Fabián Sevilla - Alfonso X

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"Si yo hubiera estado al lado de Dios cuando creó el mundo, algunas cosas habrían sido mejor hechas" (Alfonso X).
¿Hablas castellano? ¿Te gusta mirar las estrellas o jugar al ajedrez? ¿Disfrutas la música? Alfonso el Sabio (1221-1284) tuvo mucho que ver con todo ello.
Este rey español tan magnífico como polémico promovió las ciencias y las artes, desde la historia y la poesía hasta la astrología y la alquimia, pasando por los juegos de táctica y de azar. En una Edad Media atravesada por las guerras y las persecuciones religiosas, su corte cristiana albergaba a judíos y musulmanes. Sin embargo, algunos súbditos lo consideraban un gobernante incompetente y loco. La nobleza se rebeló, y su propia familia intrigó contra él, tanto su esposa despechada por las infidelidades amorosas, como el hijo que anhelaba arrebatarle el poder.
Una apasionante biografía de quien forjó su destino como rey y como hombre.

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El rey de Castilla necesitaba una reina.

Y Berenguela la Grande fue la encargada de buscar la pieza que ocupara ese sitio en el tablero.

Una princesa germana para Fernando

Alfonso X - изображение 19n la búsqueda de una esposa para su hijo, doña Berenguela al parecer actuó tanto motivada por prodigarle verdadera felicidad a Fernando, como para evitar que replicara los vicios de su padre Alfonso IX. No le importaba alcanzar un beneficioso acuerdo político con un suegro poderoso para vincular dos reinos.

La Reina Madre entendía que la elegida debía ser del mismo rango y tan virgen como su hijo. Y para mantener el honor del rey, solo consideró la posibilidad de un matrimonio legítimo que evitara la nulidad papal por razones de parentesco. No iba a exponerlo a repetir su infeliz experiencia.

Eludió la consanguinidad desechando de entrada a las infantas hispanas y a las princesas de Inglaterra –de donde provenía su madre– y de Francia –allí su hermana Blanca era esposa del rey Luis VIII–. Y para asegurarse de que la consorte tuviera un rango similar al de Fernando, puso los ojos en un poderío que destacaba por la calidad de su nobleza: el Sacro Imperio Romano Germánico.

Sí, porque doña Berenguela –informada por su hermana reina– sabía que la candidata que colmaba sus expectativas se hallaba en la corte de Suabia, que gobernaba una amplísima región del sudoeste de la actual Alemania.

Era la princesa Beatriz de Suabia.

Nacida en 1198, su padre había sido Felipe de Suabia, de la dinastía Staufen y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (1198-1208). La madre se llamaba Irene Ángelo, hija de Isaac II Ángelo –soberano del Imperio bizantino (1185-1204)– y de su primera esposa, tal vez Herina Tornikes. Por donde se la mirara, la princesa descendía de los dos grandes imperios de la época.

Con todo, tanto linaje no le había asegurado a Beatriz una existencia sin inconvenientes. Su padre debió luchar mientras gobernó el Imperio. Su enemigo era Otón IV, emperador también germano pero perteneciente a la Casa de Welf, que rivalizaba por el poder con los Staufen. Ese enfrentamiento terminó con el asesinato de Felipe en 1208. Y pocos meses después, la madre de la princesa falleció a causa de un mal parto.

Beatriz quedó entonces bajo la guarda de su primo Federico II (1194-1250), quien llegó a emperador en 1215. Además de gobernar, este soberano sentía una inagotable sed de conocimiento. Apodado stupor mundi –“asombro del mundo”–, patrocinaba todo tipo de actividad científica y cultural. También era un gran lector, políglota y autor de varios libros surgidos de sus propios estudios o de los que realizaban los eruditos con los que se codeaba.

En ese ambiente creció Beatriz. Bella, de buenas maneras, pero por sobre todo culta, reflexiva, prudente. Una joven que junto a su primo Federico II aprendió algo que en el futuro transmitiría al primero de sus hijos: aquel que ostente el poder, sea emperador o rey, debe interesarse por la cultura y amar la sabiduría.

Una verdadera joya para la corona de Castilla. Joya con veinte años de edad que doña Berenguela se apuró a evitar que le arrebataran a su hijo. Entre 1218 y 1219, la Reina Madre envió embajadas a la corte de Suabia que sellaron con Federico II el compromiso nupcial. Y hacia mediados de noviembre de 1219 Beatriz llegó a Castilla. Un reino muy lejano de su hogar, donde –tal como le había vaticinado una gitana– la esperaba un monarca hispano.

Boda real en Castilla

Alfonso X - изображение 20s posible que Beatriz causara fascinación entre los miembros de la corte y la nobleza. Fascinación por sus maneras y su cultura, pero también por una belleza que resultaba exótica en tierras hispánicas: cabellera tan rubia que lucía casi blanca, tez pálida que se ruborizaba con facilidad y ojos azules que casi siempre miraban al suelo. Y probablemente Fernando también se rindió ante esa princesa germana.

La boda se realizaría el 30 de noviembre de 1219. Como parte de esta, antes el novio debió cumplir con un ritual: ingresar en la Orden de Caballería, es decir, armarse caballero de la cristiandad latina. Sin embargo, faltaba el encargado de otorgar esa dignidad, pues debía ser varón con título superior al aspirante. Y no había en Castilla nadie por encima del prometido, quien era el mismísimo rey.

Fernando III decidió entonces armarse personalmente. Al atardecer del 27 de noviembre de 1219 se dirigió solo al monasterio de Santa María la Real de las Huelgas. Allí, y como lo hacía cualquier aspirante, debió velar junto a sus armas durante toda la noche. Por la mañana, llegaron doña Berenguela y Beatriz para asistir a la ceremonia solemne. Con ellas venía el obispo de Burgos, don Mauricio, que se encargó de bendecir las armas que reposaban sobre el altar. Después, el rey se arrodilló frente a una imagen del apóstol Santiago que, movida por un resorte, le dio el espaldarazo que le hubiera correspondido dar al superior que no existía. El joven monarca tomó su espada y la ciñó. Se dirigió a su madre, quien según el ritual le quitó el cinturón y el arma: pese a ser mujer, como primera heredera del trono y reina le concedieron el honor de desceñir la espada del rey.

Temprano en la mañana del 30 de noviembre se realizó la ceremonia nupcial. En la Catedral de Burgos, el obispo declaró unidos en matrimonio a Fernando III de Castilla y Beatriz de Suabia. Luego se dispusieron banquetes para la corte y la nobleza. El pueblo llano se sumó con fiestas organizadas por los reyes. Al final de la jornada, es posible que Beatriz se hubiera mudado al Alcázar Real –como se lo llamaba al Castillo de Burgos–, donde pasaron la luna de miel. Y hacia enero de 1220 se trasladaron a Valladolid, comenzando una convivencia que estaría marcada por la trashumancia a cada punto cardinal de Castilla. Trashumancia en la que rara vez no iba a acompañarlos doña Berenguela. Y no porque la suegra quisiera interferir o controlar la vida de la pareja: como Reina Madre seguiría aconsejando a su hijo e involucrándose en los asuntos públicos durante muchos años por venir.

2

El orden peninsular donde nació Alfonso

Entre la cruz y la Luna creciente y la estrella

Alfonso X - изображение 21a Castilla donde nació Alfonso –el primogénito de Fernando III– era parte de una península ibérica comparable con un singular tablero de ajedrez dividido en dos inmensas casillas. La que se extendía desde un poco más al sur del centro del territorio hasta el norte, encontrándose con las costas del mar Cantábrico, estaba ocupada por reinos cristianos. Además de Castilla, los de León, Navarra, Aragón y Portugal: la “España de los cinco reinos”.

La parte del tablero que se expandía desde el límite sur de las tierras católicas hasta donde se vinculan el océano Atlántico y el mar Mediterráneo era dominio de los musulmanes almohades. Su territorio cubría Extremadura, Andalucía, Murcia, la región de Valencia y medio Portugal. Se extendía además sobre el noroeste de África, zona que llamaban al-Magrib –en árabe, “lugar por donde se pone el sol”– y que los hispanos castellanizaron como Magreb.

Esta división del tablero ibérico se había conseguido merced al empuje de los ejércitos católicos que habían conquistado buena parte de al-Andalus. Ese era el nombre dado por los moros al territorio hispano de los visigodos, a donde habían llegado entre 711 y 718.

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