Aunque tanto la acción violenta entre grupos como la que se da entre entidades políticas son formas de violencia organizada, las dos difieren en términos de capacidad organizativa, legitimidad y sentido de la solidaridad. Si bien la violencia intergrupal puede estar más o menos formalizada, la violencia que se da entre entidades políticas depende completamente de la existencia de una estructura organizativa. Por ejemplo, los conflictos violentos de clase pueden implicar a sindicatos reconocidos, a movimientos sociales, a partidos políticos radicales, a milicias organizadas o a grupos paramilitares. Sin embargo, la violencia de clase también puede producirse fuera de los canales organizativos, como cuando un obrero desesperado enloquece y mata a toda la junta directiva de una gran corporación privada. Por su parte, la violencia entre dos o más entidades políticas implica inevitablemente el despliegue de aparatos organizativos para iniciar y librar conflictos violentos. Por supuesto, los líderes de esas entidades políticas pueden considerar que un acto violento individual es motivo suficiente para decidir desplegar una violencia organizada contra otras organizaciones políticas, como en el caso del supuesto incendio del Reichstag o del asesinato de Francisco Fernando a manos de Princip. Sin embargo, la violencia entre entidades políticas no puede continuar sin una estructura organizativa.
Además, la violencia entre grupos y entre entidades políticas también difiere en la capacidad de ambos para asegurar la legitimidad interna y externa. Si bien las entidades políticas establecidas (los imperios, las ciudades-Estado, las ligas de ciudades o los Estados nación) adquieren con regularidad una legitimidad externa a través de tratados regionales e internacionales, relaciones diplomáticas, poder militar o fuerza económica, lo que no es el caso de los actores colectivos no estatales. Más bien, la legitimidad externa de muchos grupos puede ser cuestionada de forma habitual, independientemente de si están organizados formalmente o no. Como la mayoría de las colectividades, ya estén definidas en términos de religión, etnia, clase, género, edad o cualquier otro atributo social, tienden a estar representadas por más de una organización social, siempre existe la cuestión de quién tiene derecho a hablar en nombre de esa colectividad. Por ejemplo, cuando un conflicto violento determinado se define como una disputa religiosa entre chiitas y sunitas, rara vez queda claro qué movimiento social, partido, grupo militar o asociación religiosa tiene el derecho legítimo de representar a sus correligionarios. Por el contrario, en las guerras entre Estados, como en la guerra de las Malvinas de 1982, normalmente es más fácil saber quiénes son los adversarios legítimos. Aunque el derecho a gobernar de determinados gobiernos puede ser cuestionado (la Junta Argentina), la legitimidad de las entidades políticas implicadas (en este caso, los Gobiernos de Reino Unido y Argentina) rara vez se pone en entredicho.
Aunque la legitimidad interna y el sentido de solidaridad son necesarios para todas las organizaciones sociales y las agrupaciones informales, las entidades políticas y los grupos a menudo las adquieren de manera diferente. A lo largo de la historia, los gobernantes de diversas entidades políticas tuvieron que depender de fuentes diferentes para justificar su derecho a gobernar, como la mitología, la religión, los derechos divinos, las misiones civilizadoras o el nacionalismo, entre otros. En la Edad Contemporánea, los Estados también han podido establecer un monopolio sobre el uso legítimo de la violencia en sus territorios y, para justificar este monopolio, han tenido que desplegar el lenguaje y las ideologías de la solidaridad colectiva en todo el Estado. Los actores colectivos no políticos también han utilizado la retórica de la solidaridad de grupo para lograr su legitimidad a nivel interno. Sin embargo, como estos grupos generalmente apelan a circunscripciones concretas (la religión, la etnia, la clase, el género, la edad, etc.), sus fuentes internas de legitimidad y solidaridad siguen estando limitadas a los estratos sociales elegidos. En cambio, como las entidades políticas contemporáneas monopolizan en gran medida no solo el uso legítimo de la violencia, sino también los impuestos, la educación y la legislación sobre su territorio, su propia existencia se basa en el desarrollo y la utilización en el espacio político de discursos ideológicos capaces de justificar internamente esos acuerdos sociales y políticos (Malešević, 2013 a ).
LA ORGANIZACIÓN DE LA VIOLENCIA
La mayoría de los investigadores reconocen que la violencia interpersonal y la violencia organizada presentan propiedades sociales diferentes. A pesar de la disparidad sustancial que existe entre la violencia entre grupos y la violencia entre entidades políticas, ambos tipos comparten un rasgo importante: son fenómenos mediados, construidos alrededor de categorías organizativas abstractas y puestos en marcha a través de estructuras organizativas. A diferencia de la violencia entre personas, que implica una interacción física directa, la violencia organizada requiere la presencia de entidades estructuradas y abstractas, como los movimientos sociales, instituciones consolidadas u organizaciones sociales en funcionamiento que pongan en marcha, regulen y consumen actos violentos. Aunque la violencia organizada y la violencia interpersonal siguen siendo profundamente interdependientes, la brecha entre las dos se ha ampliado en los últimos doce mil años de la historia de la humanidad, y el proceso se ha intensificado en los últimos tres siglos (Malešević, 2010). Una de las razones para entender esta cuestión es el poder organizativo cada vez mayor que ostentan los órdenes sociales en detrimento de la interacción cara a cara. Mientras que, durante gran parte de la prehistoria y la historia antigua, los actos violentos se producían en la interacción directa entre individuos o entre pequeños grupos poco organizados que se enfrentaban directamente, el desarrollo de las organizaciones sociales complejas ha dado lugar a una creciente mediación social de la violencia. En otras palabras, los avances en la ciencia, la tecnología y la administración, por un lado, y el asombroso crecimiento de la población, por otro, han fomentado el surgimiento y la proliferación de organizaciones sociales especializadas responsables de las acciones violentas, así como de la coordinación coercitiva de un gran número de seres humanos (por ejemplo, el ejército, la policía, compañías de seguridad privada, milicias armadas, etc.). Mientras que unos pocos individuos que vivían en pequeños grupos nómadas podían vagar libremente buscando alimento por las sabanas africanas y participar de manera ocasional en disputas interpersonales violentas, millones de personas que habitaban en el Egipto ptolemaico no hubieran podido sobrevivir sin la presencia de una entidad política consolidada que fuera capaz de generar suficiente comida y establecer el orden interno y la seguridad externa, incluida la guerra periódica con sus vecinos.
Además, como la violencia organizada depende de la presencia de mecanismos estructurales efectivos y duraderos, una vez que estas estructuras se ponen en marcha, tienden a mantener su presencia y a expandirse en el tiempo. Por ejemplo, si una reyerta en un bar puede acabar convirtiéndose en una pelea violenta entre varios individuos, es poco probable que esa violencia a nivel individual dure días o se extienda más allá de los límites de ese bar en concreto. En cambio, una vez que se ha establecido la fuerza policial o una compañía de seguridad privada con el objetivo de preservar el orden y brindar seguridad a una determinada organización social, es poco probable que se disuelvan, aun cuando muchas personas las consideren innecesarias.
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