Yehudit Mam - Quién te manda

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Gabriel regresa a la Ciudad de México después de ser deportado desde Nueva York. Habiendo probado un bocado del sueño americano, entra a trabajar a casa de los Orozco. Allí conoce a Lucía, quien vive en el privilegio opresivo de su clase social.
A pesar de que son de la misma ciudad, Lucía y Gabriel vienen de mundos distintos y sin embargo se enfrascan en una pasión fulminante que entra en conflicto con todos los tabúes de su sociedad.

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—¿Quieres bailar? —dijo él.

Lucía tomó un trago de tequila y lo miró con ojos pícaros.

—¿Aquí? No. Más bien tengo ganas de que me des un besito —le susurró al oído, exhalando un soplo de aliento perfumado de alcohol.

Independencia. Iniciativa. Imaginación.

—¿Un quequito?

—Sí. Así —lo rozó delicadamente con los labios entreabiertos. Acarició la nuca de Ricardo con las yemas de los dedos—. Mmm. Hueles a licor y tabaco —ronroneó Lucía.

Él se sumergió en esa fragancia a piel nueva y a pelo limpio de niña bien.

—Y tú hueles como a algodón de azúcar —dijo.

Lucía lo llevó a la biblioteca de su papá, en cuya puerta estaba pegado un aviso escrito a mano que decía «NI SE LES OCURRA ENTRAR». Al abrir la puerta, unas sombras se espantaron en la oscuridad. Era una pareja con la ropa torcida y los pelos alborotados.

—¿Qué no vieron el letrero? No pueden estar aquí —dijo Lucía.

La pareja salió apresuradamente.

Lucía rio, cerrando la puerta con botón. Ricardo podía distinguir su sonrisa coqueta a través de la luz amarillenta del alumbrado público.

—Qué hermosa eres —dijo Ricardo.

Se besaron y se tocaron durante un largo rato. Lucía lo miró a los ojos y pasó una mano fugaz por encima de la bragueta, electrificándolo. Esperó un instante y metió su mano por dentro del resorte de la trusa y lo acarició, posando su mirada en la cara felizmente alarmada de Ricardo. Él la sentó sobre el sobrio escritorio de caoba e intentó subirle la falda y bajarle las medias para perderse dentro de ella lo antes posible.

—Vámonos leve —dijo ella, frenándolo por la muñeca.

Lucía continuó sobándolo. «Siempre se tardan años», pensó.

—No me vayas a ensuciar —susurró.

Ricardo se vino sobre el escritorio. Limpió el semen deprisa con un pañuelo desechable y se dispuso a corresponderla, pero al cabo de un rato, ella le quitó la mano de su pubis húmedo.

—Vamos a tu recámara.

—Mis papás llegan mañana.

—Me voy temprano.

—Ya es temprano.

Ella le dio un beso mojado mientras se abotonaba la blusa. Tomó un post-it del escritorio, apuntó su teléfono y se lo pegó a Ricardo en el pecho.

4

Roberto y Natalia Orozco escrutaron los estragos de la fiesta como generales que recorren el campo de batalla después de la derrota. Un vaho de humo rancio emanaba del papel tapiz y las telas de los muebles. Arrodilladas, Ignacia y Jacinta cepillaban con ahínco la alfombra.

—¿Qué pasó aquí? —preguntó Roberto.

Agustín entró detrás de él cargando un par de maletas.

Lucía bajó corriendo a abrazar a su papá en su pijama de franela rosada. Se veía angelical.

—¡Hola, papi! Hicimos una fiesta del 16 de septiembre. Dimos el grito.

—El grito se lo voy a dar yo a tu hermano —dijo su padre.

—Estuvo tranquilo, papá, no vino mucha gente.

Luis Lombardo bajó las escaleras con los pelos parados e intentó abotonarse la gabardina.

—Buenas tardes, licenciado. Señora —dijo galante, atravesando los escalones en dos zancadas.

Roberto le asestó una mirada asesina a su mujer, quien suspiró aburrida.

—¿Dónde está tu hermano? —preguntó Roberto.

—En su cuarto, es que se quedó recogiendo y se fue a dormir tardísimo.

—No inventes, Lucía.

Adolfo apareció al pie de la escalera en sus jeans de ayer, sin camisa, descalzo, rascándose la cabeza.

—Pásenle, jefes, están en su casa.

—Eres un descarado, Fito —le dijo su mamá—. No se los puede dejar solos. ¡Zenaidaaa! —primero gritó y enseguida susurró—. ¿Por cierto, cómo se portaron aquellas? ¿Se acabaron el súper?

—No, mamá. ¿Les trajiste algo? —le contestó Lucía.

Zenaida apareció en el acto.

—Ya no me dio tiempo. Zenaida, tráeme una coca con hielo.

—Oye, budismo zen. Y a mí hazme unos chilaquiles, no seas malita —dijo Adolfo.

—¿Va a querer coca cola, joven?

—Una chela mejor, Zenaidiux.

Zenaida se congeló.

—Es broma, una coca con hielo, como mi mami.

Zenaida se regresó a la cocina.

—No tiene gracia, Adolfo —dijo Roberto—. Cada vez que viajamos, dejas la casa como un chiquero con tus reventones. La servidumbre no está para limpiar tus cochinadas.

—Ay, ya papá —intervino Lucía—. No te pongas de malas. Te prometo que todo el mundo se portó muy bien y estuvo tranquilo, serio.

Pero Roberto aprovechó el regreso de Agustín con más maletas para continuar la inquisición.

—¿Cuántas cajas de licor se compraron, Agustín?

—Solo como unas tres, licenciado —mintió Agustín.

—Lo voy a decir por última vez, así que óigame bien, Agustín; y tú también, Adolfo: no se hacen más fiestas sin mi consentimiento mientras nosotros estemos fuera.

—Sí, licenciado —dijo Agustín.

Adolfo se regresó a su cuarto y se tiró en la cama. Unos minutos después entró Lucía, seguida de Jacinta, quien llevaba una charola con el desayuno de Adolfo.

—Cómo detesto a ese cabrón, hijo de su chingada. No es feliz si no me amarga la vida.

—¡Adolfo! —Lucía le indicó que fuera más discreto en presencia de la sirvienta. Jacinta puso la charola sobre el escritorio, acercó una mesita plegadiza a la cama, acomodó el desayuno y se retiró.

—Y a ti nunca te dicen nada. La bronca siempre es conmigo —dijo Adolfo—. Yo no sé cómo aguantas a mi papá. Es un hipócrita imbécil. Se lleva a mi mamá de com­­­pras para que no rezongue de sus acostones con las secregatas.

—Y mi mamá, ¿para qué sigue con él? Solo se queda con él por la lana —respondió Lucía.

—Para tu información, la lana es de ella. No sé para qué se casó con ese pinche aprovechado que se da sus baños de pureza.

—La casa está hecha un asco y apesta a mota, ¿qué esperas? —dijo Lucía.

—Y tú no te hagas, bien que te la pasaste fajando con Ricardo Mestre.

—Deberías agradecer que te defiendo. Acuérdate que lo de la coca y las tachas y toda tu pinche farmacia, me lo callo. Y mucho más.

—¿Y mucho más qué? —contestó su hermano, pero Lucía ya se había ido.

Agustín se la había pasado esquivando a sus colegas, que traían cara de indagación desde que Gabriel tocó el timbre preguntando por él. Estaba harto de las miradas inquisitivas de Zenaida.

—Era mijo Gabriel. Regresó de Estados Unidos. Necesita chamba.

—Újule, Agustín, ¿y por qué no lo invitó a pasar? —preguntó Zenaida, pellizcando la masa para los sopes de la cena.

—¿Pos cómo lo voy a dejar entrar sin el permiso de los señores?

—Es su hijo, ¿no? ¿Hace cuánto que no lo ve? Además, por un ratito nomás, no se tienen que enterar.

Agustín le dio un sorbo a su café con leche. Se arrepintió de haber abierto la boca.

—¿Y cómo le va a hacer? —inquirió Zenaida.

—Pos no sé qué quiere que yo haga, como están las cosas aquí en México.

—Será que extrañaba. Mis hijos extrañan un montón. No les gusta ni tantito California, pero allá ganan más. Ya no se quieren volver a cruzar. Por lo menos su hijo está por acá. Yo hace seis años que no los veo.

Ignacia y Jacinta escuchaban la conversación mientras picaban cebolla y freían los sopes.

—A lo mejor el licenciado tiene alguna chamba para él en el despacho, todo depende de pa qué sea bueno —dijo Zenaida.

—¡Yo qué sé para qué es bueno! —refunfuñó Agustín.

Zenaida se encogió de hombros. Le dieron ganas de llorar y no supo si porque se acordó de sus hijos o porque Agustín le había hablado feo.

El ronroneo del motor del coche del licenciado rompió el silencio. Agustín salió de la cocina a recibirlo, como todas las noches. Cegado por los faros del Mercedes, escuchó el suave chasqueo de la puerta del auto abrirse y cerrarse. Como de costumbre, el licenciado le puso la alarma aunque el coche estaba resguardado en el garaje.

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