Joselit, DavidTradición y deuda: el arte en la globalización / David Joselit. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2021.Libro digital, EPUB - (Los sentidos)Archivo Digital: descargaTraducción de: Paola Cortes Rocca.ISBN 978-987-8388-69-41. Arte Contemporáneo. 2. Filosofía del Arte. I. Cortes Rocca, Paola, trad. II. Título.CDD 700.905 |
los sentidos / artes visuales
Título original: Heritage and Debt. Art in Globalization
Traducción: Paola Cortes Rocca
Editor: Fabián Lebenglik
Diseño: Gabriela Di Giuseppe
Producción: Mariano García
1ª edición en Argentina
© 2020 Massachusetts Institute of Technology
© Adriana Hidalgo editora S.A., 2021
www.adrianahidalgo.com
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ISBN: 978-987-8388-69-4
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Disponible en papel
Para Steve Incontro
Cartografías contemporáneas
para el arte global
Paola Cortes Rocca
Ya desde su título, el trabajo de David Joselit contrapuntea dos términos económicos que funcionan como una suerte de debe y haber en un libro de cuentas. Por un lado, la deuda, que se revela como el instrumento clave de la dominación neoliberal –en reemplazo de los formatos tradicionales de violencia y ocupación imperial– y, por otro, la tradición cultural y estética que, como una herencia o un patrimonio, podría usarse para pagar algo de esa deuda o, al menos, achicarla. Así se plantea la hipótesis más general de Tradición y deuda: la potencialidad política del arte –y más específicamente del arte globalizado– reside en su capacidad de hacerle frente a la desposesión, a partir de una reescritura de las narrativas y periodizaciones históricas, capaz de sincronizar temporalidades desparejas y reevaluar formas de saber que han sido históricamente marginadas para y por “Occidente”. Esta hipótesis no es naïve: no se trata de postular un valor de resistencia o de transformación que, a fuerza de simple buena voluntad esencialista, se le atribuye al arte contemporáneo, sino de explorar las múltiples formas en las que, en tanto agente –entre muchos otros– y efecto de la globalización, el arte interviene no sólo en la disputa cultural y simbólica, sino también en conflictos legales y políticos y, en su dimensión absolutamente objetual o material, también participa del circuito económico –con un mercado propio, subastas y colecciones privadas y museísticas–.
Articular la dimensión simbólica, política y material del arte y la cultura para pensar las peculiaridades del presente global implica, antes que nada, producir una sólida interpretación crítica acerca de las últimas décadas del siglo XX. Para hacerlo, Joselit sostiene –y problematiza– el mapa geopolítico que se consolida en 1989, con el fin de la Guerra Fría y el comienzo de la desregulación neoliberal. Siguiéndole el juego a ese mapa, Tradición y deuda identifica varios “mundos” (lugares, pero también tramas culturales, tradiciones y lógicas temporales) que coexisten y se contraponen a “Occidente” o lo que podríamos llamar, con otro vocabulario, los centros imperiales o los focos de hegemonía (Estados Unidos + Europa occidental). Se cartografía, por un lado, el mundo poscolonial (Australia, India, África), por otro, el régimen soviético y chino y, en tercer lugar, Latinoamérica y Europa del Este. (1) Cada uno de esos mundos alberga una narrativa específica que no resulta de la periodización americana y europea –primeras vanguardias, modernismo, segunda vanguardia, posmodernismo– sino que tiene sus peculiaridades y que, al ingresar a la escena crítica, altera la narrativa central. A cada uno de esos mundos le corresponde una “expresión” visual predominante que opaca otras formas o lenguajes: en el primer mundo el modernismo se impone en términos de prestigio y circulación a expresiones asociadas al realismo y al arte indígena; en el segundo, el realismo socialista ensombrece una vanguardia sumamente vital pero no oficial –algo que figuras como Eduard Limonov o Ilya Kabakov vuelven a iluminar–; en el tercero, el arte indígena y popular negocia rutas de ingreso a la tradición moderna para participar de ella y, al mismo tiempo, marcarla con su impronta post o decolonial.
Esta cartografía permite distinguir procesos y lógicas que, si bien pueden resultar un poco esquemáticas a primera vista –tal como lo es el mapa mismo que deja trazado la Guerra Fría–, ponen en cuestión no sólo la secuencia temporal de la historiografía estética y crítica, sino incluso el lugar que ocupan sus conceptos así como los modos de definirlos. Por ejemplo, si las vanguardias de comienzos de siglo toman como blanco al espectador burgués, atacan sus tradiciones y códigos y lo exponen a otros, Joselit advierte que esta caracterización de las vanguardias americanas y europeas no se replica en el caso soviético y chino, donde lo que está en juego es la producción de una verdadera cultura de masas con potencial revolucionario. Al incorporar otras genealogías, se desarma lo que entendemos –siguiendo a Peter Bürger y Walter Benjamin así como a Theodor Adorno y Clement Greenberg, entre tantos otros– como el programa de la vanguardia histórica: crítica a la separación entre arte y vida e impugnación a la institución arte espacializada en el museo; deslizamiento de la obra como totalidad orgánica hacia aquella que se expone como artefacto resultado del montaje; y cuestionamientos a la idea de autonomía en tanto reservorio de valores que se salvaguardan allí y no afectan al “mundo”. Esta lectura del programa de la primera vanguardia recorta sus alcances en el momento en que, si bien sigue siendo válido para pensar, por ejemplo, el dadá y el surrealismo, deja de verse como instancia clave del quiebre con el arte anterior, por ejemplo, en el mundo ruso del siglo XX.
Algo similar ocurre cuando se analiza, por ejemplo, la relación entre las vanguardias de los sesenta –el pop, Fluxus, etc.– y las vanguardias latinoamericanas. Aquí también hay un esfuerzo por establecer semejanzas (la apuesta por cierta desmaterialización, por el proceso y la experiencia en lugar del objeto; la relación con la cultura de masas, etc.) y proponer diferencias (el pop norteamericano politiza el consumo mientras que las vanguardias del Cono Sur estarían en un diálogo más frontal con los proyectos de transformación política). Sin embargo, de un modo o de otro, lo latinoamericano no deja de ser, en el peor de los casos, una manifestación puramente epigonal y, en el mejor, la “variante” de una suerte de fenómeno central u “originario”. Siguiendo a Luis Camnitzer y Nelly Richard, David Joselit propone aquí un modelo de interpretación que coloca en el centro de la tarea de las vanguardias latinoamericanas de la segunda parte del siglo XX, la producción de formas de experimentar e intervenir en los sistemas políticos a través de una crítica al autoritarismo y a las violencias de estado o que las piensa como agente constructor de la sociedad civil. Tal vez el modelo no es demasiado preciso y puede objetarse usando muchísimos ejemplos en los que los artistas tuvieron que apropiarse de dos tradiciones que le eran ajenas (lo que Joselit atribuye a India, África y Australia) u otros casos en los que el arte quiere ser una herramienta (el ejemplo más obvio sería el peruano Jesús Ruiz Durand) al servicio de la construcción del Estado o de una cultura de masas progresista (lo que correspondería a China / Rusia).
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