La castellana llegó a Burgos cuando su madre Leonor acababa de dar a luz al último de los diez vástagos que tuvo con el Noble: Enrique. Había nacido en abril de 1204 y ocupaba el segundo lugar en el orden sucesorio, pues su hermano mayor Fernando seguía siendo el heredero.
Otra vez la fatalidad la ubicó cerca de la corona. Su hermano Fernando, a poco de cumplir veintidós años, contrajo una grave enfermedad y falleció en Madrid en 1211. Solo su hermanito Enrique, de siete años, la separaba del trono de Castilla. ¿Acaso la muerte parecía conocer el camino directo hacia su familia? Quizá, porque la noche del 5 al 6 de octubre de 1214 le llegó la hora fatal a su padre, el rey Alfonso VIII. El cadáver aún estaría tibio en el panteón del monasterio de las Huelgas Reales de Burgos cuando allí fue a acompañarlo la reina Leonor, quien falleció el 31 de ese mes.
Enrique I fue proclamado rey de Castilla con apenas once años. Por su condición de huérfano, Berenguela se convirtió en su tutora y en regente, pues gobernaba en nombre del pequeño. Y aunque ejerció su obligación con prudencia, debió lidiar con las conspiraciones de algunos nobles, conspiraciones que derivaron en levantamientos para expulsarla del tablero del poder.
Entre sus más rabiosos opositores –secreta y traicioneramente apoyados desde León por Alfonso IX– se hallaban tres hermanos: los condes Fernando, Gonzalo y Álvaro Núñez de Lara. Pese a que este último había sido alférez mayor del rey Alfonso VIII, desencadenó en la vida de doña Berenguela una nueva tragedia, que sin embargo terminaría aventajando a su hijo Fernando.
Luego de un levantamiento atizado por los Núñez de Lara, Enrique I fue tomado rehén por el insidioso Álvaro. Así, pudo chantajear a doña Berenguela para que le entregase la regencia. Ella accedió haciéndole jurar que le consultaría antes de tomar medidas de gobierno trascendentales.
Ya en el poder, en 1215 fue evidente que el juramento de Álvaro no valía ni medio maravedí. Jamás liberó a Enrique, a quien mantenía capturado en el Palacio Episcopal de Palencia. A la vez, su opresivo gobierno generó el surgimiento de coaliciones nobiliarias para derrocarlo. Temiendo represalias de los alvaristas, doña Berenguela envió a su hijo Fernando a León para que quedara bajo la protección de su padre. Ella debió huir y pudo refugiarse en la propiedad de su mayordomo, don García Fernández de Villamayor.
El choque entre alvaristas y fieles a la regente fue inevitable. En abril de 1217 se enfrentaron en Tierra de Campos. En su avance, los sublevados consiguieron sitiar a la depuesta en su refugio, a donde le llegó una funesta noticia. Una tarde, Enrique jugaba en los patios del palacio que era su cárcel, cuando accidentalmente una teja cayó sobre su cabeza. La herida le segó la vida a los pocos días, el 6 de junio de 1217.
Conocedora de que el reino se había quedado sin su rey legítimo, de nuevo doña Berenguela movió las fichas sobre el tablero. Envió un mensaje a Alfonso IX pidiéndole que Fernando, pronto a cumplir diecisiete años, regresara a Castilla. Las hijas del leonés, Sancha y Dulce, avizoraban beneficios si su medio hermano se mantenía fuera del juego e instaron al padre a impedirle partir. Acaso ayudado por alguien o animado por su valentía juvenil, el infante logró escapar del traidor cerco de la familia paterna. Y cuando al fin se reencontró en Valladolid con su madre, ella logró –negociaciones mediante– convocar a Cortes, el consejo asesor real conformado por los estamentos superiores de la sociedad castellana.
En esas Cortes de Valladolid, doña Berenguela interpuso su condición de primogénita de Alfonso VIII. Así logró ser reconocida como legítima heredera. Fue entonces proclamada y coronada reina de Castilla en la Plaza del Mercado de Valladolid el 2 o 3 de julio de 1217.
Su reinado duró menos de un mes y medio. No porque la derrocaran. La fugacidad en el trono fue una estrategia de la reina. Sí, porque inmediatamente hizo otra movida, que demostró su astucia para prever lo que convenía a futuro; Berenguela renunció a la corona y abdicó a favor de su hijo.
Y Fernando pasó a ser el rey Fernando III de Castilla.
Fernando III. Uno de los retratos imaginarios de reyes de España que realizó Carlos Múgica y Pérez en óleo sobre tela, durante el siglo XIX. 2,20 x 1,40 m.
oña Berenguela quedó nuevamente como regente, pues su hijo era menor de edad: acababa de cumplir diecisiete años y recién a los diecinueve podría ser proclamado y ocupar el trono.
Fernando III fue reconocido por los nobles del reino, quienes el 17 de agosto de 1217 en la iglesia de Santa María de Valladolid realizaron el homenaje correspondiente a un nuevo rey. Y pese a lo poco que doña Berenguela llevó la corona, siempre fue para sus súbditos y para su hijo la Reina Madre o Berenguela la Grande.
La primera tarea que tuvo ante sí Fernando fue la pacificación del reino. Para ello debía aplacar la rebeldía de los Núñez de Lara. Y como si eso fuera poco, al joven rey y a su madre se les interpuso un enemigo insospechado.
En 1214 había fallecido Fernando, el hijo de Alfonso IX y Teresa de Portugal, lo que aproximaba a Fernando III al trono de León. Pero como padre del monarca de Castilla, el leonés reclamó a la regente el gobierno de ese reino y ordenó a su ejército invadir territorio castellano.
Doña Berenguela trató de evitar la guerra mediante la diplomacia. Sin embargo, su ex esposo estaba empecinado. Sitió Burgos sin contar con que la Reina Madre tenía sus tropas preparadas para rechazar una invasión. Y como resultado del choque de fuerzas, los leoneses debieron retroceder.
A la par, los Núñez de Lara porfiaban. Y temerosa de otra sublevación, en nuevas Cortes la regente consiguió el apoyo unánime de los nobles. Estos unieron sus tropas al ejército real y vencieron a los adeptos de los opositores. Los líderes fueron hechos prisioneros y luego liberados. En adelante, la estrella de los tres hermanos levantiscos se fue apagando hasta extinguirse.
¿Y cómo fue calmado el hambre expansionista de Alfonso IX? Ni doña Berenguela ni Fernando deseaban una guerra contra él. Pudieron convencerlo de detener las hostilidades ofreciéndole una alianza para luchar contra los musulmanes en futuras empresas conquistadoras. El leonés aceptó y en 1217 depuso sus aspiraciones de alzarse con el reino que regentaba su ex esposa, lo cual quedó refrendado en el verano de 1218 con la definitiva paz de Toro.
Libre del principal foco de insurgencias nobiliarias de la época, sin guerras a la vista con León y con una tregua que la regente renovaba periódicamente con el califa almohade Yusuf II (1197-1224), en Castilla transcurrieron tiempos de bonanza. Fue un período signado por la pacificación y recuperación interior, el sometimiento de los nobles y el fortalecimiento de la autoridad regia, todo eso tendiente a crear un reino próspero, fuerte, unido bajo las órdenes del monarca. O, mejor dicho, de la sagaz Reina Madre.
Entretanto surgió otro asunto que atender. A sus diecisiete años, el casto Fernando mostraba síntomas de querer satisfacer sus urgencias masculinas. Era casi un hombre y, además, en menos de dos años asumiría la propiedad de su corona.
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