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“Don Alfonso era una persona de ingenio sublime, pero desprevenido, sus oídos arrogantes, su lengua petulante, más propenso para las letras que para el gobierno de los vasallos: mientras examinaba el cielo y observaba las estrellas, perdió la tierra y el reino”.
Padre Juan de Mariana, Historie de rebus Hispaniae , Libri XX. Toledo, 1592, (traducido y adaptado)
“Si yo hubiera estado al lado de Dios cuando creó el mundo, algunas cosas habrían sido mejor hechas de como él las hizo”.
Blasfemia que habría expresado públicamente Alfonso X
Alfonso X de José Rodríguez de Losada realizado hacia 1892. Forma parte de una colección de 29 grandes retratos imaginarios en óleo sobre tela, de 1,80 x 1 m que se conservan en el Ayuntamiento de León, España .
ay en España dos sepulcros muy distantes uno del otro, en cuyos epitafios, sin embargo, se inscribe un mismo nombre. En uno de ellos, erigido en la Capilla Real de la Catedral de Sevilla, la urna de mármol resguarda un cadáver embalsamado hace ocho siglos, un cuerpo incompleto, pues en su momento fue alojado allí sin su corazón y sin sus entrañas.
En el otro monumento fúnebre, situado en el presbiterio de la Catedral de Murcia, un arca de piedra protege lo ínfimo que el andar del tiempo habrá permitido conservar de ese corazón y de esas entrañas.
Cuando esa división conformaba una unidad que respiraba, pensaba, sentía, en fin, era una persona viva, el destino lo encumbró como Alfonso X.
Fue este uno de los monarcas más multifacéticos de la Baja Edad Media hispánica: tanto esplendoroso, como controversial.
Reconocido ya en su época como el Rey Sabio, acopió notables éxitos gracias a las ciencias, las artes, los estudios que patrocinó y que él mismo cultivaba: el derecho, la historia, el castellano, la poesía, la música, la astronomía, la astrología, la nigromancia, la alquimia, los juegos de táctica y de azar. Fue además un continuador de la expansión cristiana sobre reinos musulmanes del sur peninsular, un repoblador de esos territorios anexados y, en pleno siglo XIII, ingeniero de un “moderno” proyecto transformador de la sociedad feudal del reino de Castilla y León.
Pero también la conjunción de los planetas, conjunción de la cual hizo depender muchos de sus actos y decisiones, lo signaron como un monarca polémico y resistido por una gran parte de sus súbditos. Es cierto que lo llamaban Alfonso el Sabio, Alfonso el Astrólogo, Alfonso el Grande, aunque hubo quienes le negaron cualquier apelativo elogioso por considerarlo un gobernante incompetente, un megalómano, un loco.
Y es que mientras brilló merced a su formidable programa cultural y científico, a la vez cargó con el costo de desatinos y avatares personales y políticos. Contrariedades que tuvieron raíces en sus disentimientos con una nobleza siempre en latente rebeldía, intrigas y traiciones familiares, conflictos con otros reinos ibéricos y extranjeros, a veces caprichosas campañas bélicas y la pérdida del rumbo por su sueño de ceñirse una corona de emperador.
Sí, Alfonso X fue forjador de su destino como rey y como hombre. Aunque también, una pieza de las fortuitas jugadas de un destino que pretendía gobernar.
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Constelación familiar
Bajo el signo de Sagitario
ra un martes de casi finales de noviembre de 1221.
Probablemente el otoño toledano ya se confundía con los primeros rumores del invierno. En el Alcázar de Toledo –situado en lo más elevado de la ciudad, no muy lejos de una de las márgenes del río Tajo–, las hogueras caldeaban cada estancia. Pero en ninguna el calor se concentraba como en la recámara principal. Ahí, donde varias personas se habían congregado en torno a una mujer que exigía toda la atención.
En la cama, la reina Beatriz se preparaba para dar a luz a su primer hijo siguiendo las indicaciones de una experta comadrona, asistida por dos sirvientas. Sin intervenir, aunque como siempre en alerta, a pasos del lecho se hallaba su suegra: doña Berenguela. A pudorosa distancia de la parturienta, entre un grupo de hombres circunspectos, destacaba la ansiedad del rey Fernando III de Castilla. Era el padre de la criatura que se demoraba en abandonar aquel vientre; murmuraba un ruego a la Virgen María: anhelaba que su primogénito naciera varón, sobreviviera al parto y lograra alcanzar la edad para convertirse en su sucesor.
El que ese nacimiento fuera a ocurrir lejos del Palacio de Burgos respondía más a un contratiempo que a una decisión. Hacía algunos días, Fernando había salido de la capital del reino castellano liderando sus tropas. Como en cada incursión, lo acompañaba su esposa Beatriz, quien cargaba casi nueve meses de embarazo. Y como también era habitual, iba la madre del monarca: doña Berenguela. Marchaban hacia Molina de Aragón, el señorío donde debían neutralizar a Gonzalo Pérez de Lara, un conde rebelado a la autoridad regia. No obstante, al pasar por la ciudad de Toledo la reina sintió punzadas de parto inminente.
Los preparativos para el alumbramiento tal vez comenzaron al mediodía de ese martes cuando la partera acudió al alcázar. Ordenó a las sirvientas aclimatar la habitación atizando el fuego y colocando cortinas para evitar corrientes de aire. Mientras tanto, la experta se aseguraba el amparo de las vidas de la madre y la criatura por venir dispersando imágenes de la Virgen María rodeadas de cirios encendidos. Una vez iniciado el trabajo de parto, hizo que Beatriz deambulara por la habitación sostenida por las dos muchachas.
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