También hay que enfatizar que, a expensas de esta definición del “indio”, la acción de la política indigenista en realidad ya no estaba dirigida a los sujetos particulares, sino al concepto de “comunidad indígena”, lo cual se puede observar en la resolución LIII titulada: Integración de la comunidad indígena como base para promover el desenvolvimiento de los grupos autóctonos. En este punto se recomendaba que los países de América Latina tomaran las medidas necesarias para proteger a la comunidad indígena, desde la vía jurídica y política; que por medio de la acción económica, social y cultural se procurara incorporar a la comunidad indígena a la vida social de cada país y que se respetaran a los grupos indígenas considerando los valores positivos de la mentalidad y cultura de cada grupo (Instituto Indigenista Interamericano, 194).
El INI creado durante la presidencia de Miguel Alemán siguió de cierta forma la idea de mexicanizar al indígena; es decir, que los indígenas se modernizaran, hablaran español y pudieran vincularse con las instituciones oficiales que había creado el estado mexicano. Alfonso Caso, su director, dejó claro cuál sería la forma de entender al indígena (como en el acta final del congreso de Pátzcuaro la figura clave era la comunidad indígena)
“Es indio todo individuo que se siente pertenecer a una comunidad indígena; que se concibe a sí mismo como indígena, porque esta conciencia de grupo no puede existir sino cuando se acepta totalmente la cultura del grupo; cuando se tienen los mismos ideales éticos, estéticos, sociales y políticos del grupo; cuando se participa en las simpatías y antipatías colectivas y se es de buen grado colaborador en sus acciones y reacciones. Es decir, que es indio el que se siente pertenecer a una comunidad indígena” (Caso, 1948).
Con la creación del INI se centralizaron las tareas estatales respecto a la población indígena que se focalizaban en proceso de aculturación 8del indígena mediante los Centros Coordinadores encargados de ampliar la incidencia de la política indigenista. El primero se estableció en Chiapas 1951 (Centro Coordinador Indigenista de la Región Tseltal Tsotzil). A partir de los centros la comunidad ya no sería la única figura central sino también las denominadas regiones indígenas, “surgidas” a través del concepto Regiones de Refugio de Gonzalo Aguirre Beltrán (1973).
Asimismo a partir de la creación de los Centros la política indigenista centraba cada día más su atención en el tema de la marginalidad de las regiones y comunidades indígenas; es decir, no solamente había que producir cambios culturales en los indígenas, sino que también había que atenderlos por su posición marginal en la sociedad nacional. En este sentido, la política indigenista de los años setenta y hasta inicios de los ochenta (1970-1982), no sólo buscó integrar a los indígenas sino también atender su marginalidad.
La integración se buscó realizar durante el gobierno de Luis Echeverría (1970-1976) con la institucionalización de las organizaciones indígenas, que se concentraron en instancias como el Consejo Nacional de Pueblos Indígenas (CNPI) y los Consejos Supremos, ambos parte de la Confederación Nacional Campesina (CNC). También con el despliegue de la acción Estatal a partir de la creación de cincuenta y ocho nuevos Centros Coordinadores Indigenistas (CCI) que funcionaban como unidades operativas del INI en los diferentes estados de la Federación.
Así, aunque en su momento se reconocieron las bondades de estos espacios para la expresión y participación indígena, la relación de las organizaciones indígenas con el Estado era dependiente y limitante por el hecho de estar atadas al Estado que buscaba “corporativizar y mediatizar las luchas de los pueblos indios, alejarlos de los demás sectores explotados y desviar el sentido de sus reclamos (Sánchez, 1999: 95-96).
El segundo rasgo de la política integracionista, es decir la caracterización de marginalidad, se observa con el gobierno de José López Portillo (1976-1982); Según Cazés (1980:19 citado por Sánchez, 1999) se trataba de “crear una escuela de caciques ilustrados, fácilmente manejables por el indigenismo oficial”. Así el gobierno llevó a cabo varias acciones entre las que se destacan el programa de Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados (COPLAMAR), y la política de educación bilingüe-bicultural, apoyada en el Programa de Formación de Etnolingüistas, por medio del cual se instruía a líderes indígenas en el idioma español para que actuaran como promotores de la lengua nacional dentro de sus pueblos y no con el fin de fortalecer sus propio lenguaje.
De igual forma, durante este período el gobierno continúo abordando el tema indígena como una cuestión agraria, ignorando su contenido cultural y político. Además, de obstaculizar cualquier esfuerzo de participación de las organizaciones indígenas en la toma de decisiones a ellos concernientes. Ejemplo de esto, es el caso omiso a la propuesta de dichas organizaciones para la creación de la “Comisión Nacional para el Desarrollo Social y Económico de los Pueblos Indígenas” que estaría a su cargo, y el bloqueo a sus esfuerzos por separarse de la estructura de la CNC y del mismo PRI, iniciativas que al final quedaron reducidas, generando el afianzamiento de la sujeción y dependencia de dichas organizaciones a las instituciones estatales antes mencionadas. (Sánchez 1999: 95,99).
En torno a este período de “inclusión” de los grupos indígenas es posible observar dos visiones que apelan a modalidades distintas pero, en el fondo, con argumentos parecidos: una es la etnocentrista por la que la incorporación se realiza desde parámetros occidentales y los valores del progreso y la “civilización”; la otra visión es la relativista cultural. Esta última plantea la noción de aculturación, proceso que implica respetar las culturas autóctonas, permitiéndoles un desarrollo propio, pero con la secreta esperanza de que tal respeto conduzca a los indígenas, en todo caso, al abandono de su sistema para incorporarse finalmente en el occidental, lo que implica nuevamente el etnocentrismo pero de manera solapada (Díaz Polanco, 1979: 16). Entonces, el relativismo cultural norteamericano replantea, subrepticiamente, un etnocentrismo que se expresa en la aculturación.
Las formulaciones indigenistas en sus distintas variantes (integracionista, etnicismo, “cuartomundismo”, etc.) desvinculan la problemática de la cuestión nacional y anulan su aspecto político. De esta manera, las demandas y los derechos de los pueblos indígenas son despojados de su carácter político reducidos a una perspectiva culturalista. Asimismo el influjo indigenista conduce a comunidades y organizaciones indígenas a la alienación e inmovilidad respecto de sus verdaderos intereses. Por su parte la versión etnicista, particularmente, indujo a las comunidades bajo su influencia a limitar sus reivindicaciones a aspectos “culturales”, a encerrarse sobre sí misma y a mostrar poco interés por vincularse con otros sectores y organizaciones políticas. Es así que, según Consuelo Sánchez, los indigenismos no actúan para solucionar el conflicto étnico – nacional sino para asegurar la sujeción de los indígenas al Estado (1999: 104).
Ruptura de la etapa intermedia e introducción del neoindigenismo
El indigenismo en sus distintas vertientes puede ser pensado como estrategia estatal encaminada a ordenar su relación con los pueblos indígenas y como disciplina frente al reclamo de derechos indígenas. Ya sea como estrategia estatal o bien disciplina, el indigenismo circunscribe un campo generando un doble efecto: por un lado, inscribe la cuestión indígena en el ámbito de los derechos humanos (más adelante, aludimos a las paradojas que esta delimitación va generando); por otro lado, mediante esta inscripción se produce una esterilización de la acción que limita la posibilidad y capacidad de resistencia de los pueblos indígenas y, por tanto, su politización. De este modo, el postulado que intentará hacer compatible el respeto de las diferencias con la necesidad de integración es el de “justicia social” (Díaz Polanco, 1979: 21) o “derecho indígena”. Sin embargo, se significa y valora la cuestión indígena desde los principios que rigen a las sociedades liberales actuales (el derecho humano y el respecto por la diferencia son algunos de ellos).
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