Su relato, sesgado para evitar que se le reconozca, está marcado por las fechas, los nombres y, como el de sus compañeros, los detalles. Tras el fugaz golpe de Estado contra Chávez en abril de 2002, nuestro protagonista fue acusado en su país de hasta ocho delitos que no había cometido. Tenía entonces 33 años, y su único pecado fue obedecer órdenes de un superior. Sin embargo, ni siquiera su dedicación a la patria le evitó sufrir vejaciones de todo tipo («tuve que beberme mi propio orín», recuerda) y torturas que casi acaban con su vida; desesperado, se refugió en la embajada de Uruguay, país en el que le concedieron el asilo en virtud de la Convención Interamericana de Caracas sobre Asilo Diplomático de 1954. «Pero en Uruguay empezó todo de nuevo. Me encontré con la misma situación de presión, pero en otro país. Esta vez no había torturas físicas, pero sí psicológicas, que son peores. Estaba presionado y amenazado. De hecho, todavía hoy no puedo dormir bien. Me despierto con pesadillas y creo que me siguen persiguiendo», sostiene Héctor, quien tuvo que marcharse a Perú cuando se vio cercado por los grupos chavistas.
En el país andino entró en contacto con un representante de ACNUR, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas con los Refugiados, que le recomendó que se trasladara a España, donde sería más fácil seguir su caso y poder lograr el asilo. «Me vine al sur de Tenerife, donde tenía un amigo. Empecé a trabajar en un supermercado. A los dos años me llamaron para decirme que me habían rechazado el asilo porque ya lo tenía en otro país», explica el venezolano. En este punto, la abogada de CEAR difiere de la Justicia española, porque «cuando un refugiado sale del país sin permiso o porque lo están persiguiendo, renuncia a ese estatus». Desde ACNUR derivaron su caso a CEAR y a Rocío Cuéllar, quien tras examinar las pruebas aportadas por Héctor solicitó un reexamen de la solicitud, que aún hoy espera dictamen. «Es un caso de los que tienen que salir, ya que no podría regularizarse porque está imputado con delitos falsos, y necesitaría un certificado de penales. Ha sufrido persecución y tortura, por lo que es un caso de libro y confío en que se lo concedan», expone la letrada de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado.
En la actualidad, Héctor ha podido rehacer su vida, aunque recuerda con amargura lo vivido y, sobre todo, a la familia que dejó atrás. «Tengo una niña de 7 años en Venezuela a la que hace cinco que no veo».
«Mi familia está amenazada y presionada psicológicamente, y ni siquiera aquí en España puedo estar del todo seguro, porque mi foto y mi caso están en Internet» incide el venezolano. «Chávez ha conseguido engañar a todo el mundo con su discurso, y a las personas que no piensan como él no les dan trabajo ni las dejan respirar». «Tampoco pueden salir de allí, a menos que viajen hacia Miami pagando una cantidad importante de dinero. Yo llevo años enviando todos los meses 100 o 200 euros, pero ahora no puedo hasta que consiga trabajo», asevera un Héctor que está preparándose unas oposiciones a la Policía Nacional.
Su testimonio, como los de Malik y Mahyub, es un ejemplo del horror que aquí solo vemos en la pantalla del televisor. Ellos pueden contarlo en primera persona y despiertan tras la pesadilla vivida. Otros, en cambio, no tuvieron tanta suerte.
IV. Las voces de la conciencia (octubre de 2008)
Thiaroye-sur-mer es una pequeña y modesta comunidad de pescadores de hacinadas casuchas blancas y calles arenosas en los arrabales de la capital de Senegal, Dakar. Aquí se reúnen diariamente desde hace ya más de dos años cientos de mujeres que acuden para encontrar consuelo en la compañía, por la pérdida de hijos, maridos y hermanos que un día decidieron embarcarse rumbo a Europa —vía Canarias— para hallar un futuro mejor.
En Thiaroye reside Yayi Bayam Diouf, la presidenta de la asociación de mujeres senegalesas de madres de hijos de los cayucos. Así se conoce popularmente a este grupo, que surgió en 2006 por iniciativa de esta madre coraje de 49 años, que perdió a su hijo de 26 en marzo de ese mismo año, en el naufragio de una embarcación clandestina que se dirigía al Archipiélago. «Alioune Mar me llamó desde Nuadibú para pedirme que rezara por él para que llegara sano y salvo a Europa. Pero mis plegarias no fueron escuchadas.
Se ahogó en algún lugar de las costas canarias junto a otros 80 jóvenes. Sus cuerpos nunca fueron encontrados», relata Yayi. La tragedia de Alioune y de otros muchos chicos que, como él, decidieron embarcarse hacia El Dorado europeo, fue lo que empujó a Yayi Bayam a poner en marcha una asociación que, dos años después, agrupa ya a más de 400 mujeres y desarrolla media docena de proyectos que se han convertido en seña de identidad de esta zona del África subsahariana. No en vano, merced al apoyo de la Fundación CEAR y a las subvenciones de entidades como el propio Gobierno de Canarias o el BBVA, entre otras, 200 féminas y una decena de chicos han conseguido un empleo y han podido reconstruir sus vidas en su propio país de origen.
Según explica María Jesús Arsuaga, vicepresidenta de la Fundación CEAR, tras la visita de Yayi Bayam a España en enero de 2007 —que incluyó Las Palmas y Fuerteventura—, la Comisión Española de Ayuda al Refugiado empezó a colaborar con ella en su campaña de captación de fondos a partir de microcréditos. «Su objetivo era la creación de empleo para mujeres y jóvenes senegaleses retornados de España». La Fundación dotó de locales y medios al grupo de Bayam Diouf, que llegó a recaudar 55.000 euros. Con esta cantidad pusieron en marcha varios talleres, entre ellos uno de elaboración de derivados de las legumbres; otro de elaboración y distribución de zumos de frutas; y uno de iniciación en las técnicas de pesca artesanal. «Se trata de luchar contra la inmigración irregular ofreciendo alternativas en el propio país de origen», agrega María Jesús Arsuaga, quien recientemente ha acompañado a Yayi Bayam durante su estancia en nuestro país con motivo del Foro Mundial de las Migraciones celebrado en Madrid. «Son proyectos a largo plazo, en los que incluso exportan productos a otras zonas de Senegal y Mali», recalca María Jesús.
«La iniciativa de Yayi ha supuesto una auténtica revolución en el país, porque se trataba de mujeres deprimidas que no sabían qué hacer con sus vidas, que ahora han constituido microempresas e incluso pretenden poner en marcha una red de mujeres africanas», subraya la vicepresidenta de la Fundación CEAR. Aceptar una pérdida tan trágica como la que sufrieron Yayi Bayam Diouf y sus compañeras es tanto más difícil que el hecho de que muchas de ellas creen que no hicieron lo suficiente para disuadir a sus hombres de que se marcharan. Por eso, la labor de la Asociación de Mujeres por la Lucha contra la Inmigración Clandestina es también informativa, para tratar de convencer a los jóvenes de que no emigren ilegalmente en cayuco. «Les digo que de cada cien hombres que se han ido, 50 han muerto en el mar, 25 no han vuelto a dar noticias de su paradero desde hace meses y 10 han sido repatriados desde España; el resto probablemente esté en algún campamento o ha logrado entrar en el país, pero seguramente no habrá conseguido un empleo y estará malviviendo por ahí», dice Yayi, que tiene claro que «por esto es mejor que se queden aquí».
MEDIOS LIMITADOS
Mauritania, Mali o las dos Guineas son algunos de los países que se han interesado ya por los proyectos emprendidos por estas mujeres senegalesas, que en la actualidad cuentan con un presupuesto cercano a los 80.000 euros. Cada miembro del grupo paga una cuota mensual de unos 1.000 francos CFA, la moneda común de 14 países africanos y que equivale a poco más de un euro. Con este dinero, y el recolectado a través de los microcréditos, la asociación ayuda a las mujeres más vulnerables a acceder a préstamos de hasta 50.000 francos CFA (unos 60 euros), para poder iniciar actividades que les generen ingresos.
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