AAVV - Patrimonios migrantes

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Existe un público cada vez mayor y más interesado en las temáticas donde confluyen aspectos como el arte, el patrimonio, la educación, los museos, las tecnologías y la gestión cultural. En una sociedad que avanza entre lo presencial y lo virtual no puede imaginarse un patrimonio sin migraciones. A partir de estas consideraciones, en esta obra se revisa desde diferentes ámbitos el término patrimonio, y se presentan las reflexiones de diferentes especialistas así como sus aportaciones para introducir y diseccionar el nuevo concepto de patrimonios migrantes. Con la intención de reflexionar en torno a las cuestiones patrimoniales y en lo referido a la educación patrimonial se celebraron en la Universitat de València las IV Jornadas Internacionales de Investigación en Educación Artística bajo el lema «Patrimonios migrantes», cuyos textos se recogen en este libro.

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En tal sentido, el aislacionismo icónico (es decir la interpretación aislada y simplista de una imagen) nunca será ya explicativamente aceptable. De hecho, no es viable... igual que tampoco podemos presumir de miradas inocentes en cualesquiera contextos culturales. Siempre se darán contextos «imaginarios» / de imágenes en el que se enmarcará el juego semántico, la estructura sintáctica, la noción de campo, la exigencia pragmática y la tendencia holística de la imagen, siempre además en relación constante con otras. Pero asimismo tampoco hay que relegar el peso, la influencia y la acción de las convenciones, de los iconotipos, es decir de las imágenes implantadas como definitorias y como claves características y como pautas determinantes de un marco cultural, con sus determinaciones e influencias fundamentales en la constitución de la memoria y de la cultura visual contemporánea, enraizada en la dimensión patrimonial de nuestra existencia. Así pues, desde tal marco interrelacional, deberemos abordar y rastrear todo el plural radio de acción de nuestros patrimonios migrantes. Y nos atreveríamos a puntualizar, en tal sentido, la existencia fundada de dos conceptos imprescindiblemente correlacionados, a pesar de sus diferencias.

Por una parte tendríamos la noción de sustrato, en ese bagaje migrante, conformado precisamente por las costumbres, experiencias, iconotipos adquiridos / heredados, habilidades adquiridas, tradiciones y procedimientos ejercitados. Sólo dentro de tal con­texto activo –sustrato cultural donde se enraízan los arquetipos– podemos sentir / expe­rimentar / construir «algo» y además reconocernos plenamente en ello. Y es ese algo lo que estamos también más predispuestos a comunicar, dado que es ése nuestro aire de respiración, en el que justamente encontramos nuestras raíces y donde anida supuestamente nuestra identidad. Es nuestro mapa confortable, fruto de la paideia / la formación que nos facilitó valores, anhelos y capacidades de lucha y de respuesta.

Pero asimismo en ese juego constante de desplazamientos y migraciones persistentes, el sustrato, en su profundidad, resistencia y ocupación activa, se topa inevitablemente con múltiples paisajes que nos son desconocidos, con rostros ajenos y pupilas de otro color. Pero que igualmente –todos ellos– nos observan o ignoran, mantienen la distancia o ayudan, al ritmo y oportunidades marcadas por el principio de los cantos rodados, ya anteriormente citado. Y es en tales contextos de implicaciones mutuas donde se irá consolidando asimismo, ni más ni menos, la noción de horizonte de acogimiento, que acabamos por compartir con el radio de acción que delimita y señala nuestras intervenciones. Ese horizonte de acogimiento es el directo escenario, el marco que posibilita la dimensión performativa –de acción y de actuación– donde se irá gestando el fruto progresivo de la nueva educación. En este caso estamos refiriéndonos primordialmente a la aventura apasionante de la educación artística y estética, con sus persistentes y plurimorfas conexiones patrimoniales. La que se aporta / se desarrolla desde los orígenes y la que se reestructura / revisa y transforma en los nuevos encuentros de llegada y acogida, característicos de la intensa dialéctica los Patrimonios migrantes.

Si el sustrato respectivo que aporta el viajero tiene su historia a flor de piel, atávica y/o personal, como una mochila vital o un museo imaginario, también aquel horizonte con el que nos encontramos y que ayudamos a construir vitalmente –en la medida en que reaccionamos junto con lo otro, con aquello que nos es circundante y, por tanto, condicionador–, va a ir exigiendo también sus paulatinas y complejas modulaciones socio-históricas.

Nos afincamos así culturalmente en el espacio del «entre» –en intervalos, con intersticios (palabras de alta significación en estas coyunturas)– que nos permite y ofrece, a su vez, el denominado horizonte de acogimiento, tras la llegada sostenida, abierta e interminable. Pues siempre estamos, en este viaje existencial, logrando algo y despidiéndonos de alguien o abandonando algún lugar. Y, con ello, el comportamiento del sustrato tendrá relevantes consecuencias, según endurezca su viabilidad o flexibilice sus aprendizajes. Y ambos extremos –la flexibilización dialogante o la reacción inflexible– van a abrir diferentes opciones culturales a esta apasionante historia de Patrimonios migrantes y expandidos.

Todos, efectivamente, hemos ido conformando, paso a paso, esa riqueza patrimonial que nos define personal o colectivamente. Cada encuentro entre individualidades, grupos, colectivos o globalidades –por dar cabida a la máxima diversificación escalar posible– puede ser reinterpretado, más que metafóricamente, como encuentros entre patrimonios migrantes.

Seguramente nos interesan tanto los procesos como los resultados, la dimensión memorialística como la performativa de todo patrimonio. Ya que «patrimonializar» –no lo olvidemos– es llanamente «hacer nuestro», incrementar nuestros bienes colectivamente, pero también incorporar experiencias, habilidades y capacidad de memoria, abierta a posibles proyectos. Por eso sentimos la persistente necesidad de ampliar nuestro patrimonio cultural, bien sea personal o colectivamente. Y es aquí donde conviene matizar / reintroducir, nuevamente, una justa distinción, dado que debemos discriminar entre el enriquecimiento de la personalidad educativamente hablando –la paideia como formación y enriquecimiento personal y así tendríamos claramente que contar con las experiencias estéticas del sujeto– y el enriquecimiento patrimonial sociocolectivo, siendo, pues, inevitable apuntar, estrictamente hablando, las efectivas aportaciones catalogadas del patrimonio histórico-cultural.

Los individuos se enriquecen con sus respetivos perfeccionamientos educativos, arracimados en procesos, sustanciados en hábitos y capacidades de relación. Ése es nues­tro patrimonio migrante personal, siempre in fieri. Por eso tal dimensión antropológica es clave para la estética (como experiencia y como disciplina, por supuesto). J. Ch. Friedrich Schiller (1759-1805) ya supo verlo perfecta y agudamente, como es sabido, dejándonos reflexiones fundamentales en tal sentido en sus Cartas para la Educación Estética del Hombre (1794), en las que lamentamos no poder recrearnos ahora, en su manera de relacionar hábilmente la estética con los respectivos dominios de la técnica (hoy hablaríamos de tecnología, claro está) y de la política. Toda una potente trilogía de interrelaciones básicas.

Pero también las sociedades, como entramado de personas, se enriquecen con los resultados diferenciados de los aportes patrimoniales. Y aquí «patrimonio» tiene ya un nuevo sentido, un carácter diferente, de constante construcción socio-histórica. Pues el patrimonio cultural aparece hoy en día como un fenómeno multidimensional con implicaciones tanto locales como globales.

Pero no olvidemos que nos podemos encontrar con dos matices, cada uno con sus bagajes históricos: Cabe hablar, por una parte, del patrimonio histórico-artístico y monumental, y así lo heredamos real y nocionalmente del XIX. Sin embargo, también a mediados del XX, acompañando nuestra propia historia existencial, a caballo entre los años cincuenta y sesenta, se hablará ya inequívocamente del patrimonio como conjunto de bienes culturales y naturales, materiales e inmateriales de nuestro entorno, hasta que eclosiona tal desarrollo conceptual, a partir de la década de los ochenta, al hilo de la profunda crisis de transformación que la propia modernidad sufre, a marchas aceleradas, convirtiéndose en una sociedad crecientemente globalizada. Tal es nuestra situación actual.

Ya nada es tan simple como antes, aunque sigamos hablando categóricamente de sujetos y de colectivos, de bienes y de tradiciones, de capacidades y memoria. De hecho, por un lado, en este contexto de plena globalización, el patrimonio se nos ha transformado a ojos vista, entre las manos, en un fenómeno claramente político, donde directamente interviene el Estado y también otra serie de numerosos agentes locales, nacionales y transnacionales. Es en tal conjunto donde se asume, ni más ni menos, la necesidad de salvaguardar, de proteger, de estudiar, de mostrar e incrementar los denominados bienes culturales y artísticos; pero asimismo hay que resaltar su dimensión social, es decir la creciente necesidad de sensibilización de la ciudadanía hacia esa misma conservación patrimonial, su conocimiento y divulgación, surgiendo un marcado asociacionismo, de nuevo cuño, volcado hacia la defensa, la concienciación y el incremento patrimoniales.

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