Fabián Sevilla - Alfonso X

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"Si yo hubiera estado al lado de Dios cuando creó el mundo, algunas cosas habrían sido mejor hechas" (Alfonso X).
¿Hablas castellano? ¿Te gusta mirar las estrellas o jugar al ajedrez? ¿Disfrutas la música? Alfonso el Sabio (1221-1284) tuvo mucho que ver con todo ello.
Este rey español tan magnífico como polémico promovió las ciencias y las artes, desde la historia y la poesía hasta la astrología y la alquimia, pasando por los juegos de táctica y de azar. En una Edad Media atravesada por las guerras y las persecuciones religiosas, su corte cristiana albergaba a judíos y musulmanes. Sin embargo, algunos súbditos lo consideraban un gobernante incompetente y loco. La nobleza se rebeló, y su propia familia intrigó contra él, tanto su esposa despechada por las infidelidades amorosas, como el hijo que anhelaba arrebatarle el poder.
Una apasionante biografía de quien forjó su destino como rey y como hombre.

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Con cada paso que daba la reina, ¿la angustia se habrá amplificado tanto como sus dolores? Posiblemente en esas circunstancias la asediara un recuerdo. Un mal recuerdo de niña, cuando una gitana le había predicho que se casaría con un rey hispano, soberano de grandes virtudes con quien tendría ocho hijos e hijas, el primero de los cuales sería una de las más hermosas criaturas del mundo e incluso heredaría la corona de su padre. La adivina, sin embargo, le vaticinó que por blasfemar contra Dios ese primogénito terminaría desheredado de todas sus tierras, salvo de la ciudad en la que moriría sumergido en total infelicidad.

Cuando la comadrona lo creyó conveniente, dispuso que devolvieran la reina a la cama. Con ungüentos y consejos fue animándola a liberar al ser que anidaba en su útero. Todo era observado, sin la mínima intromisión, por uno de los tantos hombres que se hallaban en el cuarto. Era un médico judío de Toledo que doña Berenguela había hecho llamar. La Reina Madre confiaba en los galenos hebreos: cuando Fernando era pequeño, uno de ellos había logrado sanarlo de unas lombrices intestinales que amenazaban con consumirlo.

Después de lo que pareció una eternidad, en la tarde de aquel martes se acallaron los quejidos, los pedidos de pujar y los ruegos musitados. La flamante abuela se arrimó a su hijo Fernando para darle la noticia: la criatura al fin había nacido. Nacido con vida y varón.

Los demás hombres que habían contemplado el parto se retiraron luego de haber cumplimentado su obligación. En la Hispania del siglo XIII, el nacimiento de un miembro de la realeza debía ser presenciado por varios testigos. Así daban fe de que el neonato provenía del vientre de la reina y, en efecto, por sus venas corría sangre regia.

Era el 23 de noviembre de 1221, día de San Clemente, santo del que era muy devota la familia real.

Y bajo el influjo de Sagitario acababa de nacer Alfonso.

Sí, Alfonso, porque estaba planificado que el primer hijo varón de Fernando III ostentara el mismo nombre que a lo largo de más de cuatros siglos habían tenido nueve reyes hispanos.

Y este Alfonso llegaba aspectado por el noveno signo del zodíaco, el quinto de naturaleza positiva y con cualidad mutable. Sagitario, regido por Júpiter y cuyo elemento es el fuego. Símbolo de la conciencia superior y cuya representación es la flecha de un arquero.

A lo largo de su existencia, el que acababa de llegar al mundo ¿tendría capacidad de mutar y un espíritu fogoso? ¿Poseería sapiencia trascendental y temple de guerrero? Solo el futuro iba a dar las respuestas.

Por lo pronto, en esos primeros momentos de vida, seguramente la partera constató el buen estado del crío y después de darle un primer baño en agua caliente, aromática, vivificadora, lo cubrió con un vestido empapado en aceite. Recién entonces, arropado en un paño blanco, se lo entregó a doña Berenguela, quien lo recibió como un trofeo y luego lo depositó en brazos de su hijo. En la cama, la reina Beatriz quizá descansaba del agobio bebiendo un reconstituyente caldo de gallina engordado con miga de pan. El pequeño lloriqueaba en reclamo de una teta.

Ese reclamo acaso no impedía que los pensamientos de doña Berenguela, los de su hijo y los de la nuera se fugaran a otros tiempos y lugares. Cada quien recordaba cómo la vida se había entramado hasta llegar a ese martes de otoño casi invierno en el Alcázar de Toledo.

Los avatares de la infanta Berenguela

Alfonso X - изображение 14ra la de doña Berenguela una sangre empoderada por dos linajes regios. Su padre, el rey Alfonso VIII el Noble (1155-1214), descendía de la Casa de Borgoña que desde 1126 gobernaba Castilla y León. Su madre, Leonor Plantagenet (1162-1214), provenía de la dinastía reinante en Inglaterra desde 1154.

Alfonso VIII fue coronado rey de Castilla en 1158, un año después de que ese reino y el de León se separaran, lo que derivó en continuos choques armados.

Berenguela de Castilla nació en 1180, quizás en Burgos o en Segovia. Al ser la primogénita, fue reconocida heredera del reino castellano. Gozó de ese derecho hasta que en 1181 llegó al mundo su hermano Sancho. Y respetando la costumbre sucesoria de la realeza hispana, este adquirió la condición de heredero por “razón de varonía”. Sin embargo, aquel mismo año Sancho falleció. Y la infanta recobró su preeminencia al trono hasta que en 1189 a los reyes castellanos les nació un varón: Fernando. De nuevo, Berenguela retrocedió una casilla en la sucesión. De todos modos, quedó como pieza para un tratado más que conveniente. Su padre acordó casarla con Alfonso IX (1171-1230), rey de León desde 1188. Ambos monarcas confiaban en que con ese matrimonio terminaría el cruento y extendido enfrentamiento iniciado tras la separación de Castilla y León. Además, se unirían para incorporar a esos reinos el sur ibérico, donde los musulmanes se asentaban desde el siglo VIII.

Aun así, el rey castellano sospechaba que el acuerdo haría aguas. ¿Su duda se debía a la bien ganada fama que tenía Alfonso IX de mujeriego, amante de las fiestas y afecto a procrear bastardos? No. El Noble temía una nulidad papal, pues los contrayentes eran primos hermanos.

Los temores del padre de la infanta tenían un antecedente. Alfonso IX se había casado en 1191 con Teresa de Portugal. Ambos también eran primos hermanos y les nacieron tres hijos: Sancha (1191-antes de 1243), Fernando (1192-1214) y Dulce (1194-1248). Pero cinco años después de la boda, el papa Celestino III anuló el matrimonio por razones de consanguineidad, aunque reconoció a los vástagos de la pareja y el varón mantuvo su condición de heredero del trono leonés.

Igualmente, Alfonso VIII no se retrajo: apostó a la paz entre los reinos, fiándose de una dispensa pontificia al casamiento entre los primos. Y en 1197, cuando Berenguela tenía diecisiete años y el rey leonés, veintiséis, hubo boda en Valladolid. Entonces ella dejó Castilla para vivir junto a su marido en León.

Celestino III no había autorizado este nuevo enlace, aunque tampoco se opuso. Pero falleció en 1198 y fue sucedido por Inocencio III. Un papa inflexible con los matrimonios entre parientes. En abril de ese mismo año ordenó a los reyes de Castilla y de León deshacer la unión por considerarla ilícita. Si no acataban, ambos soberanos serían excomulgados y en sus reinos se prohibiría celebrar los sacramentos, los oficios eclesiásticos y sepultar a los fieles.

El conflicto se volvió un ir y venir de misivas entre los reinos y la Santa Sede. Ir y venir que de 1201 a 1204 dio tiempo suficiente para que la reina Berenguela y el rey Alfonso IX tuvieran cinco hijos e hijas.

Al primer varón lo llamaron Fernando.

El intrincado acceso a la corona

Alfonso X - изображение 15ernando nació el 24 de junio de 1201 en Peleas de Arriba, Zamora. Y estaba predestinado a ser una pieza de un impredecible juego sucesorio por las coronas de Castilla y de León, que al momento de su nacimiento ya tenían sus respectivos herederos. Juego que comenzó luego de que Alfonso VIII eludiera durante seis años y medio la amenaza de excomunión del riguroso Inocencio III. A inicios de 1204, el papa redobló su apuesta para conseguir la anulación del matrimonio de Berenguela y Alfonso IX: amenazó con impedir que en Castilla se profesara el catolicismo, como ya había hecho con León.

La reina Berenguela se vio en una encrucijada. ¿Apostaba a su matrimonio o le aseguraba la indulgencia pontificia a su tierra natal? Priorizó lo político. Y en 1204 resolvió separarse de su marido para volver a Burgos, llevándose a Fernando y a sus otros hijos a la capital castellana. Para aceptar la separación, su esposo impuso una condición a la que ella accedió: el primogénito que el leonés había tenido con Teresa de Portugal –también llamado Fernando– quedaba como heredero de su reino. Se reabría así la grieta que el malogrado matrimonio había cicatrizado. Y eso iba a traer consecuencias para Berenguela.

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