La reforma, que poco a poco empieza a llamarse modernización, inspira algunas protestas, pero no hay una resistencia ideológicamente articulada. En el espacio público, los cambios parecen casi de sentido común. La reducción de la burocracia, el control del gasto, la privatización de la banca.
En sintonía con el clima global, entre las élites mexicanas emerge un nuevo consenso a partir del cual se va a definir el programa para un nuevo régimen. Parece lo más ajustado decir que el consenso “emerge”, porque no hay ninguna discusión de fondo: el nacionalismo revolucionario está hundido, el pcm ha abandonado el modelo soviético, de modo que tal parece que todos hubiesen estado de acuerdo desde un principio.
El modelo se puede definir con cuatro rasgos: Democracia, Mercado, Transparencia, Estado de Derecho. En primer lugar, la única legitimidad aceptable, y la única que hace falta, es la de los procedimientos democráticos –y de ahí, pluralismo, alternancia, con una idea de la política reducida casi a gestión, que idealmente depende de un vínculo cuasi contractual entre electores y representantes, de ser posible sin la mediación de los partidos. Es decir, una democracia despolitizada. En segundo lugar, los problemas de producción, distribución, asignación de recursos, sólo se resuelven de manera eficiente a través del mercado. Y cuanto más libre, cuanto menos regulado, mejor. Tercero, para combatir la corrupción, la arbitrariedad, las prácticas arcaicas del sistema político, es indispensable la transparencia –acceso a la información, licitaciones, auditorías, que significa procedimientos más rígidamente formalizados. Y para todo lo demás, para las tareas de gobierno propiamente dichas, no hace falta otra guía sino el Estado de Derecho, aplicar la ley.
En el fondo hay el movimiento de despolitización que es característico del momento neoliberal. La acción del Estado se descompone en dos elementos: el derecho y la política. El derecho son reglas, la política son decisiones. El derecho, se supone, es un conjunto de normas generales, que tienen la misma vigencia para todos y no dependen de la voluntad de nadie; la política, en cambio, se trata del ejercicio del poder, y eso significa a fin de cuentas imponer la voluntad de un individuo, un grupo, un partido. Por eso, lo que se espera del Estado es la aplicación de la ley, que es lo único compatible con la libertad. Y reducir al mínimo los márgenes de discrecionalidad.
Nadie se opone realmente al nuevo modelo ni tiene otra idea, nadie entre las élites. Las resistencias son episódicas y sobre todo marginales, de viejos sindicatos, guerrillas, movimientos populares. En el lenguaje dominante en el espacio público todos ellos están desacreditados de antemano como expresión de intereses particulares (intereses creados, grupos rentistas, poderes fácticos). Por oposición a ellos adquiere protagonismo un nuevo sujeto, a la altura del programa: la Sociedad Civil. Desde luego, no está claro lo que significa el término, según el caso significa una cosa u otra, pero en general se invoca como instancia desinteresada, o atenta sólo al interés público, que por eso puede vigilar la correcta operación de las instituciones –por eso, una de las claves del tránsito es la “ciudadanización”.
La Sociedad Civil es una colectividad imaginaria, abstracta, hecha de individuos sólo provistos de buena voluntad. Y es depósito de todas las virtudes que de ninguna manera podrían reconocerse a las colectividades concretas de sindicatos, corporaciones, ambulantes, ejidatarios. En un sentido muy concreto, la Sociedad Civil no es política, y por eso se puede confiar en ella. Por eso proliferan los llamados a la “participación”, como si fuese obvio lo que eso significa, como si fuese un movimiento espontáneo, individual, de intención cívica.
El programa se explica a partir de una crítica bastante sumaria del antiguo régimen. Nunca había habido en realidad un buen conocimiento del antiguo régimen, ni de la sociedad ni del Estado, ni del funcionamiento del sistema político. Ese desconocimiento se agravó a partir de 1968, porque se impuso una lectura beligerante, con frecuencia sectaria.
Tercera hipótesis: En algún momento, perdimos (o perdieron) de vista al país. Los diagnósticos del país, los que circularon en el espacio público en esos años, fueron fundamentalmente políticos, los de la derecha, los de la izquierda, los del gobierno. La idea básica era que la enfermedad del país era política: autoritarismo, fraudes electorales, arbitrariedad, corrupción. Lógicamente, eso significaba que la vía de solución tenía que ser también política –y era, palabras más o menos, acabar con el pri.
Para dos generaciones, tanto en la prensa como en la academia, el punto de partida para entender al país fue El sistema político mexicano de Daniel Cosío Villegas. Era un libro incisivo, muy asequible, que proponía una explicación simplona, esquemática, inexacta, vertical, de la política vista desde los pasillos de palacio, pero que se correspondía con lo que decía el sentido común –empezando por la idea de la “monarquía absoluta sexenal, hereditaria en línea transversal”. Y por eso servía como recurso de orientación, incluso para la clase política. Era una especie de elaboración mitológica del sistema político, cuyas claves eran un presidente omnipotente, un partido omnipresente.
La imagen recibida, cuando inicia la transición, sobre todo subrayaba la integración de gobierno, partido, sindicatos, corporaciones: todo eso era uniformemente el antiguo régimen, y todo era un obstáculo para la modernización, desde la reforma agraria y el ejido, hasta la Ley Federal del Trabajo, el sistema electoral o las empresas públicas. La política, toda, repentinamente se convirtió en “el pasado”. Era la forma histórica concreta de la sociedad mexicana la que resultaba obsoleta, y se suponía que podía, que debía ser reemplazada de todo a todo por formas modernas.
El consenso de los ochenta, para darle un nombre, se nutre del auge de la cultura del neoliberalismo, el giro de la izquierda para privilegiar la democracia, el lenguaje antiautoritario de los años sesenta. También hay una veta académica que contribuye a su cristalización en las décadas siguientes. En primer lugar, la aceptación de los modelos de “transición a la democracia”, y los intentos de asimilar en sus términos el proceso mexicano –que contribuyeron en mucho a hacer todavía más borrosa la imagen del antiguo régimen. En segundo lugar, por supuesto, el predominio de la economía neoclásica (la que se llama macroeconomía de microfundamentos ). Y en tercer lugar, con parecida importancia, un pensamiento jurídico fundamentalmente doctrinario, abstracto, que pone en boga el nuevo lenguaje de los derechos.
En las últimas décadas hemos enviado a cientos, miles de estudiantes a estudiar en Estados Unidos, y se han formado muchos, acaso la mayoría, en una ciencia social de angustiada ambición científica, que necesita fórmulas, modelos, regresiones –algo que pueda ponerse en un gráfico. Y que por eso tiene como materia de estudio los aspectos medibles de la realidad, si no es que los puros modelos de comportamiento de hipotéticos actores racionales. Es una ciencia social cuyo mérito consiste en prescindir del contexto tanto como sea posible, porque busca explicaciones generales. El resultado han sido dos generaciones de académicos, algunos excelentes, pero con un modo característico de entender el país, un modo característico de no entender el país. En particular, por supuesto, quienes han estudiado allí economía, ciencia política o administración pública, cada vez más indiscernibles, con preocupaciones, supuestos, prejuicios y modelos muy similares –y con una influencia desproporcionada en la toma de decisiones (en comparación con historiadores, antropólogos, algunos sociólogos).
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