Los ejemplos típicos que podemos encontrar en estos registros del pasado incluyen descripciones detalladas de métodos de tortura, como el Ling Chi, conocido como la «muerte por mil cortes», que era un suplicio chino que consistía en hacer pequeños cortes con una cuchilla en las extremidades y el torso de la persona; el infierno de Ashoka, una elaborada cámara de tortura de la antigua India; o los sacrificios humanos de los aztecas, en los que extraían el corazón de la víctima cuando aún estaba viva. Sin embargo, en el punto más bajo de este macabro teatro se encuentra la Europa medieval, representada habitualmente como una época de tortura perpetua, asesinatos espeluznantes y celebración de las formas más extremas de violencia. En la imaginación popular, este periodo de la historia humana se asocia con fuerza a los complejos instrumentos de tortura, como la rueda, el aplastacabezas o la famosa doncella de hierro, un sarcófago de hierro con una parte delantera con bisagras y un interior cubierto de púas, en el que se introducía a un ser humano. Por esta razón, la «brutalidad medieval» se ha convertido en una expresión que se identifica con formas espantosas de violencia y, como tal, se usa comúnmente para denunciar a los adversarios.
Sin embargo, tal como demuestran los medievalistas contemporáneos, la realidad histórica no encaja bien con estas percepciones populares de la Europa medieval. Así, Klemettilä (2009), Kleinschmidt (2008), Carrel (2009), Baraz (2003) y otros, a pesar de la retórica propensa a la violencia y algunas representaciones artísticas espantosas, señalan que la Europa medieval no fue un periodo particularmente violento en la historia humana. Kleinschmidt (2008: 170) subraya que «las fuentes medievales tempranas proporcionan pocas pruebas explícitas de la propensión a la guerra o del deleite absoluto al cometer atrocidades de aquellos que participan en la guerra». Baraz (2003) identifica realidades complejas en las que se hace un uso esporádico de la crueldad y casi siempre con una razón instrumental concreta. En la misma línea, Carrel (2009) defiende que el sistema de justicia medieval no estaba centrado ni en la tortura pública ni en formas inhumanas de ejecución. Según su análisis, la mayoría de los actos criminales eran castigados con sentencias leves que tenían que ver con la vergüenza pública del individuo, del que normalmente se acababa compadeciendo la gente del pueblo. Las ejecuciones solían estar reservadas a los asesinos y a ciertos comportamientos blasfemos. Klemettilä (2009) destaca que esta concepción errónea habitual del periodo medieval se deriva, en parte, de la lectura literal de las crónicas, las representaciones visuales de las cruzadas y la administración de justicia y, en parte, de la reinterpretación de este periodo a la luz del Renacimiento y los movimientos de la Ilustración. Si bien es cierto que las crónicas medievales y los materiales visuales de tortura y martirio no pueden tomarse en sentido literal porque fueron producidos con fines propagandísticos y didácticos específicos, el planteamiento moderno del «periodo medieval» como «bárbaro» también debe mucho a los movimientos del Renacimiento y la Ilustración, que fueron causantes de manera deliberada de esa «otredad» del pasado. Para poder difundir los mensajes de progreso, razón y libertad con éxito, necesitaron definir sus proyectos en oposición a lo que construyeron como un «pasado retrógrado». Esto puede aplicarse tanto a Europa como a otros continentes. Ahora sabemos que la cámara del infierno de Ashoka fue un invento literario, que la doncella de hierro nunca se usó para torturar en la Europa medieval y que los sacrificios humanos de los aztecas ni eran tan frecuentes ni tan mortales como se suponía con anterioridad (Schild, 2000; Obeyesekere, 2002; Graulich, 2000).
Esto no quiere decir que no hubiera violencia o crueldad en tiempos premodernos. Todo lo contrario, la violencia era un mecanismo importante de control social, y los casos periódicos de crueldad excesiva, aunque en su mayoría esporádicos, eran parte integral de los diversos sistemas de justicia y de algunas prácticas de guerra. La cuestión es que la crueldad no era parte de la vida cotidiana, y su práctica espantosa intermitente no debe confundirse con su omnipresencia. Como veremos más adelante en el libro, el uso de la tortura es con frecuencia un signo de debilidad coercitiva más que de fuerza, y aquellos que con regularidad recurren a los asesinatos macabros carecen de otros medios organizativos para infligir bajas a gran escala.
Estas imágenes excesivamente violentas del pasado, ampliamente compartidas, no solo se limitan a los medios de comunicación de masas o a los estereotipos populares, sino que se han visto reforzadas por voces académicas muy influyentes. Tal es el caso del temprano enfoque articulado por John Stuart Mill en su ensayo Civilización (Mill, 1836), donde la acción civilizada era contrarrestada por la barbarie. En particular, para Mill, la violencia es una característica definitoria de la barbarie, mientras que la civilización representa la paz, la cooperación y la empatía:
En la vida salvaje apenas hay ley, o no hay ley en absoluto, ni administración de justicia; no hay empleo sistemático de la fuerza colectiva de la sociedad en impedir que los individuos se dañen los unos a los otros. Cada uno confía en su propia fuerza o sagacidad; y cuando eso falla, el individuo se encuentra generalmente sin ningún otro recurso. Decimos, pues, que un pueblo está civilizado cuando los arreglos de la sociedad para proteger la persona y propiedades de sus miembros son suficientemente perfectos para mantener la paz entre ellos , es decir, para inducir a la masa de la comunidad a confiar, para su seguridad, en las organizaciones sociales, así como, por la mayor parte y en ordinarias circunstancias, a renunciar a la vindicación (mediante la agresión o mediante la defensa) de sus propios intereses haciendo uso de su fuerza y coraje individuales (Mill, 1836, sección 1; la cursiva es nuestra).
En el relato de Mill, la civilización, una vez establecida, seguía su desarrollo y alcanzaba su punto más alto «en la Europa moderna, y especialmente en Gran Bretaña, en un grado más eminente y en un estado de progreso más rápido que en cualquier otro lugar o época».
Herbert Spencer (1882) también desarrolló una visión similar, aunque más fundamentada desde el punto de vista sociológico, en la que distinguía entre sociedades militantes e industriales. En ella, definía a las primeras mediante el uso incesante de la violencia y la «cooperación obligatoria», mientras que las segundas se caracterizaban por la libertad y la «cooperación voluntaria». En el esquema evolutivo de Spencer, el desarrollo social se asociaba con el movimiento progresivo de las sociedades militantes, menos avanzadas, hacia órdenes sociales más industriales y avanzados. 1 Por lo tanto, aquí también se entendía la violencia como el «otro» de la civilización.
Si bien la teoría y la ciencia social contemporáneas simpatizan menos con estos esquemas evolutivos simplificados, todavía existe una fuerte percepción de que la violencia y la civilización son fenómenos mutuamente excluyentes y que el mundo moderno es menos violento que sus precursores históricos. Por ejemplo, este punto de vista sustenta la teoría de Norbert Elias sobre el proceso de civilización, que es explícita en la opinión de que las «sociedades medievales fueron, en comparación con las nuestras, muy violentas» (Elias, 1998: 198). Del mismo modo, el historiador social Marc Bloch argumentó que en la Europa medieval la «violencia llegaba también a lo más profundo de la estructura social y de la mentalidad» (Bloch, 1961: 411). Más recientemente, Steven Pinker (2011: 1) ha escrito un libro que describe el mundo premoderno como «un país extranjero» donde la «brutalidad» estaba «entretejida con la existencia diaria». En esta interpretación, la violencia disminuye con la llegada de la civilización y, en concreto, con el inicio de la modernidad. Pinker (2011: xxi) va más allá y argumenta que «en la actualidad quizás estemos viviendo en la época más pacífica de la existencia de nuestra especie».
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