Puede que por esto la reacción de los estudiantes ante una asignatura como la Historia Contemporánea de América presente unas peculiaridades específicas. Ciudadanos políticamente moderados en su realidad social más inmediata, se radicalizan parcialmente en su contacto con la realidad histórica del continente americano, muy especialmente ante la información que reciben sobre América Latina. La extremada desigualdad social, la injusticia, la violencia institucional, las relaciones entre los países latinos y Estados Unidos y la misma polarización social interna de éste último –especialmente sensible se muestran ante los problemas raciales– los lleva con frecuencia a adoptar una posición voluntarista, con una fuerte carga moral, que puede distorsionar el proceso de análisis con facilidad porque se hacen extremadamente vulnerables a determinadas explicaciones simplistas o simplificadoras. La demonización de Estados Unidos como potencia imperialista y opresora, el horror que experimentan ante las dramáticas consecuencias de la violación sistemática y masiva de los derechos humanos, pueden confundir no ya a los estudiantes, sino también al profesor, que puede verse envuelto en esta corriente emocional, acrítica y simplificadora que puede convertir la clase en un ejercicio de denuncia del incumplimiento de los derechos humanos más elementales o en una exposición sistemática de grandes verdades indiscutibles. Esto es, indudablemente, un gran peligro, pero conviene añadir que de este entusiasmo puede nacer un fruto jugoso: el interés por profundizar, por ir más allá, por conocer los porqué de esta realidad que les hiere.
Parece una realidad aceptada que en el ámbito docente, a pesar del descrédito de la historia de los acontecimientos, a pesar de la renovación historiográfica y los cambios en la pedagogía que con aciertos y errores se han introducido, no han desaparecido todos los obstáculos que dificultan la instauración en nuestras aulas de una historia que problematice y razone de manera adecuada los hechos y los procesos históricos. El efecto pendular nos llevó a obviar la explicación de los hechos y nos situó en un punto en el cual el profesor se preocupaba (o se preocupa) demasiado enfáticamente por explicar las grandes interpretaciones historiográficas ya que, según se decía (se dice), los hechos están en los manuales. A nuestro parecer, es necesario romper con este esquema de funcionamiento, y debemos adoptar como criterio pedagógico prioritario el de contribuir a formar una tupida red de conocimientos factuales que permitan al estudiante adopter una posición crítica y reflexiva respecto a las diversas interpretaciones existentes sobre un mismo proceso histórico.
Es imprescindible, pues, establecer, por una parte, las bases con unos conocimientos que ha de proporcionar el profesor mediante la exposición de los temas del programa y, por otra, una adecuada orientación bibliográfica de carácter general y específica que ha de plantearse desde el inicio del curso, dejando claro cuáles son las lecturas que, en su opinión, son básicas. Se desprende de nuestras palabras que ha de conseguirse un equilibrio entre narración e interpretación, equilibrio muy difícil de alcanzar, pero que resulta imprescindible desde la concepción de la enseñanza de la historia que mantenemos.
Puede ser que, ingenuamente influidos por noticias relacionadas con teorías pedagógicas de otros niveles de enseñanza, algunos de nosotros hemos pretendido conseguir aquello que con excesiva ligereza llamamos clase activa . Esto es, una clase en la que los estudiantes no son simplemente taquígrafos que levantan acta de las palabras del profesor –como cuenta Bryce Echenique que hacía en la Sorbona–, sino que interrumpen, discrepan, piden aclaraciones, plantean dudas o intercambian opiniones con los compañeros… Nuestro punto de vista original ha sufrido algunas modificaciones respecto a los fervores iniciales, y mantenemos que no debemos confundir una clase con un seminario. Aun así, estamos seguros de que todavía no hemos alcanzado un método de trabajo idóneo en las aulas. En este sentido, en el pasado, constatábamos que las fluctuaciones eran muy extremadas respecto a la participación activa en la clase: pasábamos con mucha facilidad de cursos con un enorme activismo a otros poco o escasamente participativos.
Con frecuencia nos veíamos inmersos en una dinámica frustrante tanto para los estudiantes como para los profesores, convertidos en simples taquígrafos aquéllos y en bustoparlantes éstos últimos. Sería estéril la discusión sobre las causas de este estado de cosas –excepto si es producto de la incapacidad motivadora del profesor–: el sistema, el plan de estudios, la dinámica seguida durante todo el aprendizaje escolar, etc. No importa. Lo cierto es que deviene responsabilidad del profesor el romper con esta pauta de conducta, el hecho de impedir que la asistencia a clase no tenga otro objetivo que el de tomar nota, de la manera más completa, de lo dicho por el profesor. Esto, aun así, sin que caigamos en el error de entender la clase como una tertulia en la cual se confunde la noción de crítica con la de opinión, ejercida ésta en la mayoría de los casos con la convicción de que es superflua una información previa suficiente.
Surge pues, de nuevo, la necesidad de conseguir un equilibrio entre la participación de los estudiantes en la clase y la necesidad del profesor de poder articular su discurso de manera coherente y ordenada. No se trata, lógicamente, de reivindicar la llamada clase magistral sin correctivos. Se trata de que el profesor es el responsable de la asignatura, es quien tiene un programa en el que se plantean los problemas, se analizan y se presentan ordenadamente los datos de los que dispone, se contrastan las interpretaciones existentes al respecto y, finalmente, se ofrece una valoración de conjunto del problema, que en ningún caso es una simple opinión.
Nuestro propósito, que determinará el uso de diversas técnicas de trabajo y la puesta en funcionamiento de nuestras ideas docentes, es el de conseguir el mayor grado de autodisciplina posible entre los estudiantes y, paralelamente, generar un clima de confianza en ellos mismos que elimine o, al menos, rebaje aquello que algunos autores han llamado neurosis escolar (Lazanov, 1979), provocada por la desconfianza en la propia capacidad y por el miedo injustificado a los estudios.
Puede ser que aquella neurosis se haya contagiado a un segmento no menospreciable de los jóvenes estudiantes, castigados por las dificultades de adaptación de los temarios y de las técnicas docentes a la nueva realidad. Es por eso que consideramos que el esfuerzo de la reestructuración de los contenidos ha de ir acompañado por la asunción de mejores estrategias de trabajo que hagan posible, no sólo el aprendizaje, sino el aprendizaje gratificante y no neurótico.
En principio, todas las estrategias de aprendizaje tienen su utilidad, por lo que consideramos conveniente combinar, aunque con las reservas que ya señalaremos, los dos grandes grupos de estrategias didácticas: las expositivas y las de descubrimiento o indagación, en sus diversas variantes y concreciones. En la universidad, el proceso de enseñanza y aprendizaje debe contemplar tanto las llamadas lecciones magistrales como el sistema tutorial para el seguimiento de los procesos de descubrimiento, pasando por la utilización de diversas técnicas de grupo y la iniciación en la investigación científica.
Es necesario, lógicamente, distinguir entre las estrategias didácticas expositivas y las de descubrimiento (Hernández, 1986). Las primeras destacan el proceso de enseñanza y ponen énfasis en el papel del profesor como transmisor de una información estructurada y que ha de reproducirse. Las segundas, por el contrario, destacan el proceso de aprendizaje y enfatizan el rol del estudiante como sujeto activo. Es esencial en ellas la valoración de la formación o de los hábitos de trabajo intelectual, con la intención de que la información sea buscada y organizada por el estudiante y, posteriormente, pueda usarla, bien para aplicarla, bien para elaborar nueva información.
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