José María Álvarez - Estudios sobre la psicosis

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Nueva edición reescrita y ampliada.Trece estudios componen este libro. En todos se analiza la psicopatología de la psicosis, en especial los fenómenos elementales, el delirio y la alucinación. Aunando la tradición filosófica, los clásicos de la psiquiatría y el psicoanálisis, el autor analiza las experiencias del psicótico, punto de partida de su investigación. A medida que éstas se exploran siguiendo el testimonio directo del psicótico, se va perfilando una lógica interna que proporciona una explicación cabal sobre el nacimiento a la locura, las distintas posiciones que el sujeto puede adoptar en ella y las estrategias de las que dispone para reconducir su verdadero drama, tan inefable como solitario. De esta manera, partiendo de la psicología patológica se consiguen configurar las bases que convienen al trato y al diálogo con el alienado. Al desarrollar esta modalidad de análisis se aspira a articular la psicopatología y la terapéutica, las dos dimensiones de la clínica en su estado más puro.A diferencia de las dos ediciones anteriores, esta obra se amplía con tres nuevos estudios que le aportan unidad y visión de conjunto. En ellos se analizan sobre todo las formas normalizadas o discretas de la locura y se precisan las experiencias genuinas que la caracterizan y definen.Los artículos que integran este libro son el ejemplo cabal de una psiquiatría distinta. En medio de la vorágine positivista, cuando el sentido de la clínica ha perdido su vocación por la escucha y las preguntas, surge de pronto el discurso de José María Álvarez para resucitar la tradición y actualizar los enigmas."Convencido de que el positivismo poco tiene que decir ante el lenguaje de la locura, el autor recoge la palabra de los psicóticos de dos formas. Una, con los saberes de la psiquiatría clásica, revelando la lógica interna de su pasado, otra con la hermenéutica psicoanalítica". (Fernando Colina)

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Ahora bien, ¿cómo ejercía su poder terapéutico? Sobre este particular hallamos algunas menciones que destacan en especial la relación entre el afligido y el maestro, especialmente este pasaje de Séneca: «Nadie por sí mismo tiene fuerza para salir a flote. Precisa de alguien que le alargue la mano, que le empuje hacia afuera»44. De acuerdo con los comentarios que Michel Foucault dedicara a éste y otros textos similares, cabe destacar que la labor del maestro filósofo en modo alguno consistía en la reeducación o en la instrucción, esto es, en aportar ciertos conocimientos al doliente. Se trata, por el contrario, de una acción a resultas de la cual el sujeto que se hunde y clama auxilio sale modificado merced a la intervención del filósofo; es una operación que afecta al modo de ser del doliente, pero que rebasa la instrucción o la transmisión de un saber. Para que se produzca un cambio en su forma de vida, el filósofo habrá de ocupar la posición de mediador, hecho que permitirá el paso de la stultitia a la sapientia : «Proclama [el filósofo] que es el único capaz de lograr que el individuo pueda quererse a sí mismo y finalmente alcanzarse, ejercer su soberanía sobre sí y encontrar en esa relación la plenitud de su felicidad. Ese operador que se presenta es, por supuesto, el filósofo. […] Y ésta es una idea que encontramos en todas las corrientes filosóficas, sean cuales fueren»45.

Cuanto acaba de apuntarse bastará por sí mismo para cuestionar, cuando menos, la asimilación que a menudo leemos entre las doctrinas antiguas —en especial las estoicas— y el cognitivismo actual, pues no parece que se trate simplemente de rectificar el pensamiento sino de provocar un cambio en la posición del doliente ante la vida46. Por lo demás, el tipo de intervenciones terapéuticas de las que se valía el filósofo de la Antigüedad consistía básicamente en la conversación, antes incluso que las cartas o las consolaciones47: «El tono conversacional aprovecha en gran manera, ya que suavemente penetra en el alma. […] [El lenguaje sencillo] Penetra y arraiga con más facilidad, ya que no precisa de palabras copiosas, sino eficaces»48.

Las pasiones y las enfermedades del alma según Cicerón

La expansión y el desarrollo de estas corrientes filosóficas supuso finalmente una demarcación entre la medicina —centrada en curar el cuerpo enfermo— y la filosofía práctica —destinada a la terapéutica de las enfermedades del alma—, como dejó escrito Marco Tulio Cicerón (106–43 antes de J. C.), el más destacado compilador del saber antiguo, en sus Tusculanas: «Porque existe, en efecto, una medicina para el alma: la filosofía. Para obtener su ayuda no es menester salir fuera, como ocurre con las enfermedades corporales, sino que debemos poner a contribución todas nuestras energías y a nosotros mismos»49. Si hemos de dar crédito a la tesis de Jackie Pigeaud50, esta escisión entre las enfermedades del alma y las del cuerpo se debió al estudio que Cicerón realizara de las pasiones en sus Tusculanas, pues anteriormente prevalecía una visión de corte monista según la cual el juicio y el organismo formaban un todo indivisible.

Inspirándose en Pitágoras y Platón, propuso Cicerón su interpretación dualista de la descripción tradicional monista de las pasiones, en especial la desarrollada por Crisipo. A esta interpretación le atribuye Pigeaud un valor sustancial, pues de ella deriva la tajante separación entre una medicina del cuerpo y otra medicina del alma. Ciertamente, esta mirada dualista resulta patente en el párrafo de las Tusculanas que a continuación se cita: «Como lo que los griegos llamen pathe nosotros preferimos denominarlo pasiones ( perturbationes ) y no enfermedades ( morbos ), nos atendremos a aquella antigua diferencia establecida primero por Pitágoras y luego asumida por Platón, que distingue en el alma dos partes, la una dotada de razón y la otra carente de ella. En la parte racional sitúan la tranquilidad, es decir, el equilibrio plácido y sosegado, en la irracional los movimientos desordenados, tales como la ira y los deseos contrarios y hostiles a la razón. Partamos de esta fuente. Con todo, para la descripción de estas pasiones recurriremos a las definiciones y a las divisiones de los estoicos, que son quienes, a mi parecer, con mayor penetración han analizado estas cuestiones»51. El alcance de esta disociación debe comprenderse no sólo como una disimetría entre las enfermedades del alma y las del cuerpo, puesto que insinúa también una supremacía de las primeras respecto a las segundas: «El dualismo no significa el paralelismo del alma y del cuerpo; designa una jerarquía con un estado conflictivo siempre posible. Pero el orden quiere que el alma dirija a sí misma y al cuerpo, lo cual implica la disimetría […]»52. Esta consideración según la cual las pasiones se separan del cuerpo traerá importantes consecuencias, como veremos, en la reflexión de Pinel, principalmente las que atañen a las relaciones del cuerpo y el alma, la causalidad de la alienación mental y la responsabilidad del alienado.

Pese a muchos matices que no viene al caso detallar, los pensadores de la Antigüedad clásica consideraron a las pasiones ( pathos : ‘pasión’, ‘sufrimiento’, ‘enfermedad’) alteraciones emocionales de una intensidad exagerada, muy superior a la de las emociones, y de una prolongada duración, mayor incluso que los sentimientos normales. De las pasiones se destacó su inalterabilidad frente a los hechos de la experiencia, con lo que se subrayaba el domino sobre las ideas y la afectación que ocasionaban a la capacidad de juzgar. Como si de un «aguijón»53 se tratara, la pasión penetra con virulencia, emponzoña y arrastra al sujeto, empujándole a «seguir el peor camino», tal como confiesa Fedra a la Nodriza54 en la tragedia de Séneca.

Según la definición clásica de Zenón, frecuentemente citada, en este caso por Diógenes Laercio, la pasión o perturbación «es un movimiento del alma, irracional y contra naturaleza, o bien un ímpetu exorbitante»55. Se trata, en primer lugar, de una conmoción que se opone a la recta razón, esto es, un «juicio pervertido»56. A la idea «juicio pervertido» o de razonamiento erróneo le asoció también Zenón, en segundo lugar, la del exceso («ímpetu exorbitante», «apetito excesivo», «impulso excesivo»). La tercera característica, por último, hace de la pasión un empuje contrario a la naturaleza, con lo que esto significa para los estoicos. Las tres características que señalo aparecen en las apreciaciones de la mayoría de comentaristas. Así lo recoge Plutarco cuando analiza la opinión de los estoicos, a quienes considera los filósofos que más se ocuparon de indagar en la naturaleza de las pasiones y en los remedios para combatirlas: «Pues la pasión, según ellos, es una razón perversa e intemperante procedente de un juicio vil y erróneo que ha tomado además violencia y fuerza»57. La filosofía y la medicina greco–romanas las consideraron causa de enfermedad del alma, pues enturbian la capacidad intelectiva, con lo que se afianza la oposición entre pasión y razón58. Del choque entre la pasión y la razón, de su antagonismo, se ha destacado el poderío de las pasiones sobre la razón, la capacidad que tienen de subyugarla, «como los caballos salvajes se desbocan con el carro y no se les puede refrenar»59, según escribiera Robert Burton echando mano de una vieja metáfora.

Fueron especialmente los estoicos quienes asimilaron las pasiones a enfermedades, describiendo un paralelismo en la evolución de unas y otras. Según ellos, el primer estadio corresponde a la propensión ( euemptosia o proclivitas ); vendría después el pathos , o enfermedad propiamente dicha, a la que seguiría la nosema o estado crónico del mal; a continuación aparecería la arrostema ( aegrotatio , según traduce Cicerón), que mantiene al individuo como si estuviera siempre enfermo; por último, el proceso culminaría en un estado de vicio ( kakia ), esto es, la aegrotatio inveterata de Cicerón o el vitium malum de Séneca, el cual se manifiesta en una deformación de la persona totalmente entregada a la pasión. Puesto que se las consideraba enfermedades del alma, los estudiosos, además de definirlas y clasificarlas, propusieron diversas estrategias para atemperarlas, moderarlas o intentar erradicarlas según el ideal antiguo de la ataraxia o indiferencia hacia todo aquello que provoca deseo o temor.

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