Fernando Escalante Gonzalbo - Si persisten las molestias

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Acaso sea hora de reconocer que no entendemos al país. Nos hemos acostumbrado a una nueva normalidad de 20 mil homicidios al año, de un salario mínimo de cuatro dólares diarios, una economía informal que es más de la mitad del producto, cotidianas acusaciones de corrupción, crecimiento mediocre, elecciones que ahondan la crisis de legitimidad, sistemas de educación y de salud pública arruinados. Y no hay en el espacio público ni siquiera el esbozo de un futuro distinto, más allá de la fantasía.
Nuestro confuso presente es resultado del largo proceso de disolución del régimen de la Revolución Mexicana. Resultado de una transición hecha de entusiasmo, quimeras, equívocos, generosas confusiones. En algún momento, en los últimos treinta años, perdimos de vista al país –es urgente volver a mirar.
Los ensayos que reúne este volumen tienen sólo ese propósito. Mirar de nuevo, para identificar al menos lo que no entendemos.

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Los sicarios que controlan el trasiego en Altar y cobran cuotas a migrantes y otros traficantes no operan de manera completamente autónoma, tampoco son asalariados directos de la cúpula del cartel de Sinaloa. La manera más precisa de llamarlos es, nuevamente, “concesionarios” de la plaza . Incluso si una de sus principales actividades es el tráfico de drogas, lo que los caracteriza como organización es el control y vigilancia permanente de territorio y el cobro de cuotas. Es decir, lo que actualmente se conoce localmente como “los sicarios” es una suerte de milicia que se acerca a la forma clásica de la mafia como organización centrada en la exacción de cuotas y la intermediación parasitaria. Esta estructura participa del tráfico de drogas, y seguramente no hubiera sido posible que se estableciera sin la acumulación original de capital que permitió el narcotráfico, pero aun así su origen y propósito son más amplios. Sería más preciso describirla como una empresa que se dedica al control violento de un territorio. En este sentido es significativo que en Altar los actuales mandos de esa empresa no hayan empezado como traficantes sino como choferes de las camionetas que llevaban migrantes a la frontera: lo que los distingue son la velocidad y las armas.

La existencia de estas empresas de la violencia supone el establecimiento de una frontera interna, un territorio relativamente bien definido en el que se ejerce un control monopólico de la exacción de cuotas. Es como si el fenómeno de la frontera México-Estados Unidos –con su enorme capacidad para potenciar el valor de las mercancías y capitalizar la circulación– se hubiese reproducido a todo lo largo y ancho del país. Al igual que sucede con las fronteras internacionales, estas delimitaciones internas son trazos espaciales que suponen también una serie de filtros sociales, en particular, la distinción entre personas internas y externas, o entre los propios y los contras . El territorio entero se fronterizó, se convirtió en una sucesión de puertas y filtros para cierto tipo de personas y mercancías.

Mantener esas fronteras requiere de un dispositivo de vigilancia permanente que provee el estrato más bajo y más numeroso de trabajadores de la violencia: los puntos (o halcones ). El control territorial de las organizaciones delictivas en México no sería posible sin la combinación de flexibilidad, discreción y precisión que da este dispositivo de vigilancia. Cada punto es un filtro, una persona encargada de monitorear toda la circulación de personas y vehículos en un lugar y reportar no sólo la presencia de agentes de seguridad del Estado, sino también cualquier presencia sospechosa . Es decir, los puntos llevan a cabo un trabajo cotidiano de reconocimiento social. Así mismo, el mantenimiento de las fronteras internas requiere por supuesto de un capital militar considerable: armas de uso exclusivo del Ejército, casas de seguridad, vehículos blindados y entrenamiento. Aunque se les suele dar poca importancia, un recurso fundamental para estas organizaciones son los sistemas de comunicación portátil, en particular radios y celulares. La disponibilidad de señal y los rangos de cobertura dictan también, por tanto, sus movimientos y distribución espacial.

Una vez que estas organizaciones o empresas han logrado controlar un territorio, pueden obtener ganancias de casi cualquier cosa: tienden a adueñarse de todos los mercados ilegales (drogas, migración indocumentada, prostitución, juegos y apuestas, etc.); imponen tarifas a la circulación de casi cualquier mercancía, incursionan a veces en el secuestro y al robo, y en ciertos casos imponen cuotas incluso a actividades legales. Urgen un inventario y una tipología mucho más detallada de mercancías y actividades intervenidos por estas organizaciones, así como su distribución regional. En la historia global, esta formación de territorios internos controlados por pequeños “señores de la guerra” ha mostrado tener una afinidad particular con las economías extractivas. Precisamente porque en éstas el valor se produce o acumula en las puertas antes que en la manufactura: es en los puntos de contacto entre economías locales y globales que las materias primas extraídas duplican o triplican su valor. Quien controle la circulación tendrá una renta asegurada.

En México estas empresas de la violencia han incursionado en todo tipo de actividades extractivas, los ejemplos abundan: el robo de combustible, la pesca ilegal, la tala clandestina, la minería irregular. Hay, por ejemplo, en la costa norte de Sonora un grupo de sicarios conocido como los Ruma –que controlan los caminos de terracería que unen la costa del Golfo de California con la línea fronteriza–; originalmente se dedicaban al desembarco y trasiego de drogas, después se sumaron a la bonanza propiciada por el paso de migrantes indocumentados. Alrededor de 2014, empezaron a intervenir en la comercialización de pescado y marisco en la zona. Cada pescador está obligado a darles una porción de su pesca diaria, o a venderles la totalidad a un precio menor del que se consigue en los mercados regionales.

Actualmente algunos de estos sicarios, que reclaman derechos ejidales, aprovecharon el conflicto entre la mina La Herradura, de Peñoles, y el ejido El Bajío, en el municipio de Caborca, Sonora, para explotar clandestinamente los terreros con oro que la mina desalojó luego de que un tribunal agrario declara inválidos los convenios que la compañía firmó con los ejidatarios. Es significativo que al desalojar la compañía minera uno de los tajos, los que hayan quedado en su posesión fueran los sicarios que de por sí controlaban la circulación por esos caminos, pero que al explotar irregularmente esos recursos apelen todavía al régimen ejidal como sustento jurídico de su ocupación. En conflictos de este tipo –que involucran a sicarios, compañías mineras, intermediarios políticos, ejidatarios, jueces y policías municipales y estatales– se ve claramente cómo el traslape de regímenes territoriales estatales, privados y delictivos fue creando nichos para el beneficio económico privado legal e ilegal.

Esto sugiere otra pregunta: ¿hasta qué punto estas concesiones informales de servicios y bienes previamente administrados por el Estado se han convertido de facto en formas de gobierno indirecto ? Las compañías extractivas y las organizaciones delictivas no sólo explotan recursos que solían considerarse estrictamente públicos (el territorio y la violencia), también desempeñan de manera privada funciones típicamente gubernamentales y tienen la capacidad de transformar de fondo regiones enteras. Comprar y explotar todos los derechos de agua de una región tiene más implicaciones públicas que muchas políticas gubernamentales y sin embargo se considera una decisión privada en manos de las compañías mineras. Anular el servicio a pasajeros en la red ferroviaria es una política pública lo mismo que cobrar peaje. La exacción de cuotas en algunas regiones ha tenido más efectos que el régimen fiscal, ha logrado sofocar y promover actividades económicas particulares, además requiere de censos y de un control minucioso de la producción o traslado de ciertas mercancías. Si las cuotas a migrantes, por ejemplo, se imponen según el país de origen, los cobra-cuotas no sólo llevarán un control estricto del número de personas que pasaba por un lugar, también implementarán, como se ha visto, sistemas para verificar la nacionalidad de cada migrante.

Asimismo, las milicias de sicarios cumplen a veces funciones que podríamos definir como policiacas. En los años previos a que se formaran estas estructuras de control territorial, era muy común escuchar en la zona fronteriza de Sonora quejas y acusaciones relacionadas con los bajadores . Se conocía con ese nombre tanto a los asaltantes que robaban cargamentos de droga en el trayecto hacia Estados Unidos como a las personas que se dedicaban a secuestrar migrantes y cobrar rescate por ellos. Se decía que los bajadores eran “gente de fuera”, que eran más violentos, que eran los que “andaban chueco en lo chueco”. En otras palabras, los bajadores eran algo así como la ilegalidad de la ilegalidad, figuras semejantes a los piratas. El sistema de vigilancia y cuotas establecido por los sicarios parece haber reducido considerablemente la presencia de asaltantes y secuestradores, y algunos lo legitiman como garante del buen funcionamiento de las economías ilegales, de las que muchos viven. En cierta forma es como si los sicarios cumplieran las funciones de policías de la ilegalidad. Al mismo tiempo, el costo de las cuotas subió tanto que terminó por sofocar casi por completo el negocio de la migración indocumentada. Los polleros buscaron otras rutas, y muchas casas de huéspedes y hoteles que daban servicio a migrantes quedaron abandonados. Es decir, las cuotas se convirtieron en una política fiscal excesiva que tenía que pagar el eslabón más vulnerable de la cadena, el migrante mismo.

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