Guillermo Larraín - La estabilidad del contrato social en Chile

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Desde octubre de 2019, el debate sobre una nueva Constitución se ha polarizado entre los críticos extremos y los defensores a ultranza del modelo político y económico. Combinando hábilmente teoría económica y filosofía política, Larraín plantea un nuevo modelo de contrato social fundado en criterios de justicia e instituciones que logren un equilibrio entre Estado y mercado, limiten la concentración de poder y amplíen los derechos ciudadanos y la participación popular.
Gabriel L. Negretto, Pontificia Universidad Católica de Chile
Un ejercicio refrescante de ensamblaje de distintos enfoques teóricos para abordar un problema tan longevo: la construcción de mejores arreglos sociales que combinen estabilidad, gobernabilidad y justicia social. Mediante una pluma precisa y llana, su autor hilvana un agudo examen del contexto político chileno y ofrece una propuesta para pensar sus desafíos.
Yanira Zúñiga, Universidad Austral de Chile
Guillermo Larraín pone en un completo, reflexivo y muy oportuno libro un conjunto de ideas muy importantes para entender el Chile de hoy y para pensar nuestro futuro conjunto. Presenta su visión como académico, hacedor de políticas, intelectual y ciudadano de un modo cercano, y con ello estimula conversaciones sobre nuestro contrato social.
Francisco Gallego, Pontificia Universidad Católica
Desde el 2019 han proliferado estudios que intentan explicar por qué Chile, uno de los países más prósperos de América Latina, entró en una severa crisis de legitimidad. Echando mano de la economía política y otras ciencias sociales, Larraín ofrece un novedoso aporte para entender los orígenes —y posibles salidas— a la encrucijada en que se encuentra el país.
Javier Couso, Universidad Diego Portales y Utrecht University

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Hablemos del contractualismo antes de entrar plenamente en el análisis institucional en sí.

El enfoque contractualista o de expectativas autocumplidas

Podemos entender mejor las sociedades modernas si adoptamos un enfoque alternativo al utilitarismo, a saber, el contractualismo. Este enfoque puede definirse generalmente como aquel que sostiene que la obligación de seguir las normas depende del consentimiento de quienes están cubiertos por ellas.

Sin embargo, hay numerosas formas de entender este consentimiento.

Varios contractualismos

Schwember (2014) clasifica las diferentes corrientes contractualistas de acuerdo con cuatro dimensiones: función del contrato, incentivos del agente, alcance del contrato y su estado ontológico. Estas dimensiones dan lugar a varias categorías y las distancias entre ellas no son triviales. La categorización más aceptada se basa en los filósofos que las inspiraron. Siguiendo a Schwember, existen al menos tres formas de contractualismo, todas las cuales comparten la opinión de que el contrato no es un hecho histórico.

Un contractualismo hobbesiano postula que antes del contrato no hay una regla de justicia ni ningún vínculo normativo, por lo que el contrato cubre cualquier cosa. Schwember califica este tipo de contractualismo como “fuerte”, precisamente porque todo es posible dentro del contrato; no hay derechos válidos antes de él. Es un contractualismo egoísta, porque es válido siempre que permita a los agentes alcanzar sus propios objetivos. Incluso podríamos decir que esto es un contractualismo utilitario.

Un contractualismo lockeano es en el que los agentes tienen un amplio margen de maniobra para acordar cosas muy diferentes con respecto al orden político, “pero no tienen libertad para (re)configurar el orden moral de la ley natural”, porque en el estado de naturaleza hay libertad perfecta. Este es un contractualismo débil e individualista. De hecho, Locke no ve ninguna razón para obligar a los agentes a adherir a un contrato que les sirve mal. Sin embargo, se les pueden imponer algunas restricciones porque, como en el estado de naturaleza hay alguna forma de cooperación, “pueden aparecer algunas restricciones que hacen posible la cooperación mutua” en virtud del contractualismo lockeano. Schwember afirma que este es un contractualismo libertario, porque los hombres son “dueños de su propia persona” y también le pertenecen “el resultado del trabajo de su cuerpo y sus manos. (...) Cada vez que cambia el estado de algo como la naturaleza lo dejó (...) es su propiedad”. Para Locke, los derechos de propiedad son precontractuales.

Finalmente, en un contractualismo rousseauniano-kantiano, el pacto tiene como objetivo salvar la libertad humana contra la opresión y hacerla efectiva en la vida social. Esto también es un contractualismo débil, pero es universalista en el sentido que supone que nuestros propios intereses son tan válidos como los de los demás y, por lo tanto, el contrato debe ser imparcial y pluralista. Para hacerlo, el contexto de imparcialidad y pluralismo es la adhesión a los principios de justicia.

Un aspecto particular de este debate que marca una diferencia con Locke es que la propiedad de Rousseau pertenece al alcance del contrato. De hecho, Rousseau es flexible en su enfoque de la propiedad porque pertenece al alcance del contrato. Por lo tanto, cuando habla del primer ocupante de una tierra, dice que “obtuvo la posesión no por medio de una ceremonia simple sino por el trabajo y la cultura, único signo de propiedad que, sin ninguna documentación legal, debe ser respetada”. Hasta aquí se parece a Locke, pero más adelante en el mismo párrafo, cuando habla de propiedad comunal, dice que “el derecho de cada individuo a su propia tierra está subordinado al derecho de la comunidad a todo”. Esta tensión entre derecho del individuo a la propiedad y el de la comunidad a todo para garantizar el ejercicio de la libertad de cada individuo es un punto conflictivo.

Aunque la concepción original de este enfoque universalista proviene de Rousseau, Kant se clasificó con él cuando declaró su imperativo categórico según el cual un acto es correcto si sigue principios que podrían haber sido aceptados por todos los demás. Un corolario de este enfoque es que se trata de un contractualismo igualitario, en el sentido de que, a pesar de sus diferencias naturales de fuerza y genio, “todos los hombres se vuelven iguales por convención y por ley”.

Si bien no pretendemos entrar a fondo en este debate, tenemos la intención de algo más modesto, basado en un elemento que comparten estas tres escuelas de pensamiento contractualistas: el hecho de que las obligaciones mutuas en la sociedad surgen de una mezcla de conveniencia con respecto a los resultados (por ejemplo, interés propio) y restricciones en nuestro comportamiento a las que adherimos voluntariamente.

Primera visión sobre la estabilidad del contrato social

La paradójica situación chilena que discutíamos al inicio es de una potencial inestabilidad de nuestro contrato social, que la visión utilitarista no tiene cómo analizar satisfactoriamente. Esto se discute más en detalle en Larraín (2020 a). En breve, se postula que esta depende de una frágil relación entre, por un lado, la supuesta voluntariedad de la adhesión a las reglas establecidas y, por otro, la materialidad de las disposiciones que por algún mecanismo representan la voluntad general.

Las propiedades de estabilidad pueden analizarse siguiendo cualquiera de las tres escuelas discutidas anteriormente. Para este propósito, la elección de una u otra es secundaria. Comenzaremos con el enfoque de Rousseau,

ya que su formulación es sorprendentemente cercana al concepto de “equilibrio de Nash”.

Antes de seguir, hagamos dos definiciones: equilibrio y equilibrio de Nash. Un equilibrio es una situación en la cual los individuos de alguna manera ejercen fuerzas opuestas que se neutralizan entre sí, y el resultado es que algo que les interesa a todos no cambia. Para que un equilibrio cambie, para que deje de ser estable, algo debe suceder: un shock externo o un cambio en las preferencias de los individuos.

En cuanto al equilibrio de Nash, es un tipo particular de equilibrio. En esta situación, los jugadores conocen las estrategias de los demás, es decir, cada jugador sabe lo que es conveniente para los otros jugadores. Estos agentes estarán en equilibrio si este conocimiento los induce a desarrollar una secuencia de acciones, de tal manera que cada acción sea la mejor

respuesta a las acciones del resto. Un caso ilustrativo es por qué conducimos por la derecha o la izquierda; no hay una razón a priori para preferir una u otra alternativa. Pero si crees que todos lo harán por la izquierda, debes hacerlo por el mismo carril. En el Reino Unido, no intentes conducir por la derecha; todos en ese país esperan que lo hagas por la izquierda y aceptarás hacerlo.

Volvamos al contrato social y su interpretación. Según Rousseau, el contrato social es uno en el que:

En resumen, cada uno entregándose a todos, no se entrega a nadie; y dado que no hay un asociado sobre el cual no adquirimos los mismos derechos que le concedemos sobre nosotros mismos, ganamos el equivalente de todo lo que perdemos y más poder para preservar lo que tenemos.12

Esta formulación es lo suficientemente amplia como para representar todas las ramas del contractualismo, y será clave en lo que viene después.

Antes de esto, necesitamos discutir dos cosas. Primero, ¿en qué sentido violar algunas de las dimensiones mencionadas puede convertirse en una amenaza para la estabilidad del contrato social? Segundo, ¿cómo lidiamos con el problema de que enfrentamos una familia de contratos sociales, y no solo uno, cuya estabilidad es nuestro foco de análisis?

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