Parece absolutamente necio e ilógico que Dios nos salve por su gracia, tan solo con mirar a Jesús. Sin embargo, ¡este es el remedio que él escogió! Aceptemos el diagnóstico y la medicina que Dios nos ofrece. Dejemos de enfocarnos en nuestros defectos y virtudes; miremos al Rey en su hermosura.
Señor, tú puedes sanarme de todas mis enfermedades. Ayúdame a confiar en Jesús como mi Salvador de todo corazón. Hoy no quiero apartar mi mirada de él, ni por un instante.
7 de febrero
Sanas y salvas
“Sáname, oh Jehová, y seré sano; sálvame, y seré salvo; porque tú eres mi alabanza” (Jer. 17:14).
Tú no eliges el tratamiento, Dios elige cómo sanarte.
Naamán era un hombre poderoso, jefe del ejército del rey de Siria, muy estimado y favorecido por su rey. Pero Naamán tenía un gran problema: tenía lepra. En los tiempos bíblicos, esta era una enfermedad crónica, que mutilaba y segregaba socialmente a las personas. A medida que la enfermedad avanzaba, las uñas de los pacientes se aflojaban y caían. Como una gangrena, la lepra avanzaba después a los nudillos, dedos y dientes. Finalmente, la lepra tomaba la nariz, el paladar, los ojos, y la vida (según el comentario bíblico The Enduring Word ).
Naamán tenía los días contados y por eso estuvo dispuesto a aceptar la sugerencia de una esclava israelita y visitar Samaria, en pleno territorio enemigo. Como salvoconducto, Naamán llevó consigo una carta del rey y un generoso pago de diez talentos de plata (más de 1,2 millones de dólares estadounidenses).
Sin embargo, las cosas no sucedieron como Naamán esperaba. En lugar de ir en persona, el profeta Eliseo envió un mensajero y le “recetó” un tratamiento extraño: “Ve y lávate siete veces en el río Jordán, y tu cuerpo quedará limpio de la lepra” (2 Rey. 5:10, DHH). Naamán se enfureció porque él tenía una idea muy diferente de cómo el profeta debía sanarlo. “Yo pensé que iba a salir a recibirme, y que de pie iba a invocar al Señor su Dios, y que luego iba a mover su mano sobre la parte enferma, y que así me quitaría la lepra” (2 Rey. 5:11, DHH).
Naamán estaba tan enojado que casi se volvió a su país sin siquiera intentarlo. Los ríos de su patria le parecían más limpios y mejores. Sin embargo, fue nuevamente uno de sus criados quien le salvó la vida al decir: “Señor, si el profeta le hubiera mandado hacer algo difícil, ¿no lo habría hecho usted? Pues con mayor razón si solo le ha dicho que se lave usted y quedará limpio” (2 Rey. 5:13, DHH). Finalmente, en humilde obediencia, Naamán se sumergió siete veces en las marrones aguas del Jordán y fue sanado completa y gratuitamente.
Muchas veces, como Naamán, anticipamos la forma en que Dios nos librará de algún problema. Tal vez esperamos que Dios nos sane de una depresión sin tener que recurrir a medicamentos, o preferiríamos que Dios sane nuestro matrimonio sin tener que hacer terapia. Tenemos una idea tan fija, que cuando la sanidad se ofrece por otro medio, nos ofendemos. Recuerda: tú no eliges el tratamiento, Dios elige cómo sanarte.
Señor, por favor, dame la humildad para aceptar cualquier tratamiento que tú escojas para mí.
“Así que como somos sus hijos, también somos sus herederos. De hecho, somos herederos junto con Cristo de la gloria de Dios; pero si vamos a participar de su gloria, también debemos participar de su sufrimiento” (Rom. 8:17, NTV).
Siempre me gustaron las canciones y las letras de Joan Manuel Serrat. En la canción “Testamento de miércoles”, el “Nano” nos hace pensar en el legado intangible que dejamos. No las casas, ni los autos, sino la herencia emocional y hasta espiritual que podemos forjar. Serrat canta: “Lego al jueves cuatro remordimientos, la lluvia que contemplo y no me moja… Lego el crujido azul de mis bisagras y una tajada de mi sombra leve”. ¿Cuál es tu legado? ¿Cuál es la herencia espiritual que le dejarás a tu familia y amigos?
Una de mis mejores amigas dice que tomó más en serio su responsabilidad de sanar emocionalmente una vez que comenzó a tener hijos, porque no quería heredarles su dolor o sus miedos. Creo que tiene mucha razón, porque como dice Richard Rohr en Things Hidden [Las cosas ocultas]: “Si no transformamos nuestro dolor, seguramente lo transmitiremos. Si no encontramos la forma de transformar nuestras heridas en heridas sagradas, invariablemente nos rendiremos ante la vida y la humanidad”. Esta idea de transformar heridas en algo sagrado me conmueve. Dios no solamente nos sana, sino también transforma nuestras heridas (las mismas que si no se trataran transmitirían dolor a las próximas generaciones) en una herencia santa. ¡Las cicatrices cuentan una gloriosa historia! Cuando Dios nos sana, pasamos de contagiar dolor a contagiar esperanza, de multiplicar trauma a transmitir vitalidad.
Así como las herencias físicas, las espirituales deben ser planeadas. Un legado santo nunca es el producto de la casualidad. Es imprescindible reflexionar, darnos cuenta de qué recibimos nosotras mismas y qué deseamos transmitir. Será necesario orar, perdonar, sanar y ser pacientes con el proceso; pero también atrevernos a contar la historia. Muchas veces, es justamente a través de un relato que un legado pasa de una generación a la otra (Jos. 4:6, 7). Las historias de nuestras heridas sanadas, oraciones contestadas y aventuras con Dios, serán un depósito inicial en el banco de la fe de las generaciones venideras.
Señor, el legado más grande que puedo dejar es espiritual, no físico. Por esto, te pido que sanes mis heridas y las transformes en cicatrices sagradas. Quiero que mi vida refleje el poder de tu redención. Quiero contarle a mi familia todo lo que has hecho por mí.
9 de febrero
Culpa y responsabilidad
“—Rabí, ¿por qué nació ciego este hombre? —le preguntaron sus discípulos—. ¿Fue por sus propios pecados o por los de sus padres? —No fue por sus pecados ni tampoco por los de sus padres —contestó Jesús—. Nació ciego para que todos vieran el poder de Dios en él” (Juan 9:2, 3, NTV).
Estoy sentada en el autobús 321, yendo al trabajo. Detrás de mí, una mujer y un hombre hablan acerca de Jessica. La mujer dice que está muy enojada con su amiga, Jessica, porque está siendo negligente con sus hijos: no los lleva a la escuela, ni los educa en casa. Ella dice que, aunque Jessica tiene muy poco dinero, continúa pagando los gastos del auto de su exnovio. Finalmente, la mujer le dice al hombre sentado detrás de mí: “Entiendo que esté deprimida porque su padre falleció, ¡pero Jessica no tiene tiempo para estar deprimida!”
Esa última oración me persiguió todo el día, zumbando en mi mente como un tábano. Estoy convencida de que la depresión, así como otros trastornos de la ansiedad, no piden permiso para llegar ni buscan un día libre en tu calendario. Amontonar culpa sobre los hombros de una persona deprimida es un acto de crueldad. Sin embargo, es útil comprender que hay una diferencia entre culpa y responsabilidad.
En su artículo “Trauma Is Not Your Fault, but Healing Is Your Responsibility”, la autora Brianna Wiest lo describe de esta manera: “No podemos olvidar que, aunque [el evento traumático] no fue nuestra culpa, sanar las consecuencias siempre recaerá sobre nosotros; y en lugar de verlo como una carga, podemos aprender a verlo como un extraño don”. Todas cargamos con heridas y traumas del pasado. Sin embargo, a menos que dejemos de apuntar con el dedo y aceptemos la responsabilidad de sanar, vamos a contagiar a otros con nuestro dolor y nos perderemos la oportunidad de vivir mejor.
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