…no hay más que eso, el lazo social.
Jacques Lacan
En sus cuatro discursos, Lacan desplegó las diferentes modalidades que concebía de la relación con el Otro, que representan diferentes formas de lazo social. Entre ellos, el discurso del amo es el que proporciona sustento a las instituciones, promueve las identificaciones y las diferencias, funda los grupos, homogeneizando y segregando los goces. Decir lazo social no significa, por tanto, aludir a la sintonía armoniosa y al amor como afecto, sino también al odio y la ambivalencia de sentimientos, a fenómenos de identificación colectiva como el que Freud estudia en Psicología de las masas y análisis del yo , pero también a la violencia y la guerra. Como señala Christiane Alberti, cuando Lacan habla del lazo social es para llamar la atención de que no se trata solo de un fenómeno de palabra, sino que son cuerpos hablantes los que están concernidos; un discurso que hace lazo y que permite mantener a los cuerpos juntos, allí donde su goce genera segregación. El lazo social atravesado por la violencia funciona como regulador de las relaciones entre individuos y grupos, refuerza la estratificación —la jerarquía establecida entre las clases y sectores sociales— o lucha por subvertirla. Esto se observa claramente entre aquellos colectivos más castigados por la desigualdad, donde la pretensión del amo de erigirse en una suerte de «padre social» ha fracasado, y los excluidos se identifican con el síntoma desarrollando una especie de comunitarismo identitario que desafía las imposiciones de la moral y las reglas de juego del poder, exhibiendo su marginalidad como un atributo. Los habitantes de las favelas brasileñas, los ranchitos colombianos o las villas miseria argentinas, no se articulan a través de significantes y mediaciones simbólicas como la ley, sino que las relaciones dentro del grupo y de este con el mundo exterior opera en forma de una altísima «condensación de goce» cuyas consecuencias —frecuentemente trágicas— son asumidas como normales, como un riesgo inherente a su posición de sujetos.
Hay situaciones en las que la violencia se presenta directa, brutalmente, y hay estados de violencia que en ocasiones preceden o anuncian el desencadenamiento de la violencia abierta, hasta ese instante latente. Cuando se instala con carácter estable lo que vulgarmente se define como un «clima de violencia», generalmente esto da cuenta de un malestar social que puede desembocar en un estallido, a menos que el poder que representa el amo y los grupos que se enfrentan a él consigan reformular la funcionalidad de los lazos sociales hasta entonces vigentes. En determinadas circunstancias el grado de violencia latente se conjuga en términos de pactos no escritos entre quienes —al menos formalmente— representan el poder coactivo del Estado, y ciertos colectivos, en algunos casos organizados y en otros informales, cuya mera existencia constituye un desafío al orden social y sin embargo es tolerada en la medida en que sus acciones no traspasen ciertos límites. Un ejemplo es el fenómeno del funk brasileño, la música que nació en las favelas de Rio de Janeiro a finales de los años ochenta y que se ha extendido a San Pablo, donde reina en el barrio irónicamente bautizado como Paraisópolis, donde se dan cita negros y blancos pobres para bailar y escuchar las canciones con letras provocadoras en las que se glorifica a los narcotraficantes y se insulta a la policía. No se paga entrada, se mercadea y consume abiertamente marihuana y cocaína, y la policía se mantiene alejada aunque ocasionalmente interviene para hacer ver que no ha perdido por completo el control de la situación. En los hechos funciona como un caos organizado donde el verdadero control lo ejerce el autodenominado Primer Comando de la Capital, considerado el mayor grupo criminal de América Latina, con vínculos con la Camorra napolitana y la N´drangheta calabresa. Se calcula que el PCC tiene unos 35 000 miembros —se llaman hermanos entre sí— organizados en una estructura muy jerarquizada, con sus propios «tribunales de justicia» para imponer su ley tanto entre sus miembros como contra quienes les disputan su territorio. La represión violenta y sistemática de las manifestaciones culturales de origen africano, localizadas principalmente en las zonas habitadas por negros y blancos pobres, son parte de una política de Estado en Brasil tendente a contener dentro de ciertos límites las periódicas explosiones de protesta social a fin evitar su deriva violenta. Paradójicamente, durante la pandemia del Covid-19 que arrasó —literalmente— el país durante el año 2020, ante la inopia de las autoridades estatales y federales, fue el PCC quien se ocupó de disciplinar a la población a fin de evitar una mayor extensión del virus, tanto en las favelas de San Pablo como en Rio de Janeiro. Un fenómeno similar se ha dado en El Salvador —uno de los países más violentos del mundo—, donde son las maras las que imponen su autoridad de facto para que la gente no se exponga rompiendo el confinamiento en un país que cerrará el año 2020 con 20 muertos cada 100 000 habitantes. No son los únicos países donde son los criminales quienes aseguran un orden que les garantiza que su clientela no se pierda por culpa del virus.
Lo que ocurre dentro de las siempre saturadas prisiones latinoamericanas es otro ejemplo de hasta qué punto los lazos sociales que vinculan —aún a su pesar— a guardianes y presos, obedecen a un acuerdo recíproco de no agresión, a pesar de que periódicamente sobrevienen estallidos de una violencia salvaje en los que las principales víctimas son los internos, sea porque se matan entre sí o sea porque se amotinan y son reprimidos por los carceleros. Como en todo universo concentracionario, la prisión se rige por sus propias leyes, que los funcionarios por un lado y los presos organizados con sus propios líderes por otro, se ocupan de hacer cumplir, hasta el punto de que entre los muros de muchas de estas prisiones hay un espacio en el patio controlado por los internos que funciona como una pequeña ciudad donde muchos presos conviven con sus mujeres e hijos pequeños, disponiendo de tiendas bien surtidas donde se mercadea con toda clase de sustancias, se ejerce la prostitución sin cortapisas y los jefes de cada banda negocian el reparto de poder interno. El enorme crecimiento de las Iglesias evangélicas y la gran influencia que han adquirido en Latinoamérica, desplazando en muchos países a la Iglesia católica, se hace sentir también en las prisiones, donde predicadores de estos credos han tomado prácticamente el relevo de los guardianes. En Brasil, algunos gobiernos estatales han cedido el control de algunos centros penitenciarios en los que, aunque la dirección oficial la lleva un funcionario, la relación directa con los presos está a cargo de pastores que predican el Evangelio al tiempo que organizan talleres de trabajo con la mano de obra reclusa, convirtiendo la cárcel en una fábrica que produce beneficios económicos. El Panóptico proyectado a finales del siglo XVIII por Jeremy Bentham, que propuso al gobierno británico que le dejasen organizar el funcionamiento de las prisiones prometiendo que, además de seguras serían muy rentables, hecho realidad. En Argentina los predicadores evangélicos también han implantado su influencia en algunos centros penitenciarios, compartiendo espacio con las transas carcelarias que regulan las relaciones entre los internos y de estos con los guardias.
La violencia como instrumento funcional a los lazos sociales es tan antigua como las sociedades humanas. Se trata de un fenómeno que exige revisar el concepto de convivencia, que en demasiadas ocasiones se identifica con una paz social que nunca ha existido. La convivencia no tiene que ser necesariamente armónica, aunque el uso de este concepto —al que se atribuye un efecto taumatúrgico en consonancia con la buena conciencia impuesta por el discurso del amo— es tan discutible como el de la socorrida tolerancia. Como destaca el historiador británico J. H. Elliott,
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