Isabel Montes - El día que conocí a Hugh Grant

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El día que conocí a Hugh Grant: краткое содержание, описание и аннотация

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Valentina siempre supo que era diferente, pero nunca llegó a imaginarse hasta qué punto. Consciente de que su relación con Giacomo debe de terminar, su corazón vuelve a latir por Gabriel, su amor de juventud. Aunque sus esperanzas de reencontrarse con Gabriel son nulas, decide volver a empezar y retomar el camino que se le prohibió sin ser consciente de que su vida ya está en manos del destino. Conocer a Hugh, un encuentro inesperado en el corazón de Stonehenge, los consejos de su querido abuelo y una intuición que no deja de advertirle en susurros al oído, la llevarán directamente a hacer realidad sus sueños hasta que vuelva a renunciar al propósito para el cual nació.
…"Valentina, no puedes huir de tu destino"…
En la vigilia de los sueños donde dos mundos paralelos se encuentran y nuestras mentes alcanzan una mayor lucidez, Valentina descubrirá el error que ha cometido.
…"En mi lista de tareas escribí una más: Recuperar a Gabriel"…

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—Te iba a llamar ahora. Hoy no pasaré por la oficina, si no te importa. Y en cuanto a Giacomo, no te preocupes por él. Seguramente estará molesto porque le he dicho que me tomaba el día libre, y ya sabes que le gusta tenerme controlada. Estoy en Paseo de Gracia, justo delante de la oficina pero en la acera de enfrente, no sé si me verás.

—Por supuesto que te veo. Llevas el Victorio y Lucchino y ¡¡¡Valentina!!! ¿Qué haces con esa americana de Zara?, —gritó encolerizada Nicole.

—Menuda vista que tienes, —contestó sorprendida. Mamá ya hablaremos mañana. Hoy necesito tomarme el día libre, si no te importa. Además, también he pensado en marcharme unos días a Lucena. Hace mucho que no veo a papá. Me irá bien desconectar un poco.

—Me parece una idea estupenda. A tu padre, y sobre todo a tu abuelo, les encantará tenerte unos días con ellos.

Nicole sabía perfectamente que la relación de su hija con Giacomo, no era lo que hubiese deseado. En parte se sentía culpable. Valentina no era feliz, y en verdad tenía motivos para no serlo. Ojalá Gabriel decidiese regresar pronto a Córdoba. Quizás si se volviesen a ver, podrían retomar lo que ella rompió.

—Llamaré a papá para decírselo, —dijo Valentina.

—No te preocupes, le llamaré yo. Espero que pases un buen día. Ven mañana a desayunar conmigo y hablamos un rato ¿vale cariño?, —dijo dulcemente Nicole.

—Está bien. Hasta mañana, —contestó Valentina, sin querer alargar más la conversación.

—Adiós hija.

Valentina era incapaz de enfadarse con las personas a las que quería. Ella siempre perdonaba pero nunca olvidaba. Sabía que su madre estaba arrepentida por lo que hizo, e intuía que estaría al corriente de las infidelidades de Giacomo, pero claro, cuesta mucho reconocer que te has equivocado. Además ¿quién podía prever que esta relación acabaría así? Echando la vista atrás recordó cómo empezó con él.

“A los dos meses de nuestro encuentro en Milán, Giacomo llegó a Barcelona dispuesto a cumplir con los deseos de Giorgio Armani, pero con un objetivo personal muy bien definido: seducirme y hacerme suya. Aquel cinco de abril de dos mil seis, fui a recogerle al aeropuerto. Nos saludamos con un par de besos efusivos en la mejilla, que reflejaban la pasión contenida por ambos. Desde aquel día fuimos uno la sombra del otro. Trabajamos juntos en la apertura de la tienda de la Avda. Diagonal; comíamos juntos; tomábamos cafés juntos y los fines de semana hacíamos turismo juntos. La verdad es que no tardé mucho en caer en sus redes. En parte lo agradecí, ya que cuando regresé a Lucena, después de mi obligado exilio, Gabriel había desaparecido. Pensé que ya no quería saber nada de mí. No había respondido a mis cartas, no me había llamado ni un solo día y, según su padre, no quería que nadie supiera dónde había ido. Estaba claro que yo, ya formaba parte de su pasado. Aquellos años fueron un calvario para mí, así que, cuando Giacomo apareció, quise darle una segunda oportunidad al amor. Al mes de su llegada, la tienda empezaba a perfilarse. Sobre las ocho y media de la tarde, de aquel cinco de mayo, llegué a la boutique para ver cómo iban las obras. Giacomo me recibió con una mirada, que reflejaba como un espejo el deseo que sentía por mí. Cuando los trabajadores empezaron a marcharse, y nos dejaron solos, Giacomo apagó las luces y cerró la puerta de entrada. Sin decir una sola palabra, me cogió de la mano y me condujo hacia los vestidores. Uno de ellos estaba totalmente terminado. Abrió la puerta despacio, como si quisiera desvelar poco a poco una gran sorpresa. Entré, devolviéndole una mirada de complicidad. Cerró la puerta a nuestras espaldas. Lo que vi, me dejó atónita. El vestidor era digno de cualquier reina. La pared del fondo estaba totalmente cubierta de espejo, lo que producía un efecto de mayor amplitud, al igual que el techo, donde habían instalado tres ojos de buey, orientados hacia el centro del vestidor, como si el objetivo fuese iluminar a una artista sobre el escenario. A la derecha había un sofá de dos plazas, que recordaba la época dorada de Venecia, acolchado y forrado de una tela aterciopelada, en diferentes tonos rosas. El suelo estaba cubierto por una moqueta de un tacto suave y algodonado, en un tono rosa pálido a juego con el color del sofá. En la esquina de la derecha, se erguía una lámpara larga que acababa con una forma de tulipán grande, que obligaba a la luz a dirigirse hacia el techo. En la pared de la izquierda, había un gran espejo con un marco del mismo estilo del sofá. Giacomo apagó los ojos de buey, y se acercó a la lámpara, para regular la intensidad de la luz, y dejar casi en penumbra el vestidor. Caminó hacia mí muy despacio, hasta que se puso a mi espalda. Deslizó sus manos por mis brazos, hasta que las entrelazó con las mías. Apoyó la barbilla en mi hombro, y con la mirada fija en el espejo, me preguntó mi opinión. Antes de decirle que me parecía maravilloso, traté de disimular la excitación que sentía en mi interior, aunque creo que no lo conseguí. Giacomo recibió aquellas palabras, como si le hubiese dado permiso para hacerme suya. Sin perder un segundo, empezó a besarme el cuello, provocando que todo mi cuerpo se estremeciera. Sus manos empezaron a dirigir las mías, en un sinfín de caricias que me hacía a mí misma. Casi sin darme cuenta, noté como empezó a deslizar la cremallera de mi vestido. Cuando ya lo tenía desabrochado, me di la vuelta. Solo necesité encoger ligeramente mis hombros, para que mi vestido cayera al suelo. Mi exquisita ropa interior quedó a la vista de sus ojos. Giacomo no perdió un segundo. Se quitó el jersey, los pantalones y los zapatos, antes de que yo pudiera quitarme el tanga. No me dio tiempo a deshacerme del liguero y las medias. Me tumbó, delicadamente, sobre aquella moqueta, para dar rienda suelta a la pasión contenida en aquellos meses. No dejamos ni un solo milímetro de piel sin besar ni acariciar. Cambiábamos de postura una y otra vez, y mirábamos nuestros cuerpos en movimiento en aquellos espejos, testigos de aquella explosión de placer. Exhausta, me tumbé con los ojos abiertos, para verme reflejada en el techo y poder ver y sentir como me poseía con fuerza y energía. Con cada movimiento, descubrí un nuevo significado de la palabra placer. Hasta que el placer se convirtió en éxtasis, y el éxtasis en un abrazo y unos besos que sin palabras le daban las gracias”.

Valentina volvió a la realidad. Estaba parada junto al semáforo de la calle Aragón, a la espera de poder cruzar la calle. Aquel recuerdo reblandeció tanto su corazón, que no pudo hacer otra cosa que replantearse, el objetivo que se había propuesto para aquel día. Con una sonrisa en los labios, empezó a caminar hacia la oficina para abrazar a Giacomo, y darle una nueva oportunidad. Pero el destino de Valentina ya no estaba en sus manos. Justo en el momento en que empezaba a cruzar Paseo de Gracia, le vio salir junto a Susana. El corazón se le paralizó cuando los vio subir a un taxi. Retrocedió unos pasos hasta llegar junto al quiosco de helados, que había en la acera contraria, para intentar no ser vista. El taxi pasó delante de ella a la velocidad justa para ver, en primera fila, como se besaban apasionadamente. Valentina cerró los ojos todo lo fuerte que pudo, como si así pudiese paliar el dolor que sentía en el pecho. Al cabo de unos pocos segundos, suspiró profundamente, abrió los ojos y se dijo así misma: Punto y final.

Cruzó la calle Aragón con paso firme. Ya no era dolor lo que sentía, sino más bien una rabia contenida, por haber estado a punto de volver a caer en sus redes. En su cabeza solo había un objetivo: separarse definitivamente de él, y retomar la vida que le había sido prohibida. Cuando llegó a la altura de la tienda Loewe, se detuvo delante del escaparate. Miraba hacia todas partes, pero era incapaz de ver nada en concreto. Seguía ciega de ira por lo que acababa de ver. Entró en la tienda con la firme decisión, de comprarse el bolso más caro que hubiese, a cargo de la cuenta de Giacomo, por supuesto. Consideró que era un buen pago, por los cuatro años que le había regalado de su vida. Y así lo hizo. Entró en la tienda. Saludó a la dependienta que había a su derecha. Subió los cuatro peldaños de la entrada, y se dirigió a la mesa de la izquierda, donde habían expuestos unos bolsos con sus complementos. Cogió un bolso que encajaba con su atuendo a la perfección. Miró el precio. No era suficiente. No había dejado aún el bolso sobre la mesa, cuando una voz a su espalda le dijo en inglés:

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