Luis Seguí - Sexualidad y violencia

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Uno de los grandes logros del movimiento feminista hoy es, sin duda, que la palabra de las mujeres está siendo escuchada como nunca antes, y también porque ha incorporado al catálogo de la violencia machista las variadas y múltiples formas de acoso verbal y moral. Pero, al mismo tiempo, en algunos sectores de dicho movimiento se muestra una tendencia totalitaria que sataniza a los hombres, sin matices, otorgando credibilidad a las denuncias —judiciales o extrajudiciales— formuladas por quienes afirman haber sido víctimas de alguna forma de acoso o agresión sexual, poniendo la creencia por delante de las pruebas.La corrección política al uso impone el sintagma violencia de género por delante y por encima de la diferencia sexual. Si el sexo tiene que ver con la biología, el género se revela como un constructo cultural, ante el cual los diferentes modos de gozar —gais, lesbianas, bisexuales, transexuales, intersexuales, andróginos, queer, etc.– ponen en evidencia que no existe ni ha existido nunca una sexualidad señalada como un destino en virtud de las diferencias anatómicas de los sujetos.Como es habitual en los ensayos del autor, a la primera parte del texto, dedicada principalmente a la reflexión teórica, se suma una segunda parte, donde se comentan una serie de casos criminales en los que los pasajes al acto se estudian desde una óptica acorde con las categorías psicoanalíticas.El lector que se aproxime a estas páginas dispondrá de elementos que le permitirán tener una visión amplificada del momento actual: el discurso psicoanalítico, las aportaciones de la historia, la incidencia del movimiento feminista y la doctrina jurídica. Todo ello convierte a este ensayo en un instrumento muy útil para entender las claves de los impases de nuestra época. (Rosa López)

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Agresividad y violencia no son sinónimos, aunque la imprecisión mediática y el habla vulgar tiendan a confundirlas y en ocasiones no resulte sencillo establecer el límite que separa una y otra. Incluso quienes están profesionalmente obligados a expresarse con rigor —quienes hacen las leyes y quienes las aplican— contribuyen a la confusión, hasta el punto de que en los llamados «delitos contra la libertad e indemnidad sexuales» tipificados en el Título VIII del Código Penal español, el criterio interpretativo de los magistrados no siempre coincide al tiempo de enjuiciar unos hechos en los que está en juego la indemnidad de la víctima. Sin duda contribuye a la confusión reinante entre los operadores jurídicos la deficiente redacción de los artículos que contienen la descripción de las conductas que conforman una agresión, un abuso o una coacción. La agresividad es común a todos los seres vivos, y por lo que se refiere a los sujetos hablantes, sexuados y mortales se trata de una encrucijada estructural en la que —como señalara Lacan en su texto «La agresividad en psicoanálisis»—:

[…] se manifiesta en una experiencia que es subjetiva por su constitución misma […] aparece como una tendencia correlativa de un modo de identificación que llamamos narcisista18,

y en la que juega un papel fundamental la enajenación de sí mismo revelada en el estadio del espejo . Abundando en esta cuestión, de la que Lacan ya se había ocupado en La familia —un texto de 1938— empleando como ejemplo la hostilidad y la celotipia entre los hermanos, en el instante en el que el individuo se fija en una imagen que lo enajena, emerge

[…] la tensión conflictual interna que determina el despertar de su deseo por el objeto del deseo del otro: aquí el concurso primordial se precipita en competencia agresiva, y de ella nace la tríada del prójimo, del yo y el objeto19.

En otras palabras, se desea aquello que el Otro tiene, y de lo que se quiere desposeerlo, aunque sea mediante la fuerza.

Semejante configuración imaginaria de la agresividad no tiene necesariamente que derivar en violencia; de hecho, esa agresividad primaria es generalmente reconducida de tal modo que la inmensa mayoría de quienes integran el grupo social adaptan su comportamiento a las normas que les vienen impuestas por el discurso del amo, interiorizando el principio de autoridad impulsado por el superyó, liberándose así de la «angustia social» generada por la amenaza de castigo. Diez años más tarde de «La agresividad en psicoanálisis», Lacan volverá sobre la relación entre una y otra señalando que

Para recordar cosas inmediatamente evidentes, la violencia es ciertamente lo esencial de la agresión, al menos en el plano humano. No es la palabra, incluso es exactamente lo contrario. Lo que puede producirse en una relación interhumana es o la violencia o la palabra. Si la violencia se distingue en su esencia de la palabra, se puede plantear la cuestión de saber en qué medida la violencia propiamente dicha —para distinguirla del uso que hacemos del término agresividad— puede ser reprimida, pues hemos planteado como principio que solo se podría reprimir lo que demuestra haber accedido a la estructura de la palabra, es decir, a una articulación significante. Si lo que corresponde a la agresividad llega a ser simbolizado y captado en el mecanismo de lo que es represión, inconsciencia de lo que es analizable e incluso, digámoslo de forma general, de lo que es interpretable, ello es a través del asesinato del semejante, latente en la relación imaginaria20.

Esa agresividad imaginaria se ve reconducida, en la generalidad de los casos, hacia la socialización, mediante la internalización de los valores impuestos por el discurso del amo, empujados por el superyó, ante el cual la amenaza de castigo satisface un rol liberador de lo que Freud denominaba «angustia social».

Lacan abordó tempranamente en su enseñanza la diferencia, no siempre nítida, que existe entre la agresividad y la violencia, a la que se identifica con el pasaje al acto. En ocasión de su seminario dedicado a Los escritos técnicos de Freud , dictado entre los años 1953-1954, alude a un comentario de Jean Hyppolite sobre la Verneingung planteándose un interrogante retórico:

¿No sabemos acaso que en los confines donde la palabra dimite empieza el dominio de la violencia, y que reina allí, incluso sin que se la provoque?21

sugiriendo que la violencia está ahí en potencia, latente, transformándose en acto en ausencia de la palabra. El mismo Lacan retomará esta cuestión en el curso desplegado entre los años 1957-1958, en el Seminario Las formaciones del inconsciente .

Sin embargo, la experiencia muestra que en demasiadas ocasiones el pasaje al acto sobreviene sin pasar siquiera por la palabra y que, aun estando presente la palabra, esta no basta para conjurar la violencia, porque el cruce de significantes entre los interlocutores no garantiza en absoluto que el enunciado y la enunciación sirvan a un propósito común. A diferencia del manido dicho de que «hablando se entiende la gente», lo cierto es que la gente no se entiende, precisamente, porque habla, y el hablar está en relación con la dimensión de la verdad, que es misteriosa, inexplicable, y que tiene estructura de ficción, como se verifica en particular en el discurso jurídico, cuyo fundamento es la búsqueda de la verdad. El efecto de ficción que este discurso evoca en la teatralidad de los procedimientos judiciales —explotado ad nauseam en las películas y las series televisivas— no hace más que poner en evidencia la insuficiencia del lenguaje, la imposibilidad de encerrar en palabras todos los hechos y la subjetividad de los protagonistas, y que exhibe su impotencia cuando pretende eliminar las paradojas y contradicciones. Lacan señala esta paradoja en el Seminario Aún , al decir que

[…] todavía hoy al testigo se le pide que diga la verdad, solo la verdad, es más, toda si puede, pero por desgracia ¿cómo va a poder? Le exigen toda la verdad sobre lo que sabe, pero en realidad lo que se busca, y más en cualquier otro en el testimonio jurídico, es con qué poder juzgar lo tocante a su goce. La meta es que el goce se confiese, y precisamente porque puede ser inconfesable. Respecto a la ley que regula el goce, esa es la verdad buscada22.

Nuestro mundo se caracteriza por producir más malestar del que los sujetos pueden consumir, es decir, soportar, sin volverse locos, entendiendo por locura las manifestaciones individuales y colectivas más diversas, incluidas las que tienen las mayores apariencias de normalidad y racionalidad. Desde que Lacan pusiera patas arriba el cogito cartesiano que inauguró la filosofía racionalista, contemporáneamente a lo que Gastón Bachelard identificó como el nacimiento del espíritu científico, reemplazándolo por el axioma «o no pienso o no soy», sabemos que no todo lo que un sujeto dice o hace puede ser explicado racionalmente; de ahí que cuando el pensamiento racional choca con la imposibilidad de comprender las innumerables acciones humanas que se muestran carentes de sentido, lo único que puede decirse es que, en efecto, no lo tienen si se las contempla con las anteojeras del racionalismo. De hecho, el inconsciente no tiene que ver con el sentido sino con el sinsentido, con la falla y la división subjetiva, independientemente del hecho de que no todos los síntomas pasan por el inconsciente y que cada sujeto goza a su manera.

II

En El malestar en la cultura , Freud identificaba las tres principales fuentes de padecimiento que les impedía a los seres humanos conseguir la dicha:

[…] la hiperpotencia de la naturaleza, la fragilidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres en la familia, el Estado y la sociedad23.

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