Las dinámicas de crecimiento productivo, por un lado, y de pérdida de oportunidades de desarrollo y de calidad de vida, por el otro, no son las mismas en todo el país. La geografía rural argentina es extremadamente diversa y compleja: los cambios sociales y productivos fueron muy diferentes en el monte chaqueño, en las quebradas y los valles, en los oasis mendocinos, en la meseta patagónica y en la pampa.
Nos hallamos, entonces, ante una gran paradoja de la Argentina: a pesar del crecimiento de la producción derivada de los recursos naturales, los territorios rurales continuaron perdiendo población y en muchas zonas la pobreza rural se mantuvo o creció, lo que puede ser señalado como una “trampa del progreso”. Esta trampa nunca pudo ser resuelta, ya que los viejos y los nuevos problemas de los territorios rurales no aparecieron en las agendas políticas como asuntos urgentes y estratégicos. Diversas razones explican esa ausencia.
En primer lugar, los territorios rurales siguen invisibilizados. La Argentina se mira a sí misma desde las grandes ciudades y considera lo rural y al interior en general como el patio trasero del país, un espacio semiabandonado, aburrido, un lugar que no ofrece oportunidades para construir un proyecto personal, que se ocupa o se vacía según el capricho de los mercados o la necesidad de transferir recursos para sostener otras dimensiones de la vida nacional. En un país donde el 90% de su territorio está constituido por áreas rurales y naturales, esta mirada constituye una verdadera paradoja.
La segunda razón es la aceptación generalizada, y bendecida por múltiples actores públicos y privados, de que más allá del impacto negativo que el modelo superproductivista pudiera tener sobre los territorios rurales, el país debe consolidar aún más la lógica del aumento de la producción y las exportaciones, ya que las divisas generadas por las diferentes actividades del mundo rural (agropecuarias, mineras, forestales) son cada vez más necesarias. Existiría una clara aceptación de que lo rural es un territorio de sacrificio que le permitiría al país generar los recursos necesarios para entrar al mundo del desarrollo.
La tercera razón es de carácter político. De manera sistemática, las políticas y los recursos fiscales se orientan mayormente a solucionar los problemas urbanos, ya que es allí donde radican los mayores conflictos políticos y de gobernanza y donde se construye el poder electoral. Las políticas públicas para los territorios rurales no han logrado impulsar mejoras en la calidad de vida de sus habitantes, pues en definitiva el desarrollo de los territorios rurales no ha ocupado un lugar destacado en la agenda política argentina. Se mira a la ciudad (y a la industria) como único objeto de política pública; lo rural sigue siendo claramente residual, solo un lugar de donde extraer recursos, lo que consolida el histórico círculo vicioso de sacar de un lado (los espacios rurales) para poner en otro (las ciudades), cuya única consecuencia es consolidar la lógica de concentración de población y de desequilibrios territoriales del país.
A las razones políticas y económicas es necesario agregar un elemento clave, transversal, de carácter cultural, que perdura desde principios de siglo XX: la asociación de lo rural con tres imágenes o representaciones estereotipadas, sustentadas en el desconocimiento de la realidad rural. La primera imagen o estereotipo asocia lo rural con la histórica oligarquía agropecuaria, y supone que todos los productores agropecuarios son seres desalmados que solo piensan en aplicar agroquímicos y en ganar cada vez más dinero. La segunda imagen presenta al poblador rural con menos capacidades, educación o habilidades para desempeñarse en un mundo dinámico, comparado a los habitantes de las ciudades, más atrevido, rápidos, y astutos. La tercera imagen asocia lo rural al desierto, un lugar donde nada ocurre y que no invita a ser habitado porque en él no es posible construir un futuro. Estas imágenes del mundo rural argentino lo ubicaron aún más en el plano simbólico de lo no deseado, un mundo de retraso que solo cumple la función de productor de bienes primarios por parte de algunos, o un lugar de esparcimiento y tranquilidad frente a un mundo urbano en crisis. Es evidente que esta mirada sobre el mundo rural y sus habitantes impidió su reconocimiento como territorios y ciudadanos plenos de derechos. Así, lo rural sigue siendo invadido desde la ciudad por un proyecto conquistador y extractivo, y los pobladores rurales permanecen ignorados, o peor aún… olvidados.
Estas situaciones muestran que la Argentina no ha logrado modificar la mirada sobre su territorio; el país permanece atado a viejos paradigmas de desarrollo basados en la industria y en la modernización urbana; todo lo que está más allá no tiene valor, si no es el de generar los recursos que se requieren para financiar al Estado. Es claro que este paradigma, tal como fue pensado desde mediados de siglo XX, ya ha dado claras muestras de agotamiento e incapacidad para construir un futuro equilibrado en el país.
Sin embargo, no todo está perdido.
La gran novedad de las últimas décadas es que en las áreas rurales están surgiendo dinámicas y procesos innovadores que podrían contribuir a crear un nuevo paradigma o modelo de desarrollo rural siempre y cuando se diseñen e implementen las estrategias y las acciones correctas. Muchos de estos elementos remiten al orden social y cultural: la migración de familias, jóvenes y jubilados hacia los campos, pueblos y pequeñas ciudades, el fortalecimiento de la identidad y la cultura rural, la creciente preocupación y el interés por el ambiente y un estilo de vida más cercano a la naturaleza, la revalorización del patrimonio sociocultural y gastronómico, la recuperación de pueblos, la generación de proyectos de protección del paisaje y el hábitat, etc. Muchos otros elementos remiten a la producción y el empleo, entre ellos, la profunda modernización de la agricultura, la emergencia de una nueva economía del conocimiento y de servicios altamente innovadores en torno a la producción agropecuaria, la visibilización y el reconocimiento de la importancia de la agricultura familiar como productora de alimentos y dinamizadora de la vida rural, la creación de nuevos productos y la generación de mayor valor agregado, la preocupación y la generación de prácticas productivas más sustentables, iniciativas bioeconómicas y de valorización de biomasa, todos ellos asentados en la revolución de las ciencias de la vida, y muy especialmente en nuevas miradas en torno de la naturaleza y el respeto de los saberes y las características de los territorios.
La hipótesis que planteamos en este libro sostiene que todos estos procesos innovadores en marcha, junto con la pandemia de covid-19, están generando cambios estructurales en el funcionamiento de las sociedades, las economías, las instituciones y los territorios que abren las puertas a la construcción de una nueva etapa histórica en la organización y la dinámica del mundo rural argentino. El nuevo mundo rural que podría emerger se caracterizaría por conciliar sólidos procesos de innovación, modernización y crecimiento productivo con nuevas formas de relación con la naturaleza, con una mayor calidad de vida rural, una identidad rural revalorizada y, sobre todo, con la generación de oportunidades de desarrollo personal, lo que garantizaría el repoblamiento y la dinamización del mundo rural.
Este libro pretende analizar y explicar estas dinámicas emergentes, definir algunas ideas y características del nuevo modelo de desarrollo posible para el mundo rural argentino, y, a partir de allí, proponer ideas capaces de abonar el camino hacia su concreción. Así, estas páginas no ambicionan ni pretenden generar un diagnóstico total sobre la compleja realidad rural de la Argentina, pues ya existen cientos de trabajos con diagnósticos claros y bien fundamentados sobre ella, sino que se plantea como una contribución general a la reflexión sobre las problemáticas rurales de la Argentina y sus posibles alternativas de desarrollo.
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