—Ya, por favor —suplicó Lucía—. ¡Me duele mucho!
—Esto me hizo mi tío cuando yo era chiquito —Joel le sopleteó al oído. La asió del pelo y le levantó la cabeza para que se mirara al espejo. Lucía vio su propia cara enrojecida, sus venas del cuello hinchadas, su pelo empapado en sudor. Joel se mecía encima de ella, hipnotizado por su película porno en el espejo.
—Esto me hizo cuando yo tenía doce años.
—¿Y yo qué culpa tengo? —protestó Lucía.
«Y a ti te daba miedo de que algún judicial prieto y cacarizo te fuera a violar en un cuarto de vecindad donde te rebanaría una oreja y se la mandaría a tus papás para que pagaran el rescate del secuestro. Pero tú fuiste la que se le aventó a Joel, tú te metiste con él a este cuarto inmundo, aunque hasta hace diez minutos te la estabas pasando de pelos. ¡Este güey te está violando, Lucía! Técnicamente te está violando, porque le dijiste que no y te mandó a freír espárragos aunque lo hayas dejado que te hiciera todo lo demás. Y con una vez que digas no, con eso te tienen que respetar. Te lo mereces por puta, por cachonda cochambrosa».
Lucía confirmó en el espejo que Joel seguía pujando en su interior, pero, para su sorpresa, el dolor se había apaciguado. Ahora Joel sobaba rítmicamente sus entrañas, llenándola de un placer incómodo, brutal, inexplicable, que la instaba a agitar sus caderas para aumentar la intensidad de la sensación. Los dedos de Joel se meneaban entre los pliegues de su pubis. Lucía sintió los espasmos convulsionados de Joel unos segundos después.
—Perdón, no me aguanté —dijo él.
Estaba semicatatónica. La salida le dolió como cuando tienes ganas de hacer del dos y no has hecho en tres días. «Pues, claro —pensó—, si aquello está diseñado para que salgan cosas, no para que entren».
Joel le dio besitos y le acarició el pelo. Se desprendió de ella y Lucía olfateó un familiar olor agrio, similar al que uno descubre al haber pisado mierda en la calle.
—Llévame a mi casa —le dijo Lucía.
—Te puedes bañar aquí si quieres. Te presto una toalla.
Bañarse, claro, era prudente. Joel abrió la puerta y los cachorritos se abalanzaron hacia adentro, se treparon en la cama, se le subieron encima a Lucía y le lamieron la cara, las piernas y las tetas con sus alientitos huérfanos. Lucía creyó que le iba a dar un colapso nervioso.
—¡Quítamelos de encima! —gritó.
Joel rio y salió de la habitación. Se los tuvo que quitar de encima ella sola.
«Joel es puto y ya me pegó el SIDA», pensó.
Los mosaicos del baño de color verde hospital estaban enmarcados de moho. Joel ya se había bañado y se estaba secando frente al lavabo. Le señaló una toalla negra llena de pelusas, colgada junto a la regadera. Lucía quería hacer pipí y limpiarse, pero le dio pena con él allí, así que reguló las llaves y se metió bajo el chorro de agua humeante.
Le temblaban las rodillas. Quiso que el agua arrastrara por la coladera la suciedad, el pánico, la memoria del placer asustante pegosteada en sus poros. Usó el champú Ma Evans de Joel porque la barrita cuarteada de jabón Nórdico le dio asco.
Se enjuagó la boca y se enjabonó la cabeza cerrando herméticamente los párpados, todavía con el miedo infantil de que le ardieran los ojos. No sabía qué hacer con su ano. No sabía si debía limpiarlo y cómo. Permitió que el chorro de la regadera lo hiciera por ella.
Se envolvió en la toalla húmeda y regañó a la Lucía que la miraba desde el espejo: «Ve nomás tus greñas, tus moretones de souvenir. ¡Ya te la metieron por Detroit! ¡Cómo lo dejaste hacértelo sin condón! ¡Te vas a morir de SIDA!».
Envuelta en la toalla, caminó descalza por la alfombra roñosa y recogió su ropa desparramada en el suelo de la recámara. Joel la observaba recostado en la cama, fumándose un cigarro. Su pene estaba acurrucado encima de él, irreconocible, apacible e inofensivo como un gatito dormido.
Bajó a recibir a Ricardo sin entusiasmo, preguntándose por qué con los galanes oficiales que presentaba en casa jamás se le antojaba hacer las locuras que hacía con ilustres desconocidos que se levantaba en bares o fiestas.
—¡Mira qué flores tan divinas! Ya le pedí a Zenaida que las ponga en agua —le dijo su mamá.
—Qué lindas, gracias —dijo Lucía al ver el arreglo descomunal de tulipanes, rosas, varas de nardo y nube.
Saludó a Ricardo con un beso en la mejilla.
—Perdona la tardanza, pero no me siento muy bien.
—No hay cuidado, estuve platicando muy a gusto con tu mamá —contestó él.
—Lucía, no le hagas pasar un mal rato al pobre de Ricky —dijo su mamá.
Lucía pensó que, si pudiera, su mamá sacaba un cura de la cristalera y los casaba en el acto.
—Ay, hija, andas de un humor negro. Quieres, le pido a Zenaida que te traiga unas aspirinas.
—Gracias, mamá, ya nos vamos.
—¿Van a una fiesta?
—No creo —dijo Lucía—. Si no te molesta, Ricardo, prefiero algo tranquilo.
—¡Qué aburrida es esta niña! —dijo Natalia, demasiado solícita.
Ricardo la llevó a cenar a un lugar minimalista en la colonia Roma y luego a tomar una copa a la terraza del hotel Downtown, donde la informó que era íntimo amigo del dueño.
—Está padre el hotel, ¿no? Salió en la Wallpaper —dijo Ricardo.
—¿Qué es eso? —dijo ella.
—¿Estudias Diseño Gráfico y no sabes qué es la revista Wallpaper?
Ricardo la tomó de la cintura y sonrió triunfal al presentarla como si fuera su novia de años, saludando con demasiada efusividad a gente que nomás conocía de vista. La besó conspicuamente a la luz fluorescente de la alberca. Lucía saboreó el perfume de la ginebra en su aliento.
Mientras él le platicaba su vida y milagros, salpicándolos con nombres de gente que Lucía suponía que debía reconocer, ella se entretuvo pasando revista a la gente en la terraza.
—¿Te dije que estuve en Japón? —preguntó él.
—Qué padre.
—Es un paisazo. Pero es carísimo. Un melón cuesta cuarenta dólares y una coca cola, quince.
—Como que hay demasiado ruco trajeado aquí, ¿no? —dijo Lucía—. Demasiada cuarentona divorciada desesperada, demasiado ejecutivo que se cree de primer mundo pero vive en el error.
—Es la hora —dijo Ricardo—. Al rato se pone mejor. Una casa mía en Malinalco va a salir en la Architectural Digest.
—Qué buena onda.
—Le tomaron unas fotos espectaculares.
—¿De quién es la casa?
—De Álvaro y Cecilia Betancourt. ¿Los conoces?
—Me suenan.
—Tienen mucha lana. He estado enamorándolos con la idea de abrir un hotel boutique en Coyoacán.
—¿Quién se va a querer quedar en un hotel en Coyoacán? Está lejísimos.
—Pero está padrísimo.
—Pues la última vez que yo fui me aturdí con tanto jipioso huarachudo vendiendo aretes de chaquiras y trapos teñidos con anilina y, la verdad, me dio asco tanta mazorca mordida tirada por las banquetas.
—Eres una megafresa, pero te amo, mi amor —rio Ricardo.
—No soy tan fresa como tú crees.
Como solía sucederle con los novios oficiales, a veces Ricardo se le antojaba y a veces le daba grima, pero era interesante eso de andar con alguien más maduro, serio y culto; alguien que no se la pasaba queriendo meterse tachas toda la noche, o que no le pedía que pagara su parte de las copas porque andaba corto de lana, o la llevaba a fiestas a darse una línea tras otra, o que lo único que quería era coger.
Ricardo le presentaba gente muy acá, le hablaba de libros y películas, y se veían bien juntos. Pero a veces ella sentía que era medio bruta para él. Él ya le había regalado tres libros que le daban una flojera espantosa y discos de música incomprensible. Sus amigos le parecieron unos sangrones. Supuso que Ricardo se sentía realizado por andar con alguien más tarado que él.
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