No se trata solo de que los ciudadanos aporten su parte a la asociación, sino de que la distribución de los cargos y beneficios sea percibida como justa. Para que haya justicia, se requiere que, en diferentes dimensiones, ciudadanos iguales sean tratados por igual. En el lenguaje de la teoría de las finanzas públicas, debe haber equidad horizontal. Esta igualdad no es absoluta.
Una asociación libre tolera desigualdad en los resultados o desigualdad vertical. El punto es que estas desigualdades no provengan de un desequilibrio entre derechos y deberes en el contrato social —como desigualdades protegidas por instituciones anquilosadas o privilegios anacrónicos—, sino como consecuencia de elementos adscritos a cada individuo. Algunos de esos elementos son parte de la “lotería natural” y algunos pensadores pueden incluso sugerir que las loterías naturales son injustas. Este es un punto político relevante, pero supongo que aquellos no son de primera importancia. De hecho, vemos personas superdotadas que no tienen problemas para mostrar su riqueza y no vemos personas quejándose de ello. La gente se queja de los salarios de los banqueros, pero porque sospechan que no hay habilidades particulares que los expliquen.
De esta manera, en los países más desarrollados observamos que hay desigualdades tolerables. La explicación más razonable es que son compatibles con la noción de asociación libre aquellas desigualdades resultantes de diferentes preferencias para el trabajo, debido a las habilidades inherentes de la persona o los diferentes grados de exposición al riesgo. En un contrato social estable, es necesario crear condiciones para que los participantes consideren que las desigualdades se atribuyen más a diferentes formas de mérito (esfuerzo, habilidades, disposición), y no a diferentes formas de privilegio (exclusión, segregación, violencia).
La construcción de la voluntad general
Con respecto a la “voluntad general”, diremos que es la voluntad que surge del proceso democrático que la sociedad se da libremente y que se caracteriza porque contempla mecanismos de protección a las minorías. No desconocemos que en este proceso existe el riesgo de que la minoría sea oprimida por la mayoría. Obviamente, la materialización de tal riesgo iría en contra del principio de asociación voluntaria que buscamos. Una minoría que sienta que sus derechos no son respetados, dirá que no tiene sentido adherir al contrato y, en lo posible, se alejará. Ejemplo de esto es el caso de Escocia dentro del Reino Unido, de Cataluña en España, de Quebec dentro de Canadá y eventualmente del pueblo mapuche en Chile. En algunos casos, si dicho alejamiento no se puede manifestar democráticamente, la experiencia de Irlanda respecto de Gran Bretaña o del País Vasco respecto de España, indica que el alejamiento ocurre en las formas de protesta, boicot o incluso terrorismo.
El problema es que también es posible lo contrario: la minoría puede oprimir a la mayoría.
Eso sería una violación flagrante del principio de la libre asociación. La opresión de la minoría está asociada con gobiernos autoritarios de diferentes tipos. En el caso de Chile, esto se ejemplifica brutalmente en la dictadura, cuando su ideólogo principal, Jaime Guzmán, declaró que la gran virtud de la institucionalidad que estaban planteando era que “cuando los otros gobiernen”, es decir, cuando él sea minoría y la oposición a Pinochet sea mayoría, la Constitución no les permitirá hacer algo muy distinto de lo que lo que él mismo haría. A pesar del prestigio que Jaime Guzmán tenía en ese momento entre los constitucionalistas, esta frase es un error analítico serio. Sin embargo, de cara al futuro, la opresión de la mayoría por parte de la minoría parece de menor prioridad analítica. Aceptando que se nos pueda acusar de ser ingenuos, no profundizaremos en ello.15
Lo que interesa es el riesgo más frecuente: que la mayoría sea opresiva, en el sentido de que, utilizando mecanismos democráticos, esa mayoría no respete los derechos básicos de la minoría. El desafío es identificar las normas y criterios que, protegiendo los intereses de la minoría, permiten a los intereses mayoritarios una acción de gobierno.
El espíritu del contractualismo requiere asegurar que, bajo condiciones de libre asociación, la construcción de la voluntad general respete los derechos de las minorías, pero que la orientación de las políticas refleje los intereses y preferencias de la mayoría. Esto requiere un diseño cuidadoso de procedimientos, tanto en sustancia como en forma. De esta manera, Larraín (2020 a) plantea que esto significa identificar los contornos de un marco institucional y reglas de funcionamiento interno que mejoren el proceso democrático.
El uso de la coerción estatal
Cada individuo debe estar razonablemente dispuesto a dar de sí mismo a toda la comunidad y debe percibir que “adquiere (respecto del resto de la comunidad) por lo menos el mismo derecho que cede”. Para esto, no solo las reglas de la política deben ser preestablecidas y razonables, sino que se debe garantizar a los ciudadanos un razonable y transparente uso de los poderes coercitivos del Estado, lo que supone un sistema judicial independiente y eficaz. Esto quiere decir que un buen sistema institucional no puede “cargar los dados” en algún sentido; una institucionalidad que persistentemente favorece a algunos grupos es perniciosa. La estrategia de los republicanos en Estados Unidos que pretende “conquistar” la Corte Suprema para influir en la interpretación de las leyes pone en riesgo un elemento crucial, como es la neutralidad ex ante del órgano interpretativo de la Constitución.
La corrupción y el mal uso del aparato represivo del Estado son formas, desgraciadamente más comunes hoy de lo que quisiéramos, que desequilibran esta relación entre lo que cada uno contribuye y recibe del contrato social. La corrupción sesga el uso de algún organismo del Estado en favor de intereses económicos. El frecuente y desproporcionado uso de la fuerza represiva contra grupos identificables, como el caso de la muerte de Camilo Catrillanca, ciudadano chileno de origen mapuche, o el asesinato de George Floyd, ciudadano afroamericano en Estados Unidos, son ejemplos de ello.
Todas esas acciones destruyen la lógica de asociación voluntaria que pretende el contrato social. Si el derecho que se otorga sobre uno mismo no se retribuye en alguna proporción razonable, ¿en virtud de qué ciudadanos razonables optarán por ser leales con las instituciones que los gobiernan? ¿Por qué pagar impuestos si el Estado es ineficiente y corrupto? ¿Por qué adherir a leyes hechas para favorecer sistemáticamente a las mismas personas? ¿Por qué respetar las instrucciones de los poderes públicos si la violencia estatal recae con demasiada frecuencia en las mismas personas?
La deslegitimación de las instituciones democráticas está relacionada con esta dinámica.
Importancia y debilidades del contractualismo
John Rawls, en A Theory of Justice (1971), propone que el contractualismo de Locke, Rousseau o Kant nunca ha tenido la intención de señalar que en los hechos se alcance algún contrato, sino que se busca algo más sutil e inteligente: un principio de justicia subyacente para que la sociedad pueda funcionar lo más cerca posible de un esquema voluntario.
Tal principio permitiría que las personas libres e iguales acuerden obligarse mutuamente. En términos económicos, esta obligación mutua debe entenderse en dos sentidos. Primero, como una obligación de contribuir a la provisión de bienes públicos necesarios para que la sociedad funcione correctamente. En segundo lugar, como tolerancia a las diferentes formas de intervención estatal, esencialmente coercitivas, pero necesarias para promover el interés público, como la regulación.
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