Durante muchos siglos, hasta el Romanticismo, las pasiones fueron consideradas como un factor de turbación y de trastorno de la razón. A lo largo de su Antropología, Kant, uno de sus más señeros censores, las consideró perjudiciales para el desempeño de la razón: «Las pasiones son cánceres de la razón pura práctica y, las más de las veces, incurables; porque el enfermo no quiere curarse […]»60. Pero de enfermedades de la razón y enemigas declaradas de la cordura, según escribió Gracián61, con Schopenhauer y Nietzsche, las pasiones fueron enfocadas desde perspectivas completamente nuevas. El primero, aun admitiendo el componente de «irracionalidad», destacó su poderío hasta calificarlas como «el más poderoso agente del mundo»62. Nietzsche, por su parte, además de criticar el ideal de sabio antiguo, afirmando que «la ausencia de pasión dista mucho de ser conocimiento»63, se mofa de la Iglesia por cuanto «combate la pasión con la extirpación», y añade: «su medicina, su “cura”, es el castradismo »64.
Ampliamente influido por la escuela estoica en lo que hace a las pasiones, Cicerón insistió una y otra vez en que éstas no son causadas por la naturaleza, sino que provienen de la opinión: «[…] todas ellas surgen de juicios basados en opiniones erróneas y voluntariamente asumidas […]»65. De manera que, de seguir a este autor, las pasiones en modo alguno serían fuerzas turbulentas surgidas de la naturaleza o del organismo que, como caballos desbocados, conducirían a su antojo al impotente jinete. Al contrario, estarían arraigadas en lo más íntimo de la persona, quien, en última instancia, les daría su aquiescencia o no consentiría en dejarse atrapar por ellas. Cuando Cicerón expuso en De finibus la doctrina estoica sobre las pasiones, puso en boca de su interlocutor, Catón, las siguientes palabras que ratifican su posición: «Por lo que se refiere a las perturbaciones del espíritu, que hacen miserable y amarga la vida de los necios […], esas perturbaciones, digo, no son suscitadas por ninguna fuerza natural; y todas se dividen en cuatro géneros con numerosas subdivisiones: tristeza, temor, deseo, y la que los estoicos, con un nombre que se aplica igualmente al cuerpo y al alma, llaman hedoné , pero que yo prefiero llamar ‘gozo’, algo así como un transporte voluptuoso del alma cuando se exalta. Las perturbaciones no son provocadas por ningún impulso de la naturaleza, y todas esas cosas provienen de errores de opinión y ligereza de juicio»66.
Aunque Cicerón renegó del marcado dogmatismo y de los rigores extremos que proponía el estoicismo —casi tanto como le repugnaba el ideal placentero que creyó ver en Epicuro67—, destacó la decisión personal a la hora de entregarse a las pasiones: «Las dolencias corporales pueden acontecer sin culpa alguna, pero no las del alma, porque aquí las enfermedades y las pasiones sobrevienen siempre como consecuencia de una desviación de los dictados de la razón»68. Siguiendo el principio de la moderación, en el que coinciden grosso modo todas las escuelas antiguas, propuso Cicerón diversos remedios de tipo filosófico para eliminar la aflicción mediante el razonamiento. Más que detallarlos, interesa dejar claro que todos esos remedios para los males que afectan al alma «se encuentran dentro de ella misma, mientras que los remedios corporales hay que ir a buscarlos al exterior»69.
Acaso estas puntualizaciones que acaban de transcribirse comiencen a resultar un tanto familiares a los conocedores de la historia reciente de la clínica mental. Ciertamente, pues da por sentado Cicerón, en primer lugar, que los males que afligen al alma no provienen de la naturaleza (ahora diríamos del organismo o de la herencia), sino que el sujeto está implicado en su causa al consentir en dejarse arrastrar por la pasión; y, en segundo lugar, que dentro del propio alma enfermo se hallan también los remedios para alcanzar la salud.
Como trataré de mostrar más adelante, ambos planteamientos están en la base de la concepción pineliana de la alienación mental, por cuanto las pasiones desempeñan en ella un papel etiológico innegable y porque siempre subsistirá un grano de razón inalienable cohabitando con la locura, de tal modo que el «tratamiento moral» será efectivo cuando logre potenciar ese resto indestructible de humanidad. También estoy convencido de que estos mismos planteamientos están presentes en Freud, de una manera, por lo demás, mucho más nítida y rigurosamente argumentada en lo que atañe a la responsabilidad última del sujeto en la conformación de su estructura psíquica y en la creación de sus síntomas, productos enfermizos del propio alma que naufraga y también realizaciones creativas destinadas a salir a flote, como ejemplarmente muestra el delirio respecto a la psicosis.
Son muchas, finalmente, las consideraciones generales sobre el hombre que compartían los filósofos de la Antigüedad. Algunas de ellas se han adensado hasta conformar problemáticas imperecederas que desde entonces, de forma recurrente, han interrogado a los pensadores. Citaré sólo tres de ellas, ya que constituyen parte de la esencia de nuestra pequeña ciencia. La primera nos presenta al hombre como un ser desdoblado, cosa que nombra por sí misma una experiencia universal: «El alma griega —sintetiza Colina—, remontándose a los antiguos, ya era un alma dividida, un doble del hombre, y como un espíritu fragmentado, como una autoconciencia desventurada, se ha venido mostrando desde entonces a lo largo de la cultura. Freud recoge estas figuras tradicionales de la división humana, las variantes del Sileno y del Jano de dos caras, y las provee de un rigor conceptual nuevo»70. La segunda nos lo muestra padeciendo permanentemente la añoranza de algo para siempre perdido. La tercera, por último, lo describe en continua lucha consigo mismo, teniendo que decidir sobre sus acciones y usando la razón para no ceder ante los temores y los deseos. Por tanto, además de la escisión y la división subjetiva, en el centro de estas reflexiones se erigen también las nociones de melancolía y pasión, las cuales habrían de motivar ubérrimos desarrollos en los siglos venideros71, desembocando finalmente en el alienismo decimonónico y en los fundamentos del psicoanálisis.
A fin de mostrar el contraste entre la actitud clásica ante las pasiones y la actual visión de los síntomas y las enfermedades mentales, se pueden resaltar, de forma sintética, los siguientes aspectos. En primer lugar, en lo tocante a las pasiones es el propio sujeto quien debe hacerse cargo de ellas y responder de su quehacer; en segundo lugar, la moderación de las pasiones constituye la regla fundamental a observar; por último, de todas las actitudes posibles, sin duda la más despreciable es la que hace de la pasión un motivo de regocijo o de satisfacción orgullosa. Dicho esto, con más motivo se entenderá ahora la enfática afirmación de Cicerón: «El hombre valeroso no sucumbe a estas cosas y, por tanto, tampoco a la aflicción»72.
Sobre la alienación mental y los restos de razón
Pese al menosprecio con que el positivismo trata la tradición, ufanándose incluso de desdeñarla, cualquier historiador de la clínica mental sabe reconocer que el inicio de la psicopatología moderna —la alumbrada en los albores del siglo XIX por Philippe Pinel y los primeros alienistas— resulta de hecho de una recuperación de la tradición filosófica antigua tamizada por la nueva mentalidad científica, razón por la cual el papel otrora atribuido a las pasiones respecto a las enfermedades del alma será nuevamente objeto de atenta reflexión.
A mi modo de ver, existe un puente que une la tradición clásica con el alienismo moderno y el psicoanálisis. El primer pilar de ese puente se erige sobre la obra de Cicerón, tal como he querido mostrar; el segundo descansa sobre la concepción de la alienación mental de Pinel, de la que ahora me ocuparé; el tercer pilar, finalmente, arranca con una fortaleza hasta entonces desconocida en la obra de Freud, asunto sobre el que versará el último epígrafe. Si me he empeñado en ver en la obra «psicológica» de Cicerón —especialmente sus Tusculanas— ese primer armazón, es básicamente por dos razones: una general y otra muy concreta. Radica la primera en que su legado compila, y en parte modifica, el saber antiguo, sustituyendo y suavizando a Zenón para favorecer a Platón y Aristóteles; además, fiel al espíritu práctico de los romanos, su eclecticismo convierte su obra en una fuente de conocimientos sobre el conjunto del saber antiguo. La segunda, indiscutible, se basa en referencias precisas surgidas de la pluma de Pinel, en las cuales menciona y alaba las obras de Cicerón.
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