Todo un racimo de cuestiones surge, pues, en su entorno: ¿cómo olvidar la dimensión jurídica, con nuevas normas y leyes, que se solicitan y reclaman por doquier y a todos los niveles, locales, comarcales, autonómicas, nacionales e internacionales? ¿Cómo relegar la perspectiva del patrimonio como potencial recurso de explotación sociocultural, de carácter académico, turístico, creativo, objeto de consumición y factor también de desarrollo socioeconómico y cultural, en momentos de profunda y extremosa crisis, tan intensa como inesperada, por la desmedida intervención de los mercados, la falta de previsión y la alta dosis de irresponsabilidad política que hemos sufrido y seguimos padeciendo?
No obstante, digamos claramente que es la vertiente de su dimensión identitaria, de formación personal y colectiva, de expresión vital como conciencia de salvaguarda de unos orígenes y de unos ciclos de vida, la que nos estalla entre las manos en estas reflexiones sobre Patrimonios migrantes y expandidos.
Aunque aquí nos estamos centrando, ciertamente, en ese campo de las experiencias artísticas y estéticas (en esa correlación fenomenológica entre objetos artísticos y objetos estéticos como dominios patrimoniales específicos), no podemos dejar de acercarnos a la noción de patrimonio cultural entendido como bien público, es decir como un conjunto específico de bienes (culturales) que constituyen la riqueza cultural de una sociedad, al margen incluso de sus concretas titularidades. Ha sido éste uno de los logros del derecho moderno. Sin olvidar tampoco que detrás de esta expresión global de patrimonio cultural se cobijan además otras nociones, tales como las de patrimonio artístico, histórico, simbólico, paisajístico, etnológico, natural, ecológico o inmaterial.
He ahí la herencia valiosa recibida y que debemos mantener e incrementar de cara al futuro. Formando parte, también las personas, sus valores y experiencias, con carácter metafórico y traslaticio, de tal dilatado y común acervo patrimonial.
Nos encontramos, pues, con una determinada «construcción social», que apunta a la constitución de repertorios patrimoniales, con la fuerza de ser referentes simbólicos activos y transformadores, seleccionados, definidos, estudiados en torno a y en función de ideas, de intereses y de valores diversos, vigentes en el contexto social del periodo, a través de una gestión racional y experta, en la que la educación tanto tiene que decir y hacer.
¿Queda claro, pues, el complejo entramado político, profesional, especializado, empresarial, asociacionista, ciudadano, académico o pedagógico que se activa decididamente en su entorno?
En cuanto hablamos de «patrimonializar» –verbo cargado de honda responsabilidad, en su uso– estamos traspasando un bien a una nueva dimensión, de prestigio, de historia, de selección, de racionalización e incluso de (re)sacralización secularizadora del pasado y/o del presente.
Hablamos también, como venimos sugiriendo, incluso no sin cierto entusiasmo personal, metafóricamente, de Patrimonios migrantes, ampliando así su radio de acción, su alcance y sus sentidos. Porque para construir e interpretar nuestras imágenes debemos contar con un doble repertorio circundante: el de la historia global de las imágenes y el de la realidad misma, en toda su extensión e intensidad, como entorno vital y cotidiano. Todo está, pues, totalmente a nuestra plena disposición, al menos en principio, como un derecho sociocultural. Por eso somos perpetuos migrantes patrimoniales, siempre en situación de pesquisa y de búsqueda, de experimentación y de logro. Ahora bien, ¿de qué tipo son nuestras migraciones culturales? Deberemos hilar ya más fino, ahora.
Nos encontramos, cada vez más en el marco de sociedades postradicionales, que han cruzado, en su historia, modernidades radicalizadas, que se han caracterizado por un extrañamiento intenso del pasado y luego se han distanciado incluso de tales opciones, al socaire, sobre todo, de las versiones recientes de la postmodernidad, ya también relegada, en ese desmadejar el ovillo de la historia con rapidez y perpetuamente.
Las miradas patrimoniales se han ido activando, de mil maneras, en este cruce actual de caminos que nos ocupa, primero desde una lógica científica, para fundamentar su estudio e investigación, como corresponde a sociedades desarrolladas, pero también se ha recurrido a una lógica que podríamos llamar políticoideológica, buscando con ello, ante todo, la legitimación del poder. Lo hemos vivido claramente en estas últimas décadas de manera tan intensa como evidente e incluso lo hemos padecido en nuestras propias carnes sus efectos.
No obstante, en esta segunda ola de modernidad que nos atosiga con sus globalizaciones, hoy vivimos más cerca –en este concreto contexto patrimonial del que hablamos– de una mirada reflexiva que nos permite, a los sujetos involucrados, conocer el pasado para mejor entender el presente y planificar el enigmático futuro que sigue ocultándonos sistemáticamente sus bazas y sus secretos. Es precisamente esta lógica políticoidentitaria la que también ha ocupado al poder en estos años anteriores, la que ahora ya cede quizás sus presiones en beneficio indisimulado de una lógica turístico-comercial, que transforma, con una nueva vuelta de tuerca, el patrimonio cultural, en su conjunto, en directo objeto de consumo y de mercancía.
Vivimos, más que nunca, en una versión claramente light del patrimonio cultural, la versión que no duda en calificar, si es necesario, de «patrimonio incómodo» a cuanto interfiere en sus proyectos expansivos de carácter económico y mercantilista. Tal es la realidad que tantas veces hemos vivido dolorosamente, frente a la pérdida o la amenaza de patrimonios emblemáticos pero «incómodos» y, por ello, etiquetados y considerados operativamente como prescindibles. Conservación vs destrucción. Tal es la dialéctica que nos rodea efectivamente en el escenario socio-político-económico actual. Los ejemplos a citar –no nos engañemos– podrían ser sorprendentemente numerosos y reiterados, procedentes, sin duda, de cualesquiera rincones de nuestra geografía local, nacional o internacional. (Tan sólo me referiré, a modo de desahogo y de doble cita testimonial, circunscribiéndome al área valenciana, a la reciente desaparición total, traumática e irrecuperable, del Barri d’Obradors de Cerámica de Manises, con más de siete siglos de historia, memoria viva de la ciudad, y a las extremosas polémicas y proyectos en marcha, que aún siguen actualmente activas y afectan de forma directa a la supervivencia del también histórico Barrio del Cabanyal de Valencia. En ambos casos, la actitud de modernidad y de progreso, asumida como pose determinante, se transforma argumentalmente en la peor palanca para la conservación histórica del patrimonio, previa y oportunamente definido como «incómodo» y marcado con una especie de invisible cruz de tachado en rojo).
Por ello, a partir de dicho marco contextualizador, queremos insistir, como funámbulos conceptuales –aún a riesgo de antropomorfizar un tanto la propia noción de patrimonio–, en considerar también parte activa de tales patrimonios migrantes, a las figuras viajeras de los creadores y receptores del arte y de la cultura contemporáneos, a sus estudiosos y defensores, a quienes los viven día a día con su presencia, en una especie de constante autoeducación patrimonial, a menudo contagiosa. Quod discis, tibi discis.
No en vano, más allá de los bienes culturales, propios del patrimonio material, se hallan asimismo los extensos dominios del patrimonio inmaterial, con todas sus modalidades y tipificaciones. Y entre ellas tienen lógica cabida –con el respaldo de la transvisualidad, de las poéticas activas y contando con la eficacia de los lenguajes artísticos– los complejos diálogos que la creatividad es capaz de mantener siempre con todo el amplio arco de posibilidades que va desde las más lejanas tradiciones heredadas hasta los logros aportados / facilitados por la imparable tecnología, que nos circunda.
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