Aunque aún es pronto para comprobar el grado de profundidad que sin duda tendrán los efectos sociales y políticos —además de los económicos— desatados por la pandemia del Covid-19 que comenzó a finales del año 2019 y que el mundo continúa padeciendo, nadie debería sorprenderse si en muchos países la movilización de colectivos de humillados y ofendidos por la precariedad y la desigualdad, por la exclusión, el paro o sencillamente la pérdida de calidad de vida extraigan la conclusión de que la única vía para forzar al poder a reformular el contrato social es el empleo de la violencia. De hecho, se constata una multiplicación de la violencia como instrumento de acción política en muchos países que, sin estar en guerra —como sí lo están Siria, Yemen o Libia— grupos sociales muy diversos llevan adelante sus reivindicaciones políticas, sociales y económicas desafiando las prohibiciones y la represión policial, desde Hong Kong hasta el Líbano, que está cada vez más cerca de convertirse en un Estado fallido. Ante el empuje de lo que Jacques-Alain Miller ha denominado la hipermodernidad, donde el goce ha reemplazado al ideal, parece que aún existen quienes se resisten a que sus vidas sean dirigidas con los criterios de la biopolítica y el neoliberalismo. Si bien no parece probable que se plantee algo similar a una situación revolucionaria o prerevolucionaria en los términos que la caracterizaba Lenin a comienzos del siglo XX, siempre hay que tener presente que cuando una protesta social que ha alcanzado una masa crítica se solapa con una crisis política, las consecuencias sistémicas pueden quedar fuera de control.
Los sucesos que han conmocionado a los Estados Unidos y a buena parte del resto del mundo después del asesinato de George Floyd, un ciudadano negro de 46 años, por policías blancos en Minneapolis el 25 de mayo de 2020, constituyen un buen ejemplo del carácter explosivo que puede alcanzar una acumulación de agravios que, en el caso de la comunidad afroamericana se remonta hasta el año 1619, cuando desembarcaron en Norteamérica los primeros esclavos.
El movimiento «Black Lives Matter» — Las vidas negras importan — surgió en los Estados Unidos en 2013 en ocasión del asesinato del joven negro Trayvon Martin por el policía blanco George Zimmerman, que fue absuelto del crimen. Alicia Garza, una de sus fundadoras, lo define como una reacción a la forma en la que los ciudadanos negros son privados sistemáticamente en su país de sus derechos humanos básicos y de su dignidad, empezando por su propia vida a manos de la violencia institucional representada por agentes de policía blancos. Black Lives Matter es tributario de los movimientos precedentes, desde el Black Power hasta la Asociación Pro Derechos de los Afroamericanos y la cruzada iniciada por el reverendo Martin Luther King, un movimiento transversal en el que confluyen la protesta social que generó «Occupy Wall Street» y la lucha feminista de «MeToo». La circunstancia de que al asesinato de Floyd le siguieran más muertes de ciudadanos negros a manos de policías blancos en diversas ciudades de los EE UU no solo ha potenciado las protestas en ese país —cuyos cimientos originarios se basan en la esclavitud y el exterminio sistemático de la población nativa—, sino que las mismas se han extendido por muchos otros países en forma de inmensa ola antirracista. La diferencia con los demás países es que el racismo no es un fenómeno coyuntural en EE UU, sino estructural, por lo que la derrota de los Estados esclavistas en la Guerra Civil que acabó en 1865 no modificó sustancialmente la situación económica, social y política de los negros norteamericanos, como ha quedado registrado en la mejor literatura norteamericana desde Walt Whitman y Henry David Thoreau —ambos activos abolicionistas—, y continuando en el siglo XX con Upton Sinclair, William Faulkner, Tennesse Williams, John Dos Passos, F. Scott Fitzgerald, Sinclair Lewis, John Steinbeck, Carson Mc Cullers, Harper Lee y Ernest Hemingway. Y, obviamente, también entre los escritores negros como Richard Wright, James Baldwin, Ralph Ellison, Toni Morris, Alice Walker y Colson Whitehead, ganador de dos Premios Pulitzer consecutivos en 2017 y 2020. Todos ellos, y muchos otros, han dejado en sus textos testimonios más o menos explícitos de la discriminación racial que les fue impuesta a los negros norteamericanos. El historiador Philip Jenkins, en su Breve historia de los Estados Unidos , relata las restricciones impuestas para impedir el sufragio negro, complementadas a comienzos del siglo XX con las llamadas «leyes Jim Crow», que establecieron la segregación racial formal y completa en todos los servicios públicos, y los años que van desde 1890 a 1925 fueron el momento álgido de la aplicación de la «Ley de Lynch». Recién a partir de 1964, con la Ley de Derechos Civiles del presidente Lyndon Johnson, quedó prohibida la discriminación en los transportes públicos y el empleo, aunque las limitaciones legales que impedían la participación política de los negros se mantuvieron hasta la aprobación, un año después, de la Ley federal sobre el Derecho al Voto. Y como quiera que las leyes electorales son competencia de cada Estado de la Unión, después de las elecciones del 3 de noviembre de 2020 en varios de los antiguos feudos esclavistas, como Georgia, se están modificando los requisitos para votar en desmedro de los derechos de las minorías.
Pese a las incertezas del futuro inmediato, es muy pertinente la reflexión que en forma de interrogante se ha formulado Olivia Muñoz-Rojas,
¿Estamos ante la aceptación cultural de la violencia colectiva como elemento latente que contribuye a garantizar el equilibrio de poder entre la mayoría social y la minoría que gobierna?31
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