La señora Gómez acerca uno de los sillones a la mesa del despacho.
—¡Siéntese por favor! —Ella se sienta al otro lado de la mesa, saca unos documentos de la carpeta y a continuación se acerca a la puerta que está en el lado opuesto y la abre. Entra en el otro despacho y, pocos segundos después, sale de él y deja la puerta entreabierta, para volver a sentarse de nuevo frente a mí.
—¿Quiere un café, agua o algún refresco? —me pregunta amablemente.
—Por favor, un vaso de agua, si no es molestia. Gracias.
Se acerca a la mesa del primer despacho y ordena a alguien que le traiga un vaso de agua. Seguidamente la persona se mueve con rapidez y en pocos segundos la señora Gómez me trae el vaso de agua. Me lo ofrece, lo cojo con ligero nerviosismo, le doy dos sorbos pequeños y lo coloco con cuidado encima del posavasos de papel que ha dejado sobre la mesa.
—¡Bien, ahora vamos con lo importante! El señor Ibarra es el psicólogo-sociólogo responsable de Recursos Humanos de nuestra empresa. Él suele entrevistar por segunda vez a todos los candidatos que cree que pueden ser interesantes y estar cualificados para cada puesto; hace una criba y vuelve a entrevistar a los definitivos. En este caso, a los tres definitivos para este puesto los entrevisto yo. De las tres personas seleccionadas nos decantaremos por la mejor. Le informo primero en qué consiste este puesto y después resolvemos todas las posibles dudas. ¿Le parece bien?
—Sí —digo con timidez.
—El Señor Carson, presidente de la compañía, necesita una persona de confianza: joven, dispuesta a viajar y sobre todo a trabajar. Se trata de llevar su agenda, asistirle en reuniones y ayudarle en los asuntos que lo requieran. En tres meses, poco a poco se pondrá al día, no se le exige la perfección de inmediato. Tendrá ayuda y apoyo tanto por mi parte como por parte del señor Carson. Le garantizo que se sentirá cómoda y sobre todo apoyada al máximo. Sé que es extraño esto que le digo, pero el señor Carson lo exige así. Quiere que la persona que va a estar tanto tiempo con él se sienta cómoda, ya que viajará y pasará tiempo alejada de su familia, el trato que se le dará será de persona de “confianza“.
¿Persona de confianza? ¿Así, por las buenas? ¡Esto me parece surrealista!
Seguro que es un multimillonario arrogante, altivo, con aire de superioridad, de los que mira por encima del hombro y mil cosas más que se me ocurren.
Ella se da cuenta de la cara que pongo mientras me confieso mis propios pensamientos.
—Su cometido, créame —dice—, es más sencillo de lo que usted cree. Es solo cuestión de tiempo; usted misma dijo que no le importaba trabajar, mejorar, aprender y, si fuese necesario, multiplicarse. No va a ser necesario que se multiplique, eso nunca se le va a exigir. No tema.
—Tres meses tengo para ponerme al día —recalco.
La verdad es que no me parece imposible ponerme al día en tres meses. No me puedo permitir el lujo de pensármelo. He de intentarlo, necesito este trabajo como sea. Hace por lo menos un siglo que no he estado tan cerca de conseguir un trabajo con semejantes perspectivas.
—Disculpe que le haga una pregunta: me ha dicho que somos tres personas las seleccionadas, ¿puede usted decirme… si estoy ya elegida para el puesto… o… todavía tienen que elegir a un candidato?
—Es usted muy rápida señorita Álvarez. Usted ha sido elegida. En el caso y, solo en el caso de que no acepte, se llamará a la siguiente candidata. Tenga en cuenta que el señor Ibarra es una pieza clave de esta compañía, su olfato para seleccionar el personal es infalible, muy pocas veces se equivoca. En usted ve unas cualidades francamente buenas. Tendremos tiempo de comprobarlo. Le dejaré unos minutos para que se lo piense y volveremos a retomar el tema. ¿Le parece bien?
—Sí. Gracias —la verdad es que necesito tomarme un respiro.
Al salir del despacho cierra la puerta.
¡¿Qué demonios estoy haciendo aquí?!
No creo que esté preparada para este puesto, no tengo experiencia —los nervios hacen verdaderos estragos en mí—. Tampoco tengo mucho donde elegir, me digo.
—¡Qué diablos, tendré que intentarlo, no tengo nada mejor! —me lamento en voz alta—. Necesito trabajar como sea y si he de empezar como asistente… puede que sea lo más cerca que voy a estar en mi vida de un puesto en Dirección. El estudiar una carrera no le garantiza a nadie que puedas ejercerla. Hay que tener hoy en día mucha suerte o un buen “enchufe” claro está. En fin… ¡que sea lo que Dios quiera! —suspiro resignada.
Diez minutos más tarde la señora Gómez entra por la puerta, se sienta nuevamente en la silla frente a mí.
De repente… Una voz masculina suena detrás de mí.
—¡Isabel, por favor!
Me quedo sorprendida. Pensaba que no había nadie en el otro despacho y yo… expresando mis pensamientos en voz alta, ¡qué vergüenza! Noto como se me sube el pavo sin remedio.
Isabel se levanta y me indica con la mano que haga yo lo mismo.
—Sígame de nuevo, señorita Álvarez.
La sigo. Entro en el despacho que está situado detrás de mí.
Un hombre de un metro ochenta aproximadamente, vestido con un traje azul marino inmaculado, se encuentra de pie de espaldas a nosotras, mirando a través de la cristalera. Su cabello es castaño, ligeramente ondulado, con algunas canas muy difuminadas que apenas se aprecian.
Se gira hacia nosotras en cuanto se percata de que entramos.
Debe rondar los sesenta años bien cuidados. Desprende carisma. Vaya; parece una persona interesante.
Me brinda una amplia y cálida sonrisa mientras sus grandes ojos verdes me miran con familiaridad.
—Señorita Álvarez, me es grato conocerla —se acerca a nosotras rodeando la mesa con sutil y natural elegancia. Es una de esas personas con encanto natural; de las que te sorprenden gratamente y no sabes porqué. En el mismo momento que se dirige a mí, me extiende la mano. Yo se la estrecho mirándole directamente a los ojos.
—Veo, señorita Álvarez, que tiene dudas sobre el puesto que ofrecemos. Discúlpeme, deje que me presente, soy el señor Carson.
Me quedo con la boca abierta. Sin duda ha escuchado toda la entrevista e incluso mis conclusiones en voz alta. “¡Marian contrólate que te tiemblan las piernas! Esto no te lo esperabas”, me digo.
—Siéntese, por favor —me indica una de las sillas de diseño situadas frente a él, mientras vuelve a rodear la mesa para sentarse en su cómodo y moderno sillón de cuero negro. La señora Gómez se sienta en la otra silla junto a mí. Se acomoda el nudo de su elegante corbata de franjas anchas en diagonal de tres tonos: desde el azul cielo hasta llegar al azul marino, con finas franjas rojo rubí intercaladas. Me sorprende observar que carece prácticamente de ese acento característico que los americanos tienen cuando hablan español. Su pronunciación es casi perfecta.
—Señorita Álvarez, el puesto que se le ofrece es sencillo y rutinario. Hemos podido comprobar sus referencias. No tiene experiencia en el puesto que le ofrezco pero… parece ser que es muy trabajadora y que dispone de iniciativa propia. Créame joven, eso es algo que valoro mucho en las personas: iniciativa, voluntad, perspectivas… Sí señor, muy buenas cualidades para empezar. El contrato que le ofrezco es fijo y con posibilidades de mejorar dentro de la empresa. Siempre están las puertas abiertas a todos los trabajadores que quieran escalar posiciones. ¿Entiende a qué me refiero? Una de las oportunidades que se abren hacia el puesto que va a ocupar o que podría ocupar en un futuro, es ejercerlo en nuestra sede central en Washington. E incluso en cualquier destino donde nuestras filiales estén presentes.
No dejo de mirarle a los ojos, atenta a sus palabras. En contra de mis primeras impresiones puedo asegurar que no es ningún engreído y arrogante millonario. Sus sencillas y sinceras palabras me tranquilizan; su forma de dirigirse a mí y mirarme, por extraño que parezca… me da seguridad. Él también me mira directamente a los ojos, hay momentos en que creo que sus ojos me sonríen. Absurda observación por mi parte.
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