Es más, entre ella y Alfonso surgió un conflicto de índole económica, agravado por una cuestión personal.
Ya antes de que Fernando falleciera, eran muchos los dimes y diretes sobre los amoríos que la reina mantenía con uno de sus hijastros: el infante Enrique, diez años menor que ella. Y era este el hermano con el cual más enfrentamientos tuvo Alfonso desde que ambos eran jóvenes.
Las tierras que Fernando III iba arrebatando a los musulmanes eran repartidas entre los miembros de la familia real y los nobles que habían aportado sus fuerzas militares. Pero también puso bajo titularidad de su esposa grandes extensiones ganadas: propiedades en Jaén, Arjona y Córdoba, así como señoríos en Andalucía y villas en diversas localidades e incluso, entre otros, en el reino de Murcia.
Enrique fue beneficiado con vastas superficies en recompensa por su actuación en varias campañas militares. Pero desde su perspectiva, el infante entendió que lo que recibía era un reino independiente del cual algún día podía ser el monarca.
Antes de ceñirse la corona, Alfonso habría de expresar que cuando tuviera el poder de hacerlo iba a revisar las entregas efectuadas a su nada querida madrastra y al hermano que percibía como un adversario. Las consideraba desmedidas. Por eso, en marzo de 1252 –cuando la salud de Fernando III le indicaba que la muerte venía en camino– Juana de Ponthieu quiso evitar quedarse sin nada de lo otorgado. Y lo hizo recurriendo al maestre de la Orden de Calatrava, con quien había forjado una cómplice amistad: puso bajo su guarda documentos que garantizaban sus derechos y los de su adorado Enrique sobre el patrimonio que le habían otorgado.
Jugada sin sentido la de la reina Juana. Cuando ya su hijastro Alfonso X había sucedido a Fernando III, a comienzos de 1253 hizo que el maestre de esa orden militar y religiosa le entregara la documentación. Con todo, no anuló todas las donaciones hechas a la mujer y a Enrique, sino las referentes a los territorios en los que consideró que el rey de Castilla y León debía tener poder directo.
La madrastra continuó durante algún tiempo en Sevilla. Entonces, abandonó la península resignando dieciséis años de su vida en Castilla, parte de la descendencia tenida con Fernando, los señoríos y otras propiedades que Alfonso X le permitió preservar.
Juana regresó a su condado francés –que había heredado en 1251– y en alguna fecha entre 1260 y 1261 se casó con Juan de Neslé, señor de Falvy y de La Hérelle. Sus deberes como condesa no fueron muy prolijos en cuanto a la administración y repartimiento de propiedades. Cuando murió, en 1279, su tan preciado Ponthieu se encontraba rebasado por deudas e inmerso en un litigio por derechos legales sobre tierras que había entregado.
Cuando la francesa hubo partido de Castilla, la siguió su amoroso hijastro. Pero Enrique la abandonó a mitad de camino. Le pareció más seductor concretar una venganza contra su hermano Alfonso X, que lo había despojado de un ilusorio reino, en vez de continuar prodigándose goces con la viuda de su padre.
5
Inicio con buena estrella
Entre las obligaciones y los placeres
lfonso cumplió diecinueve años en 1240. En la época eso significaba que un varón alcanzaba la mayoría de edad. El infante entonces comenzó a actuar públicamente como heredero de la corona de Castilla y León junto a Fernando III o a atender asuntos de gobierno que su padre le delegaba. También, a vivir con una independencia en la que se manifestaron las inquietudes de hombre joven por las delicias mundanas, sus intereses intelectuales y un marcado apego a las mujeres.
Fernando pretendía que su heredero adquiriera experiencia en la administración de las cuestiones de Estado. Le confió el gobierno y la representación real del territorio leonés que una década atrás se había anexado a Castilla. Para eso dotó a Alfonso de casa propia, rentas y servidores que lo atendían como cuando vivía en la corte.
Sus señoríos o infantados se ubicaban en el sur leonés del reino. Comprendían las villas y ciudades de Salamanca y León, entre otras. Y a lo largo de esta década, cuando el infante no estaba en campaña militar reemplazando a su padre o luchando junto a él, ejercía en nombre del rey poderes judiciales en todo el territorio que se le había encargado.
Recibió asimismo señoríos en la Andalucía cristiana. Hacia 1240, Fernando III le entregó las tierras y las rentas de Écija, ganada a los islamitas ese año por los castellanos. El joven señor confió la administración de esa ciudad a su amigo Nuño González de Lara (hacia 1215-1275), quien se convertiría en su favorito dentro del grupo de los ricohombres del reino. Pero ¿estaría escrito en las estrellas que ese camarada y futuro compañero de armas sería uno de los tantos nobles que iban a sublevarse contra Alfonso durante su reinado?
Las rentas que el heredero comenzó a percibir le permitieron disponer de una corte de primer orden. En ella se codeaba con hidalgos castellanos. Uno de los principales era Juan García, hijo de quien había sido su ayo y compañero de infancia en sus días en Villaldemiro y Celada, quien más tarde se convertiría en uno de sus más destacados colaboradores.
Esta corte pretendía emular a la que –según lo relatado por su madre– había rodeado al emperador Federico II. Y era un preanuncio de la opulencia que Alfonso ostentaría a partir de 1252 después de ser proclamado rey.
El heredero se convirtió en un personaje muy famoso en el reino. A diferencia del entorno regio de su padre, en su corte vivían trovadores, artistas plásticos, músicos y hombres de letras a los que comenzó a patrocinar. Con sus cortesanos practicaba deportes, como la cetrería y otras formas de caza, aunque el ajedrez y los dados eran prioritarios en sus momentos de ocio. También por las tardes, tras la comida o en las noches pasaba largas veladas durante las cuales se danzaba, se contaban chismes, se galanteaba a las damas, se cantaban las últimas trovas de Provenza.
Ya entonces se hablaba de su prodigalidad hacia el entorno más cercano. Pero también muchos nobles y reyes irían maliciando respecto de un futuro rey frívolo, cuya personalidad parecía caracterizarse por la pedantería, la ostentación, la vanidad.
El infante disfrutaba a pleno de la independencia de un heredero que en cualquier momento pasaría a ocupar el trono.
Aunque le faltaba algo que él consideraba importante para reafirmar su figura política: con diecinueve años, su padre ya debería haberlo casado o al menos haber concertado un matrimonio a futuro con una mujer de su mismo rango, cuando no de más alto linaje.
La candidata apareció en 1240 y provenía del otro gran reino peninsular: Aragón.
Se llamaba Violante, había nacido en 1236 y era hija del rey Jaime I el Conquistador.
Con ese matrimonio, el padre de Alfonso y el monarca aragonés anhelaban mantener la paz, amistad y cooperación entre ambos territorios que venían pendiendo de un hilo debido a potenciales conflictos limítrofes. ¿Otra de las movidas de la sagaz doña Berenguela? Aunque retirada de la vida pública, seguía aconsejando a su hijo desde las sombras. Y es probable que con este compromiso buscara mantener a raya a quien no convenía tener como enemigo.
Pero por entonces Violante era una niña de cuatro años. Y Alfonso debería esperar un buen tiempo hasta que ella cumpliera la edad permitida para que una mujer consumara un matrimonio. Hasta tanto, el joven sabría atender los llamados de su libido de varón y sus necesidades sentimentales viviendo amoríos que en algunos casos fueron pasajeros, aunque también hubo otros que lo acercaron al enamoramiento.
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