Enrique Blanc Rojas - Sabor peruano

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La revisión que hace esta obra de un siglo de música es notable e inédita. Emprendida en complicidad con un grupo de periodistas, investigadores y músicos, nos lleva de viaje por las raíces y los frutos de la prolífica música peruana. Veintiún crónicas y ensayos nos introducen en este universo sonoro que, al igual que la gastronomía de Perú, posee una exquisita y fascinante diversidad que merece ser escuchada fuera de las fronteras de esta milenaria y maravillosa tierra. La travesía a la que nos invita
Sabor peruano está poblada tanto de personajes históricos como de nuevas promesas musicales que continúan renovando su tradición con orgullo y pasión. Un recorrido exhaustivo y riguroso que traza un mapa sonoro e incluye una serie de playlists para acompañar la lectura de sus páginas musicales.

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Entonces, a contrasentido de la emoción, el racionalismo impuesto para esa manera de expresarse ha determinado modos y costumbres que establecen diferencias y, para estas diferencias, hemos edificado pesadas escuelas, hemos clasificado las discordias estéticas y comportamientos de cada persona, de cada nación, de cada pueblo. Y esa música, nacida como un sentimiento a modo de un abrazo o un beso, se pobló de rostros y decires que se volvieron y nos volvieron diferentes.

La construcción de la música en el Perú no es ajena a esto. La música peruana es una sumatoria de sentimientos, de épocas, de una historia que contiene confrontaciones, pero al mismo tiempo, también de juntas, de resistencias y de adaptaciones. Entonces, para comprenderla tenemos que hablar de cuáles son los acentos propios que caracterizan esta “peruanidad”, aquello que la distingue de las nociones musicales de otros pueblos distintos al nuestro.

Yo opino que el siglo XX ha sido determinante para esto. Antes, en los siglos XVIII y XIX, sólo se reconocía como oficial una manera de apreciar la música: desde la expresión colonial, la expresión de la dominación, la que determinaba una lengua y negaba las otras. Esto ocurre cuando me detengo a leer las partituras de la obra del obispo español Martínez Compañón donde, si bien hay expresiones propias de los lugares descritos, la notación y la acentuación con la que se las escribe no es para compartir un “modo de los otros”, sino para leerlo desde el lugar del dominador o conquistador. Ellos no revelaron un lenguaje musical que nos interpretara a todos, sino que mimetizaron nuestros acentos propios.

Si los peruanos emprendemos un recorrido comparativo de nuestra música oficial, encontraremos que, desde la construcción misma de nuestras raíces (que no es más que las admisiones rítmicas genéricas de la música, donde hallamos que una zamacueca de la costa peruana no es tan diferente a una cueca boliviana, una cueca chilena o una chacarera argentina), muchas de sus formas están compuestas en un tiempo de 6/8, es decir, poseen el acento de la conquista; la música que escapaba a esa concepción fue calificada como “música de rituales”.

Entonces, nuestro encanto o nuestro “sabor”, como lo llama el bello título de este hermosísimo libro, se hará más profundo cuando empecemos a mirarnos desde nuestros propios sentimientos colectivos y desde una versión de la historia que use nuestros gentilicios. Así, sólo así, sentiremos que esta música es nuestra y que sus diferencias son sólo acentuaciones naturales propias de nuestras regiones o periferias, las que se van reconfigurando por la constante movilización social y agregan nuevos acentos que antes no eran considerados. Este proceso y esta forma de ser se dan a través de la comprensión de los artistas que colocaron los hitos y que, a su manera, lograron la aceptación e identificación del público peruano con lo suyo, ayudando a forjar su propia identidad.

El desarrollo de los medios de comunicación, y la rapidez que nos imprimen en el día a día, ha cambiado permanentemente el lento proceso de nuestra evolución musical, que ha tenido personalidades fuertes y valerosas. Sin temor a equivocarme, podría decir que estas travesías sonoras por la tierra de los incas no se agotan en la mera descripción intelectual de géneros o historia, sino que emprenden un viaje de reminiscencia de los intérpretes que forjaron y forjan este sentimiento de pertenencia a un mismo territorio.

La fina selección de artistas y personajes que retrata este libro nos permite identificar de manera emocional los hitos musicales de esta joven memoria compartida que, a través de la pluma de estos escritores, nos muestra a detalle las diferentes historias de la diversidad que nos hace únicos y únicas. Los textos que integran este recorrido por la musicalidad del Perú serán un enérgico antecedente para las nuevas generaciones que sabrán, en su momento, que nuestra historia musical fue y sigue siendo un proceso largo e inconcluso que deberá ser completado por los y las que vendrán a seguir alimentándose de este Sabor peruano, así, con mayúsculas.

Octubre de 2021

Yma Sumac: la diva alada

TILSA OTTA

Getty Images La relación de Yma Sumac con el Perú ilustra los eternos - фото 5

© Getty Images.

La relación de Yma Sumac con el Perú ilustra los eternos conflictos que crecieron como mala hierba en las fisuras profundas que dejó la brutalidad de la colonización en ese territorio, fracturas de las que pareciera no haber retorno. Y es por eso que la historia del éxito colosal que cosechó en todo el mundo es tan extraordinaria como la indiferencia que sufrió en su patria a pesar de ser su estrella más brillante: incluso hoy, a más de una década de su muerte, sigue siendo la artista peruana con más discos vendidos.

Pero antes de representar, a su pesar, estas contradicciones, Yma era Zoila, una niña de la sierra norte del Perú, aficionada a representar la voz de los pájaros, a responderle a esa naturaleza que le hablaba, porque ella escuchaba. Así empezó su entrenamiento vocal, a los cinco años. “Cuando imitaba a las aves, decía: ‘este es mi público’”, recordaba. La abundante biodiversidad de aves en su tierra parece explicar su prodigioso registro vocal de cinco octavas y media, o triple coloratura, único en el mundo.

Zoila Augusta Emperatriz Chávarri del Castillo nació en la provincia del Callao en Lima, Perú, el 13 de septiembre de 1922. Meses después, sus padres la llevaron a Ichocán (Cajamarca), donde pasó la mayor parte de su infancia. Su lugar y fecha de nacimiento son objeto de debate puesto que, al preguntarle por su origen, Zoila contestaba variablemente: Lima, Cajamarca, El Callao, Ichocán…, según le dictara el ánimo en el momento, y difundió que había nacido el 10 de septiembre porque consideraba que el trece era de mala suerte. Asimismo, se añadió el nombre de Augusta por un asunto de elegancia. Zoila Augusta, pues, adelantándose a la posmodernidad y al diseño de uno mismo, característico de las redes sociales, nunca tuvo reparos en construir su identidad a su gusto, lo cual alimentó tanto la leyenda como el rechazo de los conservadores.

Otro pilar del mito que encarnó fue su cuestionada cualidad de ñusta (princesa inca). Hija única de Sixto Chávarri y Emilia del Castillo Atahualpa, se autodenominó desde pequeña descendiente de Atahualpa, el último emperador inca. Para disipar dudas y burlas, el gobierno peruano emitió un certificado que legitimaba esta versión en 1946.

A los trece años, tras presentarse en la Fiesta del Inti Raymi en la pampa de Amancaes y ser avistada por un empleado del gobierno, el Ministerio de Educación impulsó su traslado a Lima en compañía de sus padres, donde gozaría de mejores condiciones para desarrollar su talento. Valga decir que ese apoyo no habría sido posible sin la política intercultural aplicada por el presidente Augusto B. Leguía, que promovió la revolucionaria Fiesta de Amancaes, a la que llegaban músicos de todos los rincones del Perú, incluyendo criollos, andinos y selváticos.

Moisés Vivanco nació en 1918 en Huamanga, ciudad de gran tradición musical de la sierra central, en una familia de charanguistas. A los diez años recibió una medalla de manos del mismísimo Leguía, al triunfar en un certamen tocando el charango. A los veintiuno, ya un consumado multi-instrumentista, se mudó a Lima y fundó la Compañía Peruana de Arte, donde participó como compositor y director. Ávido de hallar a la estrella que coronara su creación, formada por cuarenta y seis integrantes entre bailarines indígenas, cantantes y músicos folclóricos, Vivanco reclutó a la bella Zoila cuando sólo tenía catorce años: al escuchar su voz, Moisés reconoció su talento único. Encomendó a su hermano Heraclio educarla en la impostación de voz y la bautizó con el nombre que daría la vuelta al mundo: Yma Sumac, “Qué bella” en quechua. Este seudónimo buscaba despistar a sus padres, ignorantes de que su hija había cambiado los estudios por los escenarios. Cuando descubrieron la verdad, se rindieron ante el potencial de la artista y la convincente empresa que Vivanco tenía entre manos. Y es que, además, él dirigía la programación de Radio Nacional, donde la Compañía Peruana de Arte debutó a principios de 1942. Ese mismo año, la que sería la pareja creativa más exitosa de la música peruana contrajo matrimonio en Arequipa, en las faldas del volcán Misti. Como parte de una luna de miel particular, realizaron su primera gira junto al Conjunto Folclórico Peruano (el nuevo nombre, más acotado, para su agrupación). El destino inicial sería Argentina. El flechazo fue instantáneo. Dejando en segundo plano al resto del elenco, las portadas se enfocaron en la belleza y porte real de Yma: real como una princesa inca, como un ave que despliega una cola de fastuoso plumaje en abanico, real como un mito o una leyenda.

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