En esta transformación, no obstante, no hubo espacio para los estudios históricos americanos, gravemente perjudicados por la ausencia de especialistas en esta materia, así como por la escasa tradición y peso de los contactos entre América y el País Valenciano, y por las dificultades lógicas en el acceso a las fuentes que pudiesen incitar a los estudiantes y a los jóvenes licenciados a ocuparse de estos temas. Valencia, la más antigua de las tres universidades que están implicadas en este trabajo, sufrió no sólo el empobrecimiento del americanismo que afectó a todas las universidades españolas –el cual estaba muy vinculado a aquellas cátedras franquistas que parecían sólo interesadas en la búsqueda del pasado imperial–, sino que también padeció la casi desaparición de esta rama de la disciplina.
Aquella triste, larga y pesada etapa de la dictadura tuvo efectos perversos sobre el americanismo. En un estudio titulado Estado actual de la investigación en Historia de América , publicado por el csic, Serrera y Pérez Herrero eran bien contundentes al afirmar:
La Historia de América que se realiza en nuestro país es esencialmente nacionalista, ya que no es más que una simple extensión de la Historia de España en América, que deja de lado el estudio y la comprensión de los fenómenos propiamente americanos […] La mayoría de las cátedras e institutos de investigación de Historia de América creados en los años cuarenta respondían al criterio de potenciar y defender la idea de la Hispanidad , o lo que es lo mismo, de la «gesta descubridora y conquistadora». [Por eso] la Historia de América tiene en la actualidad un marcado perfil orientado hacia el estudio de la Historia Moderna y exclusivamente centrado en los territorios que formaban el imperio español (Serrera y Pérez Herrero, 1988).
Pensamos que, aunque hay evidentes pervivencias de este pasado del que hablaba el informe del csic en 1998, la situación está cambiando en los últimos años. En nuestras universidades, América, especialmente la latina, se ha convertido en objeto de investigación en ramas que van des de las ciencias jurídicas a las económicas, desde la filología (con investigaciones relevantes respecto a la literatura hispanoamericana o al español de América) a la historia de la ciencia y, también, ciertamente, en el campo de la historia contemporánea. Creemos que nos encontramos dentro de un proceso de revitalización de un nuevo americanismo .
Confiamos en que este volumen contribuirá a fortalecer las vías de investigación sobre América en nuestras universidades. No obstante, cuando constatamos que crece el interés por la asignatura, cuando crece de manera insospechada el número de estudiantes del tercer ciclo que inscriben proyectos de tesis doctoral de temática americanista, reflexionamos sobre aquéllos que en nuestras aulas deben cursar nuestra asignatura.
Caracterizamos el colectivo de estudiantes de la licenciatura como un conjunto heterogéneo formado por diversos y variados subconjuntos, a los cuales se debe impartir docencia universitaria. Intuimos que es aquí donde yace una de las razones –no la única, ciertamente– que explican las extraordinarias diferencias que observamos entre nuestros estudiantes. Diferencias de interés, de motivación, de dedicación, de formación, que el profesor ha de tener en cuenta a la hora de plantearse su tarea profesional.
Parece evidente, por tanto, que los problemas se hallan alrededor de dos grandes preguntas: qué historia debemos enseñar y cómo debemos enseñarla. Ciertamente, ésta ha sido una preocupación central desde que asumimos la responsabilidad docente, y alrededor de esto hemos pensado mucho sobre la relación entre los profesores y los estudiantes y, lógicamente, sobre aquello que los estudiantes esperan de nosotros como profesores. Alfredo Bryce Echenique, el escritor peruano, ha descrito de manera muy bella justo-aquello-que-nosotros-no-que-remos-que-pase cuando, refiriéndose a sus años de estudiante en París, recordaba:
Todas las mañanas iba a clase a la Sorbona y aplaudía al profesor. Aplaudía fuerte, más fuerte que los demás alumnos […] Uno tras otro los profesores abandonaban los anfiteatros aplaudidamente, vestidos de azul marino […] Debían ser unos sabios esos profesores, porque los anfiteatros estaban siempre repletos, a pesar del calor tropical, repletos hasta el punto de que si uno no llegaba una hora antes a la clase, tenía que quedarse parado toda la hora, y apoyando papel y lápiz sobre la espalda del de delante si quería tomar notas. Y ahí todo el mundo quería tomar notas. O sea que unos sentados, sacando manteca, y otros parados, con un lápiz medio incrustado en la espalda, tomábamos y tomábamos notas mientras los profesores hablaban y hablaban y yo no entendía nada […] En todo caso el asunto era tomar bien las notas porque a fin de año el que mejor las memorizaba y las pasaba a la hoja del examen obtenía la mejor nota. Era un mundo circular y perfecto, en el que los profesores recibían lo mismo que daban, y daban lo mismo que pensaban recibir. (Bryce Echenique, 1981)
En esta reflexión sobre las relaciones con los estudiantes es muy clarificador un artículo de Roland Barthes (1974) sobre el «contrato implícito» que se establece entre el docente y el discente en el ámbito universitario. A juicio de Barthes, son ocho los puntos que resumen aquello que el estudiante espera del profesor: a ) que le conduzca hacia una buena integración profesional; b ) que ejerza todos los papeles tradicionales atribuidos al profesor –autoridad científica, trasmisión de un capital de saber, etc.–; c ) que le revele los secretos de una técnica –de investigación, de cómo realizar un examen, etc.–; d ) bajo la bandera de un santo laico, el método: que sea un iniciador, un gurú ; e ) que represente un movimiento de ideas, una escuela, una causa, que sea un prohombre ; f ) que admita al estudiante en la «complicidad de un lenguaje particular»; g ) para aquellos que tienen el fantasma de la tesis, que garantice la realización y la culminación de este fantasma; y h ) que el profesor sea, paralelamente, un «arrendatario de servicios» –firmar certificados, presentar instancias, evaluar los exámenes y trabajos, etc.–. ¿Es esto lo que esperábamos de nuestros profesores cuando éramos estudiantes? ¿Es esto lo que ahora nosotros queremos ofrecer a nuestros estudiantes? Obviamente, la respuesta a ambas preguntas es no , muy probablemente porque las ocho claves de Barthes se corresponden más a la figura del viejo profesor / maestro de épocas pasadas que con nuestra realidad actual. A pesar de esto, este planteamiento puede constituir una referencia útil, siempre que sea convenientemente adaptado a nuestro tiempo y a nuestro espacio.
Esta última digresión viene motivada por el problema de la relación entre los profesores y los estudiantes, pero no olvidemos que estábamos formulándonos una de las preguntas centrales de nuestra realidad: aquello de cómo y qué historia debemos enseñar a aquel colectivo plural del que hemos hablado anteriormente.
Los estudiantes matriculados en nuestras facultades, más allá de sus motivaciones iniciales, más allá de las dificultades, tienen derecho a que se les ofrezca la posibilidad de adquirir un conocimiento riguroso y específico de las raíces históricas de la sociedad en la que vivimos: de esta sociedad que incide sobre ellos, que no se cierra con los límites de la ciudad ni con los de su país, de esta sociedad-mundo en la que, unos con más suerte que otros, nos ha tocado vivir.
Decíamos antes que el colectivo de estudiantes es un conjunto de subconjuntos, con diversas motivaciones, intereses y aspiraciones. Aun así, podríamos establecer un denominador común para la mayor parte de ellos –no todos, evidentemente, pero sí un porcentaje sustancial–, que es un bajo perfil político en el sentido tradicional, no ya de interés político partidista, sino de interés por la política. El panorama en los últimos años ha cambiado mucho en este aspecto. Aquella necesidad de comprender mejor un mundo que no nos gustaba para intentar transformarlo mediante la acción colectiva y partidista ha perdido relevancia. Ahora continúa sin gustarles, continúan sin aceptarlo, pero su rechazo tiene pocas repercusiones en el terreno concreto de la actividad diaria y cotidiana. A pesar de esto, hay que reflejar que, sin que sea contradictorio con nuestra tesis respecto a la escasa motivación política, hemos detectado entre nuestros estudiantes un número creciente de colaboradores y activistas de organizaciones no gubernamentales (ong). Es cierto que no se trata de un número excesivo de personas, pero sí significativo. Tal vez, han interiorizado la idea de que política es sinónimo de gestión , más o menos aséptica y desideologizada y que, además, aquélla queda en manos de unos profesionales más o menos calificados, a los cuales es difícil diferenciar en función del discurso de los grupos políticos a los que pertenecen, entre los que escogemos periódicamente en las elecciones. Pero no todo es negativo, ya que podemos decir que han asumido la forma de organización democrática –aunque se trata de una democracia pasiva–, como la más racional y viable; y si su participación no es la que debería ser –las elecciones para escoger representantes en los órganos universitarios son un ejemplo evidente–, les resulta imposible imaginar otra manera de organizar la convivencia que la democrática.
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