Albert Chillón - La palabra facticia

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A caballo entre la literatura, el periodismo y la comunicación audiovisual, muy distintos modos expresivos integran la palabra facticia contemporánea, cuya vocación mimética busca dar cuenta, por vía testimonial o documental, de las realidades en curso. Quince años después de la publicación de 'Literatura y periodismo. Una tradición de relaciones', aquel volumen ha crecido para convertirse en el que el lector tiene entre manos: no una mera segunda edición, sino una versión genuina, notablemente ampliada y puesta al día. El lector podrá encontrar buena parte del viejo libro en el nuevo, así pues, y conocer tanto las tradiciones heredadas como las tendencias más recientes. Pero la novedad y la médula de esta versión está en que el lector también podrá adentrarse en una sección teórica inicial que supera con creces la original.

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A fin de poner las bases de la definición que busco, comenzaré resumiendo mis objeciones, y señalando lo que en principio la literatura podría ser. Solo después estaré en condiciones de aventurar mi respuesta.

1. La noción de literatura no ha de limitarse a las obras escritas e impresas , sino que potencialmente debe incluir algunas manifestaciones relevantes de la oralidad: en primer lugar, la literatura oral tradicional —cuentos, refranes, leyendas, teatro, canciones—; y después, así mismo, aquellas modalidades orales vinculadas a los media audiovisuales y digitales, como páginas atrás he explicado. Es cierto que, en plena y descreída posmodernidad, el dispositivo cultural que llamamos «libro» conserva su capacidad de conferir aura a las páginas que encuaderna, hasta el punto de actuar —hoy todavía— como un auténtico fetiche que otorga prestigio a composiciones tipográficas que no siempre lo merecen, por más que reciban premios y subvenciones a tutiplén y se encaramen a los brazos más rutilantes del candelabro . Pero no cabe duda de que la palabra en el tiempo —ese discurso memorable cuyo recuerdo y recreación es preferible al nuestro— debe rastrearse en otros predios culturales también, tanto antaño como hogaño.

2. La noción de literatura no ha de restringirse a las obras de ficción presuntamente alejadas de toda referencialidad , sino que debe incluir en potencia, además, el vasto territorio conformado por los géneros testimoniales y discursivos. Y también abrazar las nuevas formas de prosa documental, entre las que cabe destacar las historias orales y de vida que cultivan las ciencias sociales y, de modo especial, ciertas manifestaciones periodísticas escritas, verboicónicas y audiovisuales, sean ficticias o facticias.

3. La noción de literatura no ha de confinarse a un selecto parnaso de obras canónicas. Las tradiciones existen, por fortuna, y merecen ser críticamente recreadas. Pero no prestándoles reverencia servil, como si fueran panteones inmutables y dados a priori , sino un respeto que necesariamente incluye el esfuerzo —y el placer— de conocerlas y de actualizarlas, porque la tradición no debe confundirse con el tradicionalismo, y porque lo original bebe por fuerza de lo originario. En definitiva, esas plurales transmisiones que vindico deben ser regeneradas de continuo mediante el uso que los creadores y los públicos hagan de ellas, en cada lugar y tiempo.

La tradición literaria no es un canon inalterable, en consecuencia, sino una memoria cultural en constante mutación, incesantemente rehecha. Las obras, autores y tendencias que son consideradas epítome de lo literario hic et nunc pueden devenir marginales o incluso ser ignoradas pasado mañana. O viceversa.

4. La definición de literatura no puede descansar en la oposición entre lengua literaria y lengua estándar . El reduccionismo inherente a esta extendida dicotomía es ciego, amén de burdo: el lenguaje es una actividad social e individual a la vez, poliédrica y promiscua —dialógica en esencia, como observó Mijail Bajtín. Es lícito establecer categorías lingüísticas a efectos analíticos, pero no pretender que la complejidad de la parole real rinda tributo a la superstición. No existe una lengua literaria, en la medida en que tampoco existe una hipotética lengua estándar. Existen, en cambio, múltiples usos lingüísticos destinados a satisfacer diversos propósitos y funciones, a los que cada cultura tiende a asignar un cierto valor dominante —sea estético o referencial, artístico o comunicativo, utilitario o creativo. Es posible distinguir, es obvio, diferentes estilos, registros y géneros adecuados a cometidos comunicativos específicos, aunque su existencia se da en mezcolanza y no en pureza nívea, y desborda con creces la dicotomía entre lengua estándar y lengua literaria, tan socorrida.

5. La literatura no puede ser definida por el uso, poco menos que exclusivo, de la función poética . Es cierto que tal función suele ser dominante en los textos que hoy solemos considerar literarios, como observó Roman Jakobson en un texto clásico, 22 pero también que a menudo está presente en otras formas de actividad lingüística —como el habla coloquial, el periodismo, la escritura científica, la canción popular, la propaganda política, la publicidad o las redes sociales. En los textos literarios, por otra parte, la función estética puede darse en situación de relativa igualdad — primus inter pares , tal vez— con otras, como la expresiva, la metalingüística o la referencial. La presencia de esta última, en concreto, puede ser mínima o casi inexistente, pero también muy elevada, sin que por ello un texto deba dejar de ser considerado literario por una cierta colectividad. La función poética o estética forma parte sustantiva de la literatura, sin duda, aunque no alcanza para completar su caracterización.

6. La literatura no posee el monopolio de la connotación , como demuestra el incesante uso de figuras y tropos retóricos en múltiples usos del lenguaje. Tan connotado puede estar un texto tildado de literario como otro tenido por coloquial, referencial o simplemente fático. Lo que en todo caso distingue a los textos literarios, aunque de modo insuficiente, es que la connotación es perseguida deliberadamente; pero este rasgo no es privativo de ellos, en absoluto, ya que también los enunciados coloquiales, los titulares de prensa, los lemas publicitarios o los tuits suelen estar connotados adrede. Es preciso tener en cuenta, además, que la connotación puede ser relativamente escasa en algunas obras literarias —como las novelas objetivas de Alain Robbe Grillet, obsesionado por la pura denotación imposible—, y en cambio empapar otros usos lingüísticos que no reclaman para sí estatuto artístico alguno.

7. En definitiva, la literatura es una actividad y una noción socialmente configurada, y carece de entidad predada . Tanto es así que su definición depende de factores cambiantes. Ni la intención con que un texto es elaborado, ni sus rasgos intrínsecos —de tema, género, composición o estilo—, ni tampoco las funciones lingüísticas que cumple son razones suficientes para otorgarle el estatuto de literario: este resulta, más bien, de valoraciones sociales relativamente extrínsecas al texto en sí. Entre ellas cabe destacar los criterios de juicio, valor y gusto sancionados por el estamento académico y crítico, pero también el reconocimiento que le prestan los diferentes públicos que consumen el texto —y que eventualmente consuman sus potencialidades. Como cualquier otra forma de comunicación artística, el acto literario parte en principio de la labor e intención del autor, es cierto, aunque solo se completa en la lectura o la audición, humus indispensable para las creaciones futuras.

Con todo, si bien las anteriores refutaciones permiten deconstruir el paradigma literario hegemónico, es necesario formular —ahora en positivo, y no solo en negativo— una definición que resulte iluminadora y precisa a un tiempo, y que nos permita sortear los tópicos dominantes, incluido el de que solo el mudable parecer de los sucesivos públicos permite establecer qué sea literario y qué no, demasiado relativista a mi juicio. Propongo, pues, definir la literatura como un modo de conocimiento de índole estética que busca aprehender y expresar, lingüísticamente, la calidad de la experiencia . Antes de explicitarla, creo necesario poner de relieve que tal definición conlleva una nueva manera de entender el hecho literario, capaz cuando menos de superar las falacias impuestas por el restrictivo paradigma dominante —y de replantear, sobre más firmes pilares, el estudio comparado de las relaciones entre la literatura, la comunicación y el periodismo. A continuación, pedazo a pedazo y a modo de espiral creciente, glosaré cada una de las porciones del enunciado propuesto:

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