Estos diagnósticos sociales tan populares de la violencia son los que se cuestionan en este libro. En particular, la atención se centra en las dinámicas históricas de la violencia organizada, ejemplificadas por fenómenos sociales tales como las guerras, las revoluciones, los genocidios y el terrorismo. Y se argumenta cómo el estudio minucioso de estos fenómenos indica que no han experimentado declive alguno con el desarrollo de la civilización y el advenimiento de la modernidad. Por el contrario, la trayectoria social de la violencia organizada apunta justamente en la otra dirección: a medida que las civilizaciones y los modelos burocráticos de gobierno se desarrollan y se expanden, también lo hace la capacidad organizativa e ideológica de la violencia. Con esto no se pretende argumentar que el desarrollo organizativo conduzca inevitablemente a la violencia ni que la violencia organizada vaya a continuar con su tendencia ascendente. Hay enormes variaciones históricas y geográficas en la forma en que opera la acción violenta. Además, dado que la violencia no tiene una esencia fija y predeterminada sino múltiples formas de existencia, es extremadamente difícil captar por completo sus transformaciones históricas. Esto también incluye cambiar de actitud respecto al uso de determinadas formas de violencia. Por ejemplo, en la mayor parte de la Europa premoderna y moderna, se consideraba que blasfemar constituía un tipo de crimen más grave que maltratar a la esposa; sin embargo, hoy en día, es justo al revés. Por tanto, mientras nuestros predecesores castigaron severamente los actos blasfemos, considerándolos una forma extrema de violencia contra Dios, nuestros parámetros normativos asignan un valor máximo a la preservación de la integridad corporal.
Gran parte del debate contemporáneo sobre el declive de la violencia surge de la idea de que esta es un fenómeno estable, transhistórico y transcultural. Estos argumentos se basan en la opinión de que la brutalidad y la civilidad son dos fenómenos mutuamente excluyentes que se caracterizan por unos límites fijos construidos alrededor de los aspectos físicos e intencionales de la violencia. Sin embargo, una dicotomía tan rígida resulta demasiado estrecha desde el punto de vista conceptual y demasiado limitada desde el punto de vista histórico. Para explicar el carácter de la violencia, es necesario ubicarla en un contexto histórico, geográfico y social mucho más amplio. Hoy en día, nuestros sistemas legales y morales consideran que tocar deliberadamente el cuerpo (por ejemplo, los pechos o el pene) de una persona que no conocemos es un acto violento/criminal. Al mismo tiempo, las presiones psicológicas graves generadas en el lugar de trabajo o en los sistemas educativos rara vez son calificadas como una forma de violencia, aunque por lo general tienen consecuencias más profundas para la salud y el bienestar de la persona (es decir, a partir de la persistente inseguridad existencial que a menudo se ve respaldada por los objetivos cada vez mayores de la carga de trabajo, las demandas poco realistas de la vida laboral, el aislamiento social cada vez mayor de los individuos, el impacto de las nuevas formas de vergüenza pública, la falta institucionalizada de empatía fuera de la organización, etc.). En contraste, en el mundo premoderno, el aislamiento social y la vergüenza pública se consideraron formas mucho más graves de coerción que la mayoría de procedimientos de castigo físico. Por ejemplo, como muestra Carrel (2009), en la Inglaterra del siglo XIV la mayoría de los individuos preferían tener los pies inmovilizados en cepos que pasar un corto periodo de tiempo aislados en la cárcel. O, en general, se consideraba que la expulsión de la aldea era mucho más cruel que la mayoría de lesiones físicas que se infligían como forma de castigo. Todo esto indica que la violencia es un fenómeno social dinámico que cambia a través del tiempo y el espacio. Para comprender mejor estos procesos históricos a largo plazo, es necesario alejarse de la obsesión actual por los conceptos de la violencia centrados en el cuerpo y en los actores. La reinterpretación contemporánea de la acción violenta como un acto exclusivamente material, un hecho físico que implica el uso deliberado de la fuerza sobre el cuerpo, se desarrolla bastante tarde en la historia de la humanidad y, como tal, requiere una contextualización histórica. Hay pocas dudas acerca de que, en las últimas décadas, el orden social moderno se ha centrado excesivamente en las formas corporales de los actos violentos a expensas de todos los demás tipos de violencia. Incluso se podría argumentar que la modernidad tardía se define por el fetichismo del cuerpo, que pasa por el control personal reafirmado a través de la decoración corporal (tatuajes y piercings ), un consumismo centrado en el cuerpo o nuestra percepción sobre lo que constituye un ataque al cuerpo. En todos estos casos y en muchos otros, la atención se centra firmemente en los aspectos físicos de la integridad corporal. Si bien las dimensiones físicas de la violencia siguen siendo cruciales para comprender la trayectoria de la violencia organizada, deben complementarse con las formas no materiales y no intencionales de acción violenta. Además, para comprender mejor cómo surgen y aumentan los actos violentos, es crucial reenfocar nuestra atención, pasando de los actos intencionales de agentes individuales o colectivos a acciones no intencionadas de organizaciones sociales que fomentan prácticas violentas (véase el capítulo I).
En este libro se intenta explorar cómo la violencia organizada se transforma a lo largo de la historia de la humanidad. En este contexto se mantiene que, en lugar de experimentar un declive drástico, la mayoría de las formas de violencia organizada han sufrido una importante transición social que supone una mayor capacidad organizativa e ideológica para ejercer la violencia. Esto significa que la violencia se ha transfigurado progresivamente en el poder coercitivo e ideológico de las organizaciones sociales, que han podido utilizar diversas formas de microsolidaridad para extender su alcance y legitimidad. Para comprender totalmente cómo se desarrollan, se expanden y se transforman los poderes ideológicos y coercitivos, es necesario analizar los procesos históricos a largo plazo que han fomentado este cambio. La creciente monopolización estatal del uso legítimo de la violencia, el aumento de las tasas de alfabetización, la educación de masas, la proliferación de los medios de comunicación y la esfera pública, la burocratización de la autoridad y la ideologización masiva han contribuido al replanteamiento de la violencia. Sin embargo, en lugar de observar la extinción de los actos violentos, los últimos tres siglos han sido testigos de un aumento sustancial en la escala de la violencia organizada. Gran parte de este periodo se ha caracterizado por la expansión gradual de la destrucción masiva, cuyo punto culminante ha sido el siglo XX, con más de 250 millones de víctimas humanas (White, 2012). La mayoría de estas muertes se limitaron a la primera parte del siglo. Sin embargo, las estructuras organizativas e ideológicas que han generado estas víctimas no han sido desmanteladas. Por el contrario, los últimos setenta años han sido testigos del continuo aumento de los poderes coercitivos e ideológicos de las organizaciones sociales: Estados nación, corporaciones empresariales, instituciones religiosas, movimientos sociales o agrupaciones de la sociedad civil. El aumento de esta capacidad organizativa e ideológica ha creado un entorno social en el que, por un lado, las relaciones sociales se pacifican de manera coercitiva y, por otro, dicha pacificación coercitiva proporciona las condiciones para que se produzcan explosiones periódicas de violencia a gran escala.
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