Con la llegada de su cuarto hijo, se ve un cambio en Lea: ella comienza a mirar a Dios como la fuente de su identidad y autoestima. Por esto llama a su hijo Judá, que significa “alabanza”. ¡Este es un cambio radical! Lea rompe con el antiguo paradigma y deja de pensar que el amor o el desamor de su marido establece su valor como persona. Lea se centra en Dios y dice: “Esta vez alabaré a Jehová”.
Muchas somos como Lea. Creemos que el cariño y la aprobación de los demás son el veredicto de nuestro valor como personas. Competimos buscando validación, pero el amor incondicional que necesitamos solo proviene de Dios.
Jesús, no quiero competir con mis hermanas. El amor, la validación y la aceptación que busco, no las puedo ganar. Tú las ofreces gratuitamente. Rindo las armas de la competencia y me arrodillo a tus pies.
“El enojo es cruel, y la ira es como una inundación, pero los celos son aún más peligrosos” (Prov. 27:4, NTV).
Honestamente, lo más difícil no es que Dios no nos otorgue aquello por lo que oramos hace años: un compañero para la vida, un buen trabajo, salud o hijos. No, lo más difícil es ver a Penina obtenerlo todo (1 Sam. 1:2). Lo más duro es sentir que Dios sí responde las oraciones de otras mujeres, mientras que pareciera ignorar las nuestras. Lo más doloroso es pensar que somos menos importantes, a menos que logremos ganarle a esa rival, a la Penina de nuestra vida.
La competencia y la comparación con otras mujeres surgen cuando ponemos el peso de nuestra identidad sobre cualquier otra cosa que no sea la Piedra angular. Como explica la autora Susan Barash en Tripping the Prom Queen [La zancadilla a la reina del baile de graduación], el problema radica en que “nuestra definición de nosotras mismas está ligada a nuestra percepción de otras mujeres. Nos miramos a través de comparaciones. […] Nos cuesta vernos a nosotras mismas como individuos separados, con destinos propios. […] [Pensamos que] somos exitosas en las áreas en que nuestras madres fracasaron; ganamos cuando otras mujeres pierden. No podemos imaginarnos teniendo éxito o fracaso por nuestra propia cuenta; solo en comparación con otras mujeres”.
La Biblia tiene muchos ejemplos de mujeres que compitieron entre sí, mujeres rivales: Sarah y Agar, Raquel y Lea, Evodia y Síntique. Sus historias reflejan la marea tóxica que la comparación y la competencia traen a nuestra vida. Pero la Biblia ofrece un mejor camino, el que recorrieron Rut y Noemí, el que anduvieron María y Elisabet. Como explica la autora Bethany Jenkins en Women, We’re Co-Workers, Not Competitors [Mujeres: somos compañeras, no competidoras], “cuanto más aceptemos nuestra identidad fundamental como cristianas, más capaces seremos de ver a otras mujeres como colegas, y no como competencia”.
La próxima vez que te encuentres con la Penina de tu vida, te invito a que recuerdes que tu valor e identidad están grabados para siempre en las manos de Jesús (Zac. 13:6). Te invito a que ores para que Dios bendiga a esa mujer y ensanche su territorio (1 Crón. 4:10). La envidia y la generosidad no pueden convivir dentro de tu corazón. Cuando eliges bendecir a Penina, la envidia se derrite. Finalmente, te invito a que recuerdes que Dios está escribiendo una historia única y original en tu vida. A Dios no se le acaban los planes ni las buenas ideas. No te compares. Tú eres una obra maestra en las manos del mejor Artista.
Señor, te agradezco porque el éxito de los demás no es mi fracaso. Cuando me sienta tentada a compararme y competir con otras mujeres, recuérdame quién soy: tu hija amada.
14 de febrero
Alianza de superheroínas
“Todos ustedes en conjunto son el cuerpo de Cristo, y cada uno de ustedes es parte de ese cuerpo” (1 Cor. 12:27, NTV).
La comparación nunca termina; sencillamente, se mueve hacia diferentes áreas de la vida. Cuando éramos niñas comparábamos los juguetes que teníamos, de adolescentes nuestra popularidad, y de grandes comparamos nuestros trabajos y familias. Al menos que hagamos un esfuerzo consciente por desterrarla, la comparación nos acompañará hasta el último día de nuestras vidas. Cuando la escritora estadounidense Becky Keife se convirtió en mamá de tres activos varones, se dio cuenta de que vivía comparándose con otras madres. “¿Piensan [las otras mamás] que soy demasiado estricta, o permisiva? ¿Es su rutina de sueño diferente de la mía? Al principio me sentía tan vulnerable”, me confesó ella. Sin embargo, con el tiempo Becky descubrió que no había solo una manera de ser buena madre y que no había necesidad de sentirse intimidada por las decisiones de las demás. “Yo soy la clase de mamá que prefiere que sus hijos usen zapatos en el parque. Tengo una amiga que les permite a sus hijos correr descalzos. Mientras que no nos comparemos y aprendamos a apoyarnos las unas a las otras, estas diferencias nos ayudarán a crecer” añadió.
Becky cree que cada madre tiene un superpoder diferente y debería ser capaz de distinguirlo, en lugar de compararse y competir. “Todas tenemos áreas en las que nos destacamos, pero es tan fácil ignorarlas y pensar que son cosas ‘normales’ que todo el mundo puede hacer… Pensar que todo el mundo puede cocinar como yo, o hacer una trenza cosida, o enseñar a escribir como lo hago yo…” Cuando prestamos atención a los dones únicos que Dios nos dio, en lugar de enfocarnos solamente en lo que podríamos mejorar, “recuperamos el gozo de la maternidad”. Y no solo eso: también recibimos la libertad para celebrar los superpoderes de otras mujeres, en lugar de sentirnos intimidadas. Cuando dejamos de compararnos, las fortalezas de otras mujeres nos sirven y nos protegen. Juntas podemos formar una alianza de superheroínas en la que cada una contribuye con su propio don.
Señor, te agradezco porque tú has bendecido a cada mujer con talentos únicos. Quiero dejar atrás la comparación y la envidia. Muéstrame cómo puedo usar lo que me has dado para ayudar a otros, y dame la humildad necesaria para pedir ayuda cuando la necesite. Amén.
15 de febrero
Este no es mi plato
“Y sabemos que Dios hace que todas las cosas cooperen para el bien de quienes lo aman y son llamados según el propósito que él tiene para ellos” (Rom. 8:28, NTV).
Años atrás, en una de mis primeras citas con Nigel, la camarera confundió nuestros pedidos. Ella le sirvió a Nigel mi plato y a mí el suyo. “Me parece que tienes mi plato”, le dije a Nigel, tratando de no sonar muy alarmada, porque recién nos estábamos conociendo. “No, esto fue lo que yo pedí”, me contestó sonriente, y comenzó a comer tranquilamente. Miré el plato que tenía enfrente de mí con desdén; era básicamente una ensalada. Aunque soy vegetariana, jamás pediría una ensalada en un restaurante. ¡Me parece un desperdicio de dinero! Debo confesar que pasé la mayor parte de la velada sintiendo envidia gastronómica y pensando: Esto no es lo que yo pedí.
A veces, Dios nos da algo diferente de lo que pedimos en oración. Doquiera, vemos a colegas y amigas recibir exactamente lo que nosotras queríamos: un excelente trabajo, un marido trabajador, hijos sanos. Mientras que otras mujeres se sientan a disfrutar de un suculento plato de bendiciones, pareciera que nosotras debemos conformarnos con la ensalada. En momentos así, tenemos dos opciones: envidiar o confiar. En El ministerio de curación , Elena de White nos recuerda: “Dejad que Dios haga planes para vosotros. […] Dios no guía jamás a sus hijos de otro modo que el que ellos mismos escogerían, si pudieran ver el fin desde el principio y discernir la gloria del designio que cumplen como colaboradores con Dios” (p. 380).
Читать дальше