Yehudit Mam - Quién te manda

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Gabriel regresa a la Ciudad de México después de ser deportado desde Nueva York. Habiendo probado un bocado del sueño americano, entra a trabajar a casa de los Orozco. Allí conoce a Lucía, quien vive en el privilegio opresivo de su clase social.
A pesar de que son de la misma ciudad, Lucía y Gabriel vienen de mundos distintos y sin embargo se enfrascan en una pasión fulminante que entra en conflicto con todos los tabúes de su sociedad.

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—Buenas noches, licenciado. ¿Le ayudo con los papeles?

—No es necesario. Ahí le dejo las llaves.

—Licenciado, ¿me permite un momentito?

—Dígame.

—Es que uno de mis chamacos acaba de regresar del otro lado y anda buscando chamba. Y pues si usted necesita un mozo o un mensajero para el despacho, o sabe de alguien que necesite, yo se lo voy a agradecer.

—Ahorita no se me ocurre nadie, pero voy a preguntar.

—Muchas gracias, licenciado —replicó Agustín.

—¡Agustiiín! ¡Mis llaves del coooche! —gritó Adolfo, apareciendo por la puerta principal.

—¿A dónde vas? —lo interceptó Roberto.

—Tengo una cena. Se me hizo tarde.

—Si quieres tus llaves, ve tú por ellas.

Roberto le advirtió a Agustín con la mirada que no se le ocurriera traérselas. Le pasó su portafolio al chofer.

—Su hijo, ¿cuántos años tiene, Agustín?

—Pues anda por los veinte, licenciado.

—Déjeme hablar con la señora.

—Gracias, licenciado.

—Y tú —le dijo a Adolfo—, primero nos acompañas a cenar.

Natalia agitó la campanita de bronce para que una de las muchachas trajera la salsa roja. Roberto esperó a que la otra muchacha terminara de servir los sopes.

—Ganas no me faltan de correrte de la casa —le dijo Roberto a Adolfo—. ¡Pero qué más quisieras!

—Los dos son igual de necios, por eso no se soportan —dijo Natalia.

Roberto la observó sentada a la cabecera de la mesa. Seguía victoriosa en su batalla contra la fuerza de gravedad. Se untaba cremas para la cara, el busto y el cuello y hacía cómicos ejercicios faciales. Ya se había estirado los párpados con un cirujano plástico. Ahora hablaba de inyecciones de bótox para paralizar las arrugas. Seguía esbelta, gracias a su dieta de proteína y verduras asadas, dos litros de agua al tiempo al día, vino blanco y cigarros ultralight.

Cuando la conoció, en la boda de su prima Luisa Lemus, le pareció todavía más guapa en persona que en las páginas de sociales en las que aparecía regularmente, acompañada de barones italianos, tenistas internacionales y conatos de galanes cinematográficos. Nunca se pudo explicar del todo por qué lo eligió a él. Quizás le gustó su Mustang convertible. O que la llevó al restaurante más caro de México y se gastó una pequeña fortuna en ella en su primera cita.

Los Lemaitre no brincaron de gusto cuando Roberto la pidió. «¿Orozco qué?», preguntaron, pero no se quejaron. Mientras otros juniorcitos se dejaban el pelo largo y se drogaban en Avándaro, las juergas de Roberto consistían en acompañar a su papá a comilonas con industriales, banqueros y políticos.

Lo suyo nunca fue una pasión desbordada, sino más bien un cálculo a futuro de mutuo acuerdo: una pareja de buen ver, de dos buenas familias, cada una con sus bienes y propiedades.

Al principio viajaron, gastaron y se divirtieron. Pero pronto Roberto tuvo que poner más atención a los negocios para equilibrar sus extravagancias. Natalia resultó ser muy industriosa para redecorar la casa cada tres años, renovar su guardarropa asiduamente y organizar comidas semanales con sus amigas en los restaurantes de moda.

A sus hijos los crio como la criaron a ella, escudada detrás de un pequeño escuadrón de sirvientas comandado por Zenaida, a quien había heredado de su madre. En cuanto a sus obligaciones conyugales, una vez que nacieron los niños, por lo general se hacía la dormida, le dolía la cabeza, los niños podían oírlos, estaba cansada, no tenía fuerzas. Roberto se preguntaba qué podía haber hecho durante el día para quedar tan exhausta.

—Natalia, ¿no necesitamos un mozo? —preguntó Roberto cuando las sirvientas regresaron a la cocina.

—¿Para qué quieres contratar a alguien más? Siempre te quejas de lo mucho que te cuesta todo.

—Agustín me pidió que le ayudara a encontrar trabajo para su hijo, que acaba de llegar de Estados Unidos. En la oficina estamos a tope.

—Por principio, tú sabes que no me gustan las que llegan con chilpayate. ¿Por qué tenemos que darle asilo a los escuincles de las sirvientas? —cuchicheó, partiendo medio sopecito pecaminoso con tenedor y cuchillo—. No entiendo para qué se regresó.

—¡Ay, mamá! —dijo Lucía—. ¿Cuántos años lleva Agustín aquí y a poco sabías que tenía un hijo?

—Por si no lo sabes, todos tienen hijos. Por lo general, más de uno —dijo Natalia.

—El hombre lleva casi quince años trabajando en esta casa y jamás nos ha pedido nada —dijo su marido.

—Está bien, que ayude. Ça suffit —dijo Natalia con un ademán exhausto—. Puede dormir en el cuarto con su papá. Allí hay dos camas. Nomás me falta que me embarace a las muchachas.

5

Lucía soltó una bocanada de humo. Sentada en los escalones de piedra rugosa, se dedicó a observar la escena mientras esperaba a Ximena. Del otro lado del patio, alrededor de la fuente, los chidos se asoleaban como lagartijas con sus vestimentas imitación pordiosero, su predilección por las playas ecológicas con nombres indígenas, sin excusados ni luz eléctrica, sus chales, sus órales, sus netas y sus tres hoyos en cada oreja; los becarios se aglutinaban en el pasto, los clasemedieros acomplejados se sentaban en las bancas con sus atuendos comprados en centros comerciales patéticos. La Ibero había chafeado cabrón.

De este lado de la escalera, la gente bien, los que organizan viajes a Valle o a Acapulco cada fin y, de vez en cuando, a Las Vegas o Miami: los que hablan en dólares. Aquí los hípsters, mariguanos de pantalón guango de tela de paracaídas con muchos cierres, guayabera, tenis de ante y sombrerito. Aquí, sintiéndose importantes, los mirreyes de economía, de traje y corbata, como si eso asegurara su puesto de ejecutivos en una casa de bolsa. Y la Ibero insistía en las ridículas clases de integración donde sentaban a todos, los de este lado y los de aquel, a conocerse como si fuera el primer día de kínder. Todo mundo dizque muy openmind.

Ximena se sentó a su lado. A veces, Lucía pensaba que Ximena se llevaba con ella para ver qué se sentía ser una niña común y corriente. Ximena andaba eternamente acompañada por dos guardaespaldas y viajaba en un auto blindado conectado a una cámara de circuito cerrado. Vivía en una inmensa y modernísima casa en Bosques de las Lomas, con alberca con techo retráctil, gimnasio con sauna, baño de vapor y canchas de tenis. Era hija de un político.

—¿Vamos al cine hoy en la noche? —dijo Ximena.

—Quedé con Ricardo. Pero, si quieres, mañana en la tarde —respondió Lucía.

—Nomás le vas a calentar la bragueta y luego lo vas a botar, ya te conozco. Qué desperdicio.

—¡Cálmate! Tú estuviste en la fiesta. ¿Te le acercaste? No. ¿Me dijiste que te gustaba? Tampoco —respondió Lucía—. ¡Qué quieres de mí, caray!

—No todas somos igual de descaradas.

—Ay, no te hagas la monja. Si yo fuera tú, no me quedaría de muégano con las otras fresoides en un rincón. Si alguien te gusta, tienes que poner de tu parte. Además, ¿no te presenté a Iván? ¿Qué pasó?

—Ya no quiero tus clínex usados, Lucía. Todos asumen que soy igual de aventada que tú y se ponen como pulpos. Además, Iván es un pésimo amante.

—Pues a mí no me pareció tan mal.

A veces le daban ganas de ahorcarla. Cada vez estaba más celosa, más hostil y con una moralina que nada que ver. Si ella también las daba con singular alegría cuando quería. Por favor, si Ximena, con sus millones, podía tener al hombre que quisiera con solo tronar los dedos.

Ponderó si en realidad Iván era malo en la cama o si Ximena era imposible de satisfacer. Tal vez era frígida. Tal vez los ponía demasiado a prueba, con eso de que nunca sabía si la querían por sus pequitas o por sus pesitos.

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