Luis Seguí - Sexualidad y violencia

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Uno de los grandes logros del movimiento feminista hoy es, sin duda, que la palabra de las mujeres está siendo escuchada como nunca antes, y también porque ha incorporado al catálogo de la violencia machista las variadas y múltiples formas de acoso verbal y moral. Pero, al mismo tiempo, en algunos sectores de dicho movimiento se muestra una tendencia totalitaria que sataniza a los hombres, sin matices, otorgando credibilidad a las denuncias —judiciales o extrajudiciales— formuladas por quienes afirman haber sido víctimas de alguna forma de acoso o agresión sexual, poniendo la creencia por delante de las pruebas.La corrección política al uso impone el sintagma violencia de género por delante y por encima de la diferencia sexual. Si el sexo tiene que ver con la biología, el género se revela como un constructo cultural, ante el cual los diferentes modos de gozar —gais, lesbianas, bisexuales, transexuales, intersexuales, andróginos, queer, etc.– ponen en evidencia que no existe ni ha existido nunca una sexualidad señalada como un destino en virtud de las diferencias anatómicas de los sujetos.Como es habitual en los ensayos del autor, a la primera parte del texto, dedicada principalmente a la reflexión teórica, se suma una segunda parte, donde se comentan una serie de casos criminales en los que los pasajes al acto se estudian desde una óptica acorde con las categorías psicoanalíticas.El lector que se aproxime a estas páginas dispondrá de elementos que le permitirán tener una visión amplificada del momento actual: el discurso psicoanalítico, las aportaciones de la historia, la incidencia del movimiento feminista y la doctrina jurídica. Todo ello convierte a este ensayo en un instrumento muy útil para entender las claves de los impases de nuestra época. (Rosa López)

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La violencia era sin duda una forma de vida normal a comienzos de la Edad Moderna y se consideraba la guerra como una institución aceptada, más que como una desgraciada aberración de un largo ciclo de paz. Fueron la imposibilidad de resolver los problemas económicos y sociales creados por la superpoblación, junto con el colapso del consenso religioso de Europa y la fortuita debilidad de muchas monarquías, los factores que habían creado una situación en la que el Estado no era ya capaz de cumplir la función que se esperaba de él de reducir la violencia a unos niveles aceptados27.

Los Tratados de Westfalia, firmados a lo largo del año 1648, pusieron fin a las llamadas «guerras de religión» durante las cuales se cometieron tal cúmulo de atrocidades que, por lo que concierne a Francia, Diderot escribió que la mitad de la nación se bañaba piadosamente en la sangre de la otra mitad. Westfalia significó la fundación de los Estados laicos, la separación de poderes entre el Emperador y el Pontífice simbolizado en el axioma cuius regio, eius religió por el que los súbditos estaban obligados a profesar la fe de sus respectivos monarcas. Otro historiador, en este caso norteamericano, David Nirenberg, ha estudiado en profundidad las relaciones existentes entre las minorías judía y musulmana en un contexto mayoritariamente cristiano, como el imperante en la Corona de Aragón en el siglo XIV, mostrando cómo la violencia intracomunitaria y extracomunitaria cumplía una función estabilizadora que garantizaba la convivencia entre los grupos bajo el control del poder político, que cumplía una función arbitral28. En su obra canónica, René Girard ha explicado muy bien la relación entre la violencia y lo sagrado en las sociedades primitivas, y la función del sacrificio en aras de atemperar las consecuencias de la violencia descontrolada recurriendo al desplazamiento como medio de evitar el encadenamiento interminable de venganzas personales; la catarsis sacrificial tiene como objetivo impedir la propagación desordenada de la violencia a cambio de soportarla en cierto grado, porque

[…] solo es posible engañar a la violencia en la medida de que no se la prive de cualquier salida, o se le ofrezca algo que llevarse a la boca29.

Tanto la agresividad como la violencia son fenómenos transversales y transclínicos, lo que significa que sus protagonistas tienen orígenes sociales muy variados, y sus acciones pueden encuadrarse en el marco de las diversas estructuras psicopatológicas.

Reducir la violencia a unos niveles aceptables implica la existencia de una autoridad que cumpla una función arbitral entre los grupos enfrentados, de tal modo que excluya las guerras de exterminio, porque la guerra total, en cuanto persigue la aniquilación del enemigo, es la antítesis del lazo social, que solo se sostiene en base a la alteridad. No hay lazo posible sin el Otro.

De los tres elementos fundamentales, que según Max Weber, distinguen al Estado Moderno, dos muestran signos de estar en retroceso: la centralización del poder y el monopolio de la fuerza, mientras que el tercero, la burocracia como cuerpo técnico profesionalizado imprescindible para que la maquinaria funcione, no deja de crecer. La centralización supuso el fin de la fragmentación territorial y la consiguiente pérdida de poder de los señores feudales, debilitados al mismo tiempo por la desaparición de los ejércitos privados con los que se enfrentaban unos a otros, obligados a fundirse en una única fuerza armada bajo el mando de quien estuviera al frente del Estado. También está en crisis el concepto de soberanía, cuyos principios teóricos surgieron finales del siglo XVI y comienzos del XVII gracias a pensadores como Hobbes y Locke en Inglaterra y Bodin y Leyseau en Francia, naciones cuya unidad estaba ya consolidada, y que a partir de los Tratados de Westfalia se incorporó como una propiedad más del Estado Moderno. Desplegándose en dos direcciones complementarias, hacia dentro del Estado manteniendo el poder unificado y centralizado, y hacia el exterior, para regular las relaciones con las demás naciones; la noción de soberanía incorporada por el constitucionalismo liberal como residenciada en la voluntad de los ciudadanos, quienes la ejercen a través de sus representantes, choca con la complejidad de sociedades plurales en las que se cuestiona cada vez más la eficacia de los mecanismos de representación. La multiplicidad de asociaciones y grupos existentes en la sociedad civil en las que los sujetos se anudan a través de lazos sociales muy diversos —un hecho que en sí mismo habla de su vitalidad—, potenciados por las posibilidades de comunicación e intercambio que ofrecen las redes, ha transformado la relación entre la ciudadanía y el poder convirtiendo el sistema político en una poliarquía , lo que supone una recolocación de las identidades y una modificación de la relación entre la sociedad política y la sociedad civil que conduce a una construcción transversal de la subjetividad. Ya no es posible en un régimen democrático tomar las decisiones que conciernen a asuntos importantes como si se tratara de un ukase , un decreto real al que los sujetos han de obedecer porque así lo ha decidido la autoridad, por legítima que sea, como se ha demostrado a lo largo del último decenio en diferentes países donde ciertas decisiones gubernamentales han sido y son cuestionadas por la vía de los hechos, al margen de las instituciones.

En la actualidad, en muchos países del mundo, tanto en Occidente como en otras latitudes, asistimos a un retroceso de los poderes centralizados, en una relación de constante tensión con las resistencias con las que esos poderes resisten el embate. Francia —un paradigma de verticalidad política y administrativa— representa un ejemplo de hasta qué punto el empuje de movilizaciones ciudadanas que rápidamente se transforman en protesta social, sin que obedezcan a un liderazgo individualizado o se identifiquen con una determinada ideología, más allá de un vago libertarismo, pueden de pronto transformar el panorama político. El sindicalismo francés, con una larga tradición de lucha y una gran capacidad organizativa se vio sorprendido por una movilización inorgánica, sin una dirección, capaz de alcanzar una masa crítica que ponga contra las cuerdas al poder, como se ha comprobado con los llamados chalecos amarillos. Algo similar ocurrió en Chile cuando las calles fueron ocupadas durante meses por multitudes indignadas por el aumento de la desigualdad y la tenacidad del gobierno de derechas en mantener la política económica diseñada durante la dictadura de Pinochet. Estos movimientos han podido gestarse y manifestarse gracias a la presencia de dos factores: en primer lugar, la magnitud de la precarización y pérdida de calidad de vida de ciertos colectivos sociales que, sin adscribirse a una clase social determinada y gracias precisamente a esa transversalidad, arrastran a otros grupos que suman sus propias reivindicaciones a las que dieron origen a la protesta; y en segundo lugar, el papel alcanzado por la utilización extensiva de las redes sociales, tanto para compartir las respectivas demandas como para convocar las manifestaciones en las calles con apenas minutos de antelación. El descontento por las malas condiciones de vida en los barrios periféricos de París y otras ciudades francesas —la malaise des banlieues — desató en el año 2005 una violencia destructiva espontánea por parte de sus habitantes, en su mayoría migrantes o descendientes de migrantes, centrada en la quema de vehículos y ataques a edificios públicos que la policía sofocó sin contemplaciones con una violencia represiva aún mayor.

Aunque aquellos acontecimientos no tenían en común más que el rechazo a unas condiciones de vida insoportables, y su carácter espontáneo e inorgánico, junto a ciertas medidas paliativas adoptadas por la Administración, hicieron de ellos un episodio pasajero. Muy diferente es la naturaleza de la protesta iniciada por los «chalecos amarillos», que pese a no disponer de una organización ni de una dirección unificada, ha conseguido estar presente en las calles de las principales ciudades y muchos pueblos de Francia —cuya violencia también se ha cebado en la destrucción de mobiliario urbano, transportes públicos y privados, tiendas y escaparates—, y que finalmente ha conseguido integrarse en un gigantesco movimiento huelguístico pacífico cuyo detonante fue el intento gubernamental de modificar el régimen de pensiones, en el que participan cientos de miles de trabajadores, incluidos sectores importantes de las clases medias. Su tenacidad reivindicativa ha hecho retroceder al gobierno, que ha aparcado la reforma, al menos momentáneamente, aunque el presidente Macron ha insistido en que no renunciará a imponerla30. También en Chile el actual Gobierno de la derecha ha debido replantearse su política social —en especial con una mejora de las pensiones y la revisión del coste de los estudios universitarios— y forzado a prometer una investigación de los brutales excesos represivos que han dejado muertos y cientos de heridos, algunos de ellos gravemente mutilados, además de las agresiones sexuales protagonizadas por los Carabineros —una fuerza policial militarizada— contra manifestantes detenidos, mientras está en marcha el proceso de reforma de la Constitución heredada del pinochetismo.

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