no sé dónde.

—¿Quién conocía el escondite de la cómoda?

—Solo nosotros tres: mi suegra, Rosalía y yo. No creo que Manuela, la muchacha, lo conociera, aunque no puedo asegurarlo.

—¿Piensa usted que es de confianza esa chica?

—Bueno, eso nunca se sabe. Lleva doce años en la casa y, según le oí decir a mi suegra varias veces, nunca le faltó nada. En principio, no tengo motivos para dudar de su honradez. ¿No es hermana de un guardia civil?

Souto no contestó a este último comentario porque no veía relación de causa a efecto entre el parentesco con alguien del Cuerpo y la honradez, aparte de detectar cierta ironía en la pregunta. Por eso hizo como si no lo hubiera oído.

—¿Le comentó su señora si había visto merodear recientemente a alguien por los alrededores de la finca?

—No.

—Le tengo que preguntar una cosa, señor García. Es algo que le puede molestar y le ruego que me disculpe, pero no lo tome más que como una pregunta rutinaria sin ninguna intención oculta, ¿de acuerdo? ¿Había hecho testamento su señora?

Marcelino García sonrió con una mueca que aportaba un toque de tristeza a la sonrisa. Miró al cabo Souto durante unos segundos, meneó la cabeza y contestó:

—No se preocupe, cabo. Lo comprendo perfectamente y sé que forma parte de su trabajo. Imagino que no es cómodo para usted hacerle esas preguntas a alguien que acaba de perder a su mujer de una forma tan cruel. —Souto esbozó una sonrisa de agradecimiento y no dijo nada. García continuó—: Sí, hay testamentos. Mi suegra se lo deja todo a mi mujer, que era su única hija, y ella me lo deja todo a mí. Igual que yo se lo dejo todo a ella en mi testamento, en caso de morirme antes. Es normal, puesto que no tenemos hijos. —Permaneció unos segundos callado con la cabeza baja y los guardias respetaron su silencio observándolo con atención. Él levantó la cabeza y los miró a ambos—. Ya sé que para ustedes soy el primer sospechoso. Es lógico, si no tienen aún ningún otro. Eso no me preocupa. No tenga miedo de preguntarme todo lo que quiera en ese sentido. Solo le pido que lo haga con la debida consideración y respeto a mi situación. Quería mucho a mi mujer —le tembló la voz— y su muerte me entristece mucho más de lo que puedan imaginar. Pero lo comprendo, cabo. Tiene que hacer su trabajo y estoy preparado para pasar por el mal trago de tener que responder a preguntas que, en mi situación, podrían definirse cuando menos como dolorosas.

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